Contenta como perro con dos colas y con una espontaneidad de nena, antes de entrar a la sala para ver Las aventuras de Peabody y Sherman abarroté mi cartera de toda clase de golosinas que compré en los alrededores del Abasto y comí con la misma voracidad de los demás chicos que me rodeaban. El bajón ayudó a incrementar mi nivel de glotonería. Haya tenido que ver o no todo esto, la experiencia resultó ser una divertida conjugación entre puro disfrute y análisis metódico de los hechos, que son muchos y muy complejos. Porque sin perder nunca su espíritu de película didáctica y lúdica, las aventuras que sus protagonistas atraviesan abordan de forma evidente la adopción homoparental, los choques culturales e ideológicos, la lucha de poder entre los sexos, el sentido de pertenencia y la identidad.
Mr. Peabody representa al gay maduro y solterón con poder adquisitivo que logra adoptar un nene en un Estados Unidos que todavía se encuentra manifiestamente fragmentado respecto de este tema; en varios estados siguen existiendo leyes contra la homosexualidad. Es un ser ‘distinto’ asimilado por otra especie aunque con ciertos límites de aceptación nacidos desde el prejuicio. Personificando a la mitad reaccionaria se encuentra Mrs. Gruñón, una consejera escolar que intentará demostrar a toda costa que un ‘perro’ es una pésima influencia para la crianza de un chico. De todas formas Peabody vive en un enorme Pent House situado en la parte más alta de un edificio en Nueva York, donde la adopción es legal. Practica yoga, sabe cocinar, tiene una formidable inteligencia y un gusto exquisito para los pequeños placeres. Durante su presentación nos comenta que desde chico sabía que no encajaba, y en el preciso instante en que lo dice un primer plano a modo de flashback ubica la cabeza del joven Peabody junto al culo de otro perro, del que no vemos nada más. La insistencia con el culo como símbolo de salvación es notoria a lo largo de toda la película. Frente a más de una situación riesgosa, la única solución posible es la fuga anal.
Pero salir no es entrar. Con la aparición de Penny, la típica y cruel rubiecita popular, se empieza a perfilar el costado conservador del can, que igualmente ya había aflorado en la primera gran aventura hacia la Revolución Francesa, posible gracias a la máquina del tiempo que posee. De hecho, aterrizan en el centro de la fiesta llevada a cabo en el palacio y que tiene de anfitriona a una María Antonieta más glotona que frívola, en cuya boca ponen la célebre frase “que coman pastel”, aunque muchos historiadores hayan sostenido que es apócrifa. Luego del levantamiento popular, Peabody es llevado a la plaza para ser guillotinado junto con otros aristócratas y en ningún momento opone una resistencia al menos filosófica. Si bien los contextos históricos que recorre la película son demasiado engorrosos de explicar brevemente (la mencionada revolución, la guerra de Troya, las dinastías en el Antiguo Egipto y el Renacimiento Italiano) no me cerró la simplificación superflua de algunos hechos y personajes; por otro lado, al permitirse alterar esos sucesos, se libera de tener que ser estrictamente fiel a la Historia y esto contribuye a que sea la coyuntura actual la que tome fuerza en el relato. Lo demás es Billiken, manual básico escolar.
Lo que importa es, entonces ¿qué lugar ocupa un personaje como Peabody en la actualidad, ahora que ya no es un perro subyugado a los dominios de un amo, sino un ser libre y, por lo tanto, pensante? Entendiendo al perro como un ser no libre, si se quiere un esclavo, Peabody representa a las minorías perseguidas con violencia durante siglos, aunque hayan podido ocupar lugares de poder en otras civilizaciones y épocas. Porque en el recorrido de su infancia el primer niño del que quiere ser ‘amigo’ es negro, luego Sherman menciona que el Presidente cena con ellos de forma regular y el juez que le otorga la adopción es, también, afroamericano.
Toda esta olla sobre la identidad y los prejuicios raciales y/o culturales la destapa Penny al poner en tensión la identidad de Sherman en relación con su perro/padre. La nena es perversa, un pichón de dominatriz bajo un disfraz de princesa, criada por un matrimonio heterosexual de excelente pasar económico que amenaza con juicios a diestra y siniestra. El motivo: Sherman mordió a Penny en una pelea. El desencadenante de la pelea: Penny le dijo a Sherman que era ‘perro’. Como resultado de todo esto, Peabody es citado por el director de la escuela, un hombre bajito, tímido para hablar. Junto a él vemos en un plano contrapicado el enorme retrato de una mujer delgada, vestida de época, peinada con rodete, nariz de bruja y una mirada de perfil tan soberbio como el marco que contiene la pintura. Llega a la cita Mrs. Gruñón -sentada frente al cuadro y con su figura regordeta bien podría conformar la contraparte de una dupla cómica- con un hambre de fiera enjaulada lista para clavar sus retrógrados colmillos sobre Peabody.
Valiéndose del mismo objeto (un lápiz), reitera el ademán castrador de Penny, aunque en lugar de quebrarlo lo introduce violentamente en un sacapuntas mecánico (Penny es naturalmente dominante pero sexualmente inexperta), vagina dentata de una mujer madura, solterona, fuera de los cánones actuales de belleza establecidos (y digo actuales porque más adelante se demostrará que en otro tiempo y en otra cultura…) resentida porque un perro soltero pueda tener un hijo. La lucha de poderes se establece desde los géneros, sin importar raza o preferencia sexual. Incluso la aparición de Da Vinci, íntimo amigo de Peabody, se da en el contexto de una discusión con la Mona Lisa.
Al perro la culpa le llega cuando su hijo adoptivo le cuenta el porqué de la pelea y empieza a cuestionarse (en la cabeza del animal y en la misma película, porque lo mismo son) el dilema de la identificación o, mejor dicho, de la pertenencia, ya que no de la crianza dado que el relato deja en claro sus convicciones exponiendo los diferentes resultados en uno y otro nene. Peabody es absolutamente capaz de criar a un chico y convertirlo en una buena persona, pero Sherman se encuentra desorientado todo el tiempo, y aunque sea un gag muy tierno es un signo a tener en cuenta porque designa una disyuntiva interesantísima respecto de la adopción en general, que aplicada a estos casos en particular puede generar incomodidades. Sherman es un chico ejemplar, es un dulce, es aplicado, caballero, organizado, inteligente y, con todo esto, un niño inocente. Peabody lo rescató de un callejón oscuro cuando era un bebé recién nacido. Le dio todo lo que un chico pueda necesitar, pero cuando empieza el colegio (o sea, se introduce en la sociedad) termina por darse cuenta de que no es igual a su padre, que algo no encaja de forma natural. Y se lo hacen saber con violento desprecio, humillándolo, causándole vergüenza por lo que es su padre.
Para pacificar la situación, y un poco también para emparentar a Sherman con Penny –todavía sigo sin entender por qué un padre querría unir a su hijo con una nena tan perversa, a menos que su intención sea hacerlo encajar en una sociedad conservadora-, Peabody organiza una cena en su lujoso departamento. La rigidez del padre es resuelta por el perro en una escena de claro contenido sexual, y mientras los tres adultos preparan tragos y bailan alegremente, Sherman le descubre a Penny la máquina del tiempo –mezcla de útero y nariz de payaso- con el fin de defender su honor como hombre. La ingobernable princesita se fuga al Antiguo Egipto donde Sherman y Peabody la encuentran absolutamente asimilada por la dinastía reinante y a punto de contraer matrimonio con el joven Tutankamón. Pero, claro, un hombre de ese calibre no es potable para ser capado, así que Penny acepta ser rescatada y se inicia el plan de escape. Si a la larga la nena termina ‘dándose cuenta’ de que ama a Sherman no es tanto por un empírico romanticismo sino por advertir la docilidad del chico.
Yendo y viniendo de una a otra época, con gags cómicos efectivos y un ritmo que mantuvo a los chicos atentos a la pantalla todo el tiempo (como lo estaba yo), en un momento dado los personajes quiebran la regla máxima de los viajes en el tiempo: nunca encontrarse con uno mismo. Para contrarrestar las consecuencias de ese choque bidimensional, que conlleva la apertura de un enorme hueco en el cielo desde el cual se nos viene literalmente el pasado o la historia encima, Peabody y Sherman, con la ayuda de cuanto personaje histórico reconocible pueda existir (desde Robespierre, retratado como un inepto absoluto, hasta Einstein, pasando por Agamenón, que vendría a ser como un rugbier con exceso de testosterona y falta de cerebro, e incluso Clinton, con una línea de remate sólo para adultos) llevarán a cabo la última gran hazaña juntos: viajar hacia el futuro por ese agujero y a toda velocidad para que cada objeto o personaje sea succionado nuevamente hacia su época correspondiente, y ellos expulsados al presente. Antes de que esto sea posible, se da una escena de tensión necesaria con la villana de la película, que intenta ciegamente llevar adelante su plan sin percatarse de lo que está verdaderamente ocurriendo. Pero su plan es impedido gracias a un milagroso y conciliador final que ubica a todas las personalidades históricas en una única línea discursiva, y luego de un monólogo digno del Hollywood más liberal, rematan en tono épico: “yo también soy perro”. Da lo mismo que sea Lincoln, Antonieta, Tutankamon, Robespierre o Washington.
Aquí pueden leer unas observaciones de Nuria Silva sobre el avance de esta película.
Las aventuras de Peabody y Sherman (EUA, 2014), de Rob Minkoff, 92′.
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malo
Muy buena crítica , me gustaría agregar el gran machismo que tiene la película , en la que la mayoría de los personajes son hombres y las mujeres de la historia son villanas, crueles o tontas. Y terminan casadas o dejándose «salvar» por un hombre como si fueran tontas o inválidas.