En El día de la lechuza (1967), de Damiano Damiani, un hombre espera a su víctima detrás de la vegetación que crece dispersa al borde de un camino terroso. La cámara se asoma como intrusa en esa escena que pronto será la de un crimen. De repente, los disparos interrumpen el pesado silencio que invade el ambiente y el cuerpo de Salvatore Colasberra cae desplomado entre la sangre y el polvo. La mirada ha sido el preludio de la muerte y ese cadáver, el disparador de toda una historia. Como la primera pieza de un rompecabezas, Damiani instala la muerte como la punta del ovillo de un denso entramado de negociados inmobiliarios y reparto de favores políticos que involucra desde matones de poca monta, padrones sicilianos y algún onorevole de la Democracia Cristiana. Todo un desafío. El de Camila Toker (actriz de Ana y los otros y codirectora de Upa! Una película argentina), en su debut en solitario, también aspira a esos logros: crimen, muerte y misterio. Lo importante: su película se inicia con un disparador similar. No un crimen, sino un mandato; el crimen vendrá después.
Un sicario brasilero recibe, en las alturas de un teleférico, un trabajo urgente: seguir la pista de una joya manchada de muerte y sangre. Joya que será arma y botín, premio y maldición. La muerte de Marga Maier se apoya sobre el policial para afirmarse en territorio conocido: asume sus códigos, subraya algunas de sus premisas y logra sostener el ritmo del relato pese algún que otro altibajo. Sin contar con la literatura de Sciascia como marco -autor no solo de El día de la lechuza sino de otra gran película de crimen y mafia como A cada uno lo suyo de Elio Petri-, el guion de Toker y Anne-Sophie Vignoles instala un asesinato como premisa. El cadáver de una mujer llega a orillas del río en Punta Indio, arrastrado por la traicionera sudestada. Comisario y asistentes realizan el reconocimiento; el forense masculla su veredicto. Otra mujer llega en auto a la estancia Los coronillos luego de una ausencia prolongada. Julia (Pilar Gamboa, perfecta como siempre) vuelve a visitar su pasado y allí la espera la soledad de un cementerio, el intento de dejarlo todo en una venta y una investigación que desenterrará secretos y mentiras como salidos del arcón de un viejo mago. Es que La muerte de Marga Maier está llena de pequeños trucos -como ciertos giros de guion (sobre todo a partir de la intervención del terrateniente kapanga que interpreta Luis Machín) y algunas escenas un tanto subrayadas (como la visita del comisario al bar y los anuncios fatídicos de las posaderas)-, y de justos aciertos como la cercanía de la puesta en escena a partir de planos largos en constante movimiento.
No hay demasiada distancia entre la mirada de Toker y la de sus personajes, su cámara se adhiere a ellos, los sigue y los asfixia. Pese algún que otro plano lejano de paisaje, lo mejor está dado en las escenas interiores: la escena en la que Julia ingresa en la casa familiar, el llanto solitario de Jorge (William Prociuk) en el establo, los primeros interrogatorios en la comisaría. Jorge es uno de los personajes más atractivos de la primera parte y el que mejor logra transmitir el tono de intriga al que aspira el relato. Su aire perturbador genera cierta inquietud y ese uno de los aciertos para instar la atmósfera inicial. Jorge es el Tonto del pueblo, aquel que parece tener la marca de los «locos de Cristo», esos personajes legendarios a los que la tradición rusa de la Edad Media les reservaba privilegios como increpar al Zar vociferando las miserias de sus vasallos. Jorge no es ruso ni denuncia abusos salvo hacer visibles los propios, como los golpes que lleva a cuestas por la furia que despierta su desconcertante presencia. Varias veces insiste en que no quería perderse la fiesta de disfraces del pueblo, tal vez como forma de encubrir su extrañeza con la de los otros. Y, además, guarda en su ambigua relación con Marga más deseos verdaderos que los que parecen tener el resto de los que habitan ese pueblo. Jorge siempre aparece de manera imprevista, espera en las sombras, deambula solo por la orilla del río con el perrito blanco, y se escapa milagrosamente de los peligros que acechan a los demás mortales.
La muerte de Marga Maier juguetea de manera consciente con el género, haciendo que su búsqueda sea franca aunque se disperse en el último tramo acumulando personajes y resoluciones. Las mujeres del bar del pueblo (Mirta Busnelli y Anita Pauls) condensan lo fantástico tal vez a destiempo, sumadas como a último momento para agregar algo de presagio y premonición. El clima enrarecido está mucho mejor transmitido con la errancia de Jorge y la presencia espectral de la Marga viva: es en ellos en quienes se condensa toda incomodidad posible para esa fatua serenidad pueblerina, mucho más que en cualquier brasilero recién llegado o padrone de estancia aparecido.
La muerte de Marga Maier (Argentina, 20017), de Camila Toker, c/Pilar Gamboa, William Prociuk, Ivo Müller, Luis Machín, Alberto Suárez, Mirta Busnelli, 104′.
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