Sin nada que perder parte de una premisa básica, que se resume en la célebre frase de Bertold Brecht: «¿Qué es robar un banco en comparación con fundarlo?». Esa premisa está enmarcada en la mejor tradición del cine de género norteamericano, que es la que cruza y atraviesa el policial con el western. Es decir, los espectadores familiarizados con la dinámica del cine negro sabemos que su universo está atravesado por una idea fundante que es que, a la larga, las cosas siempre (o casi siempre) resultan mal. Algo interesante que opera quirúrgicamente en la película de Mackenzie es la lucha lacónica y melancólica que inexorablemente (como en las tragedias griegas) conduce a un final anunciado. Por otro lado, esta sensación de tristeza irradiante e irrefrenable que la película destila desde la fotografía está sustentada en el espacio geográfico, filmado sin excesivos esteticismos y que funciona realzando el drama que se quiere contar. Además, ese fatalismo que late en la película no es solamente  propio de sus virtudes climáticas sino que, como en todo relato policial, la estructura narrativa denuncia sin subrayar el precario funcionamiento del mundo y la condena que pesa sobre todos los que habitamos en él, meras piezas de un engranaje que a las que destina de antemano para ocupar un lugar determinado en la estructura social. Así, los pobres están condenados a ser pobres y, para salir de esa condición opresiva, deben seguir un único rumbo inalterable.

En Sin nada que perder -también una precisa descripción del espíritu profundo y primario del capitalismo- tenemos a los hermanos Toby y Tanner Howard (interpretados por Chris Pine y Ben Foster, este último a uno de los perdedores más luminosos que el cine independiente americano supo dar en los últimos años), quienes deciden salir a robar bancos para saldar una más de esas innumerables hipotecas usurarias que son las permiten que el sistema capitalista se siga sosteniendo en el tiempo a expensas de los humillados y ofendidos  de la tierra. Aquí radica uno de los principales aciertos del film: la toma de partido por la causa estos dos hermanos que van a lo largo de su travesía cumpliendo su rocambolesco plan. La película jamás los juzga, más bien los observa de cerca, mientras ellos tejen su difícil vínculo amoroso filial, destacándose particularmente la escena del casino en la que, sin caer en psicologismos, la cámara los acompaña, los contempla humanamente.

Otro acierto ideológico es que, para Mackenzie, el mal no está encarnado en esos dos ladrones sino en el sistema financiero. Ese costado casi documental le aporta un mayor dramatismo, proveniente de un contexto social palpable, situado en una Texas profunda que bien podría haber sido el conurbano bonaerense sin perder ni un poco del verosímil. El recientemente fallecido Ricardo Piglia, hace más de tres décadas ya mencionaba que el origen de la Serie Negra americana provenía principalmente de la realidad en la que se construían las ficciones de Raymond Chandler, Dashiel Hammet y Horace McCoy, entre otros. Más de 80 años después de la fundación del género negro moderno esta premisa no hace otra cosa que cobrar actualidad en este western negro, en el que el guion de relojería escrito por Taylor Sheridan no hace otra cosa que volver a mostrar un estado de situación que trasciende a esa comarca texana atravesada por la pobreza y la exclusión.

La película enfrenta a dos opuestos que, en principio, parecieran estar bien marcados pero cuyas diferencias, a medida que avanza  la historia, comienzan a licuarse y se observan sutiles fisuras que hacen crecer el acercamiento a ritmo vertiginoso. Del lado de la ley se encuentran un extraordinario Jeff Bridges encarnando al ranger Marcus Hamilton, acompañado por su ayudante, Alberto Parker (Gil Birmingham). Ambos comparten momentos extraordinarios en donde el guion de Sheridan complejiza de manera notable la problemática del racismo al interior de la sociedad americana, un racismo naturalizado e incorporado en el sentido común de la vida americana (guiño para la asunción de Donald Trump, que pareciera que va a potenciar peligrosamente ese estado de cosas).

Ambas duplas, los ladrones de bancos por una lado, y los policías por el otro, parecieran estar atravesados por una melancolía y desesperanza que la puesta en escena no deja de anunciar a los ojos del espectador. Esta melancolía, que no deja de ser deudora del cine del Nuevo Hollywood de los 70, no hace otra cosa que hermanar e identificar a los supuestos antagonistas. Al respecto, es modélica la escena final entre el ranger Hamilton y Toby Howard: en un determinado momento de esta escena crepuscular Howard le dice a Hamilton: “La pobreza es como un virus”. Es ese funcionamiento del mundo, ese estado de cosas, el que hace que los protagonistas sean impulsados a actuar, sometidos a las leyes que dicta una sociedad impiadosa que no tiene conmiseración con los marginados del sistema. Si para los hermanos Howard el fatalismo lo marca cierta condición social (la de los desposeídos), para quienes encarnan la ley, el fatalismo pareciera provenir de un sentimiento de abulia por tener que cumplir una tarea que pareciera ser en vano.

Así como son modélicas las actuaciones del cuarteto protagónico y el guion brutal de Sheridan, también es notable el pulso de Mackenzie para filmar cada uno de los asaltos. Es notable como el clima de la película se inicia en el primer robo, casi en clave de comedia, para terminar en el último con toda la intensidad del terror. También es para destacar la música de Nick Cave (otro que sabe narrar por demás la vida de marginales y outsiders que el sistema escupe a diario) y de Warren Ellis. “No vi sus caras, solo vi un robo al banco que me robo durante 30 años”, le dice al ranger Hamilton un testigo de uno de los robos cometidos por los hermanos Howard. En esta frase se cifra el sentido de  Sin nada que perder, porque, como decía Godard, «El cine es, ni más ni menos, que una documentación de lo real»

Sin nada que perder (Hell or High Water, EUA, 2016), de David Mackenzie, c/ Jeff Bridges, Chris Pine, Ben Foster, Gil Birmingham, 102′.

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