Este último jueves (5 de septiembre de 2014), por una conjunción azarosa de estrenos dispares, horarios cruzados, diferentes salas y compañías diversas, asistí a un día de estrenos que por un breve momento me hizo sostener la ilusión de que me encontraba en otra época del cine. No porque hubiera visto finalmente (esa vieja queja) dos películas extraordinarias, brillantes, únicas, diferentes al producto medio o particulares en algún sentido estético. Al contrario. Las dos películas que vi (muy diferentes en sus propuestas, en sus procedencias) resultaron ser, a lo sumo, dignas: películas simples, modestas si se quiere, satisfechas con intentar explotar el material con el que estaban trabajando. Y solo gracias a la yuxtaposición de estas dos películas pude terminar de entender lo valioso y escaso que es eso.
A pesar de mi admiración por Dwayne “The Rock” Johnson, no esperaba demasiado de Hércules. De un tiempo a esta parte Hollywood se acordó de que también podía hacer gran espectáculo con leyendas antiguas (receta casi tan vieja como el cine industrial mismo) y no fueron escasos los títulos bastante poco felices que pasaron por nuestros ojos: desde esa cosa (que tuvo secuela) llamada 300, pasando por Furia de Titanes, hasta la deliciosamente camp y abstracta Immortals. Una de las cosas más refrescantes e interesantes de Hércules es que se construye toda alrededor de un actor fundamental y preexistente, una de las últimas personalidades del cine (ver también la frase de Groucho Marx sobre los pechos de los protagonistas de las películas épicas). Para decirlo de otra forma: Hércules está protagonizada por The Rock y no por efectos digitales (como pasaba, por ejemplo, en esa cosa llamada 300, en la que los actores apenas si parecían percheros sobre los que colgar colores terrosos y abdominales). Esto no quiere decir, por supuesto, que la película no tenga su buena cuota de efectos especiales, pero en el centro de todo se encuentra un personaje, un Hércules que se va alejando del mito (como figura y como argumento de la película) para construirse como ser humano. Un ser humano súper musculoso y súper virtuoso, pero humano al fin.
La humanidad de ese Hércules es The Rock: un actor cuya versatilidad suele quedar opacada por el diámetro de sus pectorales y, en este caso, por un corte de pelo épico un tanto lánguido. Hércules es una película atea sobre el mito, una indagación (si se quiere) sobre lo humano. Y todo esto no es para decir que Hércules sea mejor de lo que es: una película aceptable, que probablemente uno no volvería a ver. Por momentos se puede percibir en la pantalla un cierto esfuerzo por construir algo parecido a un tanque cinematográfico. Según tengo entendido, la idea de los estudios era fabricar un gran éxito de taquilla que no fue tal. Sin embargo, algo venía pinchado de entrada: las ideas que maneja Hércules son de otra época, no de la época griega pero sí de un tiempo antes de que las computadoras se lo hubieran comido todo. Hércules nunca podría haber sido un gran éxito de taquilla en 2014: se preocupa demasiado por construir sus personajes (estereotipados, ni hablar), se toma todo el tiempo necesario para construir sus situaciones, respeta a sus personajes, y respeta al espectador, y respeta el cine épico que busca construir un mito, en este caso humano. Con eso no se fabrican hoy los éxitos.
Tampoco esperaba demasiado de Qué extraño llamarse Federico, por varios motivos. Primero, Ettore Scola nunca fue particularmente de mi preferencia. Por otro lado, no suele interesarme demasiado el cine nostálgico y mucho menos todavía la nostalgia italiana. Pero Fellini sigue siendo Fellini y la posibilidad de ver algo asociado a él en pantalla grande (que no sea esa cosa que se llamó Nine) resultó más fuerte. La película no está bien, como era de esperarse. Scola no es Fellini y, aunque juegue a serlo, lo suyo resulta irremediablemente lavado. Cuando, a los pocos segundos de película, uno ve audiciones en una playa falsa de estudio en la que aparecen un clown, un mago y un huérfano, el primer impulso lógico es el de levantarse y salir de la sala. Hay, además de estas falsas fellineadas vacuas, un evidente conflicto de egos no resuelto entre Fellini y Scola, que este segundo intenta disimular de camaradería simpaticona, de narrador de aspecto pobretón, que hace que la película deje lentamente de hablar de Fellini y empiece a hablar de “Fellini y yo”, en un diálogo que termina por igualarlos, a pesar de que lo que nos interesa no es Scola sino Fellini y a pesar de que (pecado todavía mayor) Scola nunca usa la primera persona. Sin embargo, más allá de sus problemas múltiples, la película esconde tres o cuatro rincones, momentos reconstruidos para cámara (con actores, no con esa fantochada de poner a Fellini adulto entre sombras y solo de espalda) que resultan interesantes. Son en general pequeñas viñetas que parecen nacidas de recuerdos y conversaciones que probablemente hayan ocurrido y que Scola reconstruye de forma simple, con la enorme virtud de no intentar más que resucitar ese viejo espíritu de amigos que charlan. Son fundamentalmente los momentos de las conversaciones en la redacción de Marc Aurelio (escenas desproporcionadamente largas narrativamente, pero lo más divertido e interesante de la película) y las conversaciones en un pequeño bar, con mesitas redondas en la vereda y un Fellini que recién empieza a dirigir películas y se junta a charlar con sus amigos. Son esos momentos, esos destellos de un Fellini no mítico y, sobre todo, de un Fellini que no es Fellini sino Fellini en un contexto, los que hacen que Qué extraño llamarse Federico tenga vida. Una vida que Scola trae desde otra época.
No creo que vuelva a entregar minutos de mi vida para volver a ver Hércules ni Qué extraño llamarse Federico. Tampoco creo que vuelva a dedicar minutos de mi vida a pensar en ellas. Pero juntas, apiladas por el azar de la distribución cinematográfica, despertaron ecos entre sí en mi memoria, la lejana sensación de que el cine podía ser, más allá del gran espectáculo o la marca autoral, también un trabajo medio, un oficio simple, libre de las grandes ambiciones y de esteroides. Hubo un tiempo en el que intentar hacer una buena película era más que suficiente. Esas buenas películas a veces se logran, a veces se encuentran como esbozos, a veces se pierden. Pero son una parte fundamental del cine. O (no puedo dejar de pensar) lo eran.
Hércules (EE.UU., 2014), de Brett Ratner, c/ Dwayne Johnson, John Hurt, Ian McShane, 98’.
Qué extraño llamarse Federico (Che strano chiamarsi Federico, Italia, 2013), de Ettore Scola, c/ Sergio Rubini, Antonella Attili, Maurizio De Santis, 90’.
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