– … el televisor se fue espesando en un líquido ambarino, entonces ahí apareció clara, más que clara fulgurante, la imagen de la virgen, y el manto se le fue poniendo del color del arco iris como el logo de ATC y ahí el televisor explotó.
– No puede ser, es blanco y negro el televisor.
– Eso confirma el milagro; la virgen vino a traer el color a tu casa. Todo lo bueno está por suceder…
Doce casas, historias de mujeres devotas.
Santiago Loza incursionó en el ámbito cinematográfico con actuaciones mínimas, austeras, muchas veces indescifrables, una característica que hacía pensar en un programa estético entre cuyos pilares se encontraba la no actuación. El hermetismo de los personajes se puso de manifiesto tanto en Extraño (2003) como en Cuatro mujeres descalzas (2005), películas con las que el director insinuaba la búsqueda de un cine minimalista en sus gestos y críptico en sus imágenes. El diálogo breve y monocorde, cuando no ausente, acompañó la expresión adusta o vacía, que se completaba con historias en las que la angustia existencial teñía el plano. En Doce casas, Loza toma un camino opuesto al que en apariencia venía trazando, uno que ya se insinuaba en Los labios (2010) y La paz (2013), donde, por un lado, en una amalgama traslúcida de ficción y realidad, el director accedía a un registro sutil de las experiencias vitales de sus criaturas, mientras, por el otro, yendo más allá, revelaba su oscura emocionalidad quebrándola en explosiones dramáticas. Extremando ese impulso, el mismo que se consolida con una dramaturgia prolífica e innovadora, decide hoy, en su arribo a la televisión, dejar en evidencia la esencia primigenia de lo teatral, la materialidad del cuerpo cambiando formas al ritmo de las vibraciones anímicas de sus personajes. Todo es artificio en esa mixtura delirante y sofisticada de cine, teatro y literatura, y mucho más, que es Doce Casas, y el cuerpo está en escena como médium de una verdad revelada a través de la palabra.
Transcurren los años ochenta cuando se produce el milagro del technicolor, e irrumpe en la cultura popular un artefacto novedoso, intrusión de una tecnología estridente que se propaga al interior de un espacio doméstico hasta entonces subsumido en las sombras. No es más que la manifestación de un espíritu profano; allí se emplaza el receptáculo de la imagen: un aparato, una máquina de luces y figuras y palabras, una ventana al mundo, un placebo para la soledad, un paliativo para el aburrimiento, un teatro de ilusiones, pero siempre el poderoso foco en el que se reúnen las tensiones de la modernidad y las voces de una emocionalidad arcaica. El televisor reposa en un rincón cálido del hogar, y mientras la imagen a color se hace presente en la vida de ese pueblo grande o esa ciudad pequeña como una aparición sobrenatural, la virgen de la parroquia (otra aparición, otra imagen) se pasea de casa en casa como el testigo de los derroteros místicos y los deseos eclipsados de sus habitantes. El color, más lisérgico cuanto más pretensioso en su mimética cercanía con la realidad, está en el centro de similares liturgias y adoraciones; porque en medio de ese paisaje decorativo, la materia y la técnica se entrelazan con la fantasía y el deseo.
En Historia de Teresa, cuya protagonista parece tener el poder de colorizar las pantallas en blanco y negro, ese milagro ocupa el centro de la escena, al tiempo que se despliega, como un rumor de fondo, un relato sobre el tedio y el cansancio, sobre la energía, el brío y el fulgor que sus personajes alguna vez tuvieron y perdieron. Los rotos y los descosidos, los que juntan las migas, los perdedores, los solitarios, las viudas, las mucamitas, los que han caído vencidos y sin fuerzas como muñecos rotos, los que se han quedado vacíos como floreros en invierno, desencantados como cuando se rompe un hechizo, los que no eligieron la temporada del desastre son los protagonistas de las entrañables historias de Doce casas. Son, además, los destinatarios legítimos de las bienaventuranzas, los que susurran a la virgen sus rezos infinitos, los mismos que alguna vez pasaron sus tardes junto a la radio y hoy alcanzan el paraíso de la televisión. Bienaventurados entonces aquellos a los que les fueron creciendo durezas de a poco como una enredadera, bienaventurados los derrotados, las almas perdidas, los humillados, los rendidos, los perturbados, los confundidos, los tristes, los enamorados, bienaventurados todos ellos, celebra Doce casas, ya que allí encuentran la calma y el reino de los cielos. Bienaventurado también cualquier atisbo de tragedia, porque el director, matizando con humor sus dramas folletinescos, sabrá evadirlo con soltura meciéndolo al ritmo de un cancionero popular o de enigmáticos compases hollywoodenses.
Nace una iconografía nueva, también una nueva hagiografía, porque esta virgen de neón es un símbolo convocante de la cultura pop. En Historia del hijo de Aurora, Dalmiro vive con su madre, a quien vemos a lo lejos, postrada, con su pose de muñeca, como aquella otra sombra en la ventana, inaccesible, pero al mismo tiempo insoslayable (Psicosis, Alfred Hitchcock, 1960). Loza reverencia con simpatía el ardid visual y narrativo de un maestro del cine; y lo mismo ocurre cuando un sobrino visita a sus dos tías que sospechan en él al mismísimo diablo en Historia de Lidia y Ester; y su silueta viril fumando junto a la ventana recuerda al Joseph Cotten de La sombra de una duda (Alfred Hitchcock, l943). No se trata, sin embargo, del gesto erudito que se deleita en las referencias, sino del de quien abre un viejo arcón para volver a ver, una vez más, sus más preciados recuerdos. Porque encontramos mucho cine clásico en Doce casas, pero también un capítulo completo que celebra a Flashdance (Adrian Lyne, 1983). Y además reverberan, elípticamente, Jane Fonda en plan gimnasta y Andrea del Boca, y Pinky, y Mirtha Legrand, y Los tres chiflados, como otras de las cándidas evocaciones televisivas que el director incorpora, sin contar con el radioteatro y el melodrama resonando de fondo como una memoria callada, vibrante e invisible.
Doce casas reconstruye un mundo perdido. Friso de los ochenta, cada domicilio con su historia es como una inanimada casa de muñecas que cobra movimiento y entra en acción. La escenografía (como los textos, como las actuaciones) se pone en evidencia, y los decorados denuncian su condición acrecentando la magia. El truco queda expuesto: la cámara atraviesa las paredes, de habitación en habitación, como un fantasma. El espíritu de Manuel Puig también las sobrevuela, y se manifiesta no solo en la primacía y el ritmo de esas voces coloridas y particulares, de sus sentenciosos decires, de sus melodiosos recitados, sino también en esos travellings que se adentran en la intimidad para recorrer sus espacios silenciosos cuando sus moradores, presos de la hipnosis o la ensoñación, se desvelan o descansan. Las palabras -talismanes, puentes con el más allá, poderosas, mágicas, balsámicas- cobran cuerpo, y los objetos -callados en las repisas, casi ausentes- hablan; testigos mudos que observan despiertos, parecen proponerse algo más que anclar la historia en un punto de referencia temporal. En cambio, esa cámara sigilosa que se detiene en los detalles (exhibiendo en el espacio un repertorio de objetos fechados) entrelaza el pasado con el pasado, porque ese tiempo ido se construye por capas: los ochenta conviven con los setenta, con los sesenta y en especial con los cincuenta (el tiempo de Manuel Puig), de allí el hechizo de ese pasado que de tan contundente, tan vívido y real, diría uno de sus personajes, adopta la textura de un sueño.
Toda manifestación popular se da cita en Doce casas: la religión, la televisión, el cine. Objetos, imágenes, centros en los que circunvala el deseo. Hay una labor enjundiosa en esta nueva creación de Loza cada vez que abraza lo viejo, porque en ese abrazo no sólo cultiva la añoranza (las viejas películas, los viejos programas de televisión, las viejas costumbres, los viejos nuevos mundos de piedra y acero) sino que logra hacer presente una sensibilidad. Es que si Manuel Puig pudo establecer una conexión directa entre los medios de comunicación y la literatura de su tiempo y transformar esa relación en la esencia y el cuerpo de su escritura, con Doce casas esos medios leídos por Puig (y las voces, los ecos y murmullos de la expresión multitudinaria) devenidos por entonces literatura, vuelven ahora al encuentro de ese universo puigiano y lo incorporan desde la naturaleza de sus lenguajes. Al mismo tiempo, Santiago Loza brinda, por obra y gracia, por su trabajo minucioso, por su talento inclasificable, el mejor homenaje al escritor que supo ser un emblema de la transgresión. Como alguna vez lo hiciera Puig con la literatura, Doce casas (con sus paisajes íntimos, sus destellos de humor y de poesía, sus actuaciones cautivantes, su cadenciosa nostalgia) hace estallar el canon televisivo, y, quién podría dudarlo, aparece el color.
Doce casas, historia de mujeres devotas (Miniserie, Argentina, TV Pública, 2014), de Santiago Loza, c/ Susú Pecoraro, Rita Cortese, Claudia Lapacó, Viviana Saccone, Julieta Sylberberg, Verónica Llinás, Ailín Salas: http://docecasas.tvpublica.com.ar/
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