¿Quién dijo que adelante es mejor?
La Autopista del Sur, Julio Cortázar.
I. La Guardería. Con esta cita, en boca de una de las entrevistadas, abre el documental La Guardería, ópera prima de Virginia Croatto y, de alguna manera, sugiere pensar a la metáfora que propone el relato de Cortázar como una posible guía de lectura de la película.
Articulada cronológicamente, podemos dividir a la película en tres partes bien diferenciadas a partir de los relatos. La primera se inicia con la infancia en La Guardería, la segunda continúa con la vuelta al país (años 82/83) y la última concluye en el presente, con una mirada retrospectiva de ese «país de la infancia» que, inevitablemente, se cruza con las preguntas, reflexiones, recuerdos y críticas sobre la propia historia (como experiencia) y sobre la Historia (como devenir de la sociedad) en general.
Construida a partir de cartas, grabaciones en cassette, dibujos, fotos, animaciones y, claro está, entrevistas, la película no solo se corre de la estructura del documental testimonial en lo formal (la ausencia de datos duros, por ejemplo) sino que logra interpelar al espectador desde un lugar descarnadamente humano. Los testimonios son recuerdos, reflexiones, preguntas, críticas, dolores, anécdotas y risas que no nos llegan con nombre y apellido sino que se presentan con la imagen de quien las dice o del sonido de su voz. Croatto elige no utilizar los zócalos que identifican a sus entrevistados, y eso que, en primera instancia, nos llama un poco la atención se resuelve a medida que transcurre la historia. Son las personas (las ausentes y las presentes) las que cuentan su experiencia, sus sueños y sus expectativas, y es la distancia (la geográfica y la del paso del tiempo) la que nos invita a conocer una parte de nuestra historia reciente.
La Guardería de La Habana se crea en 1978 como algo transitorio, como un espacio donde los hijos pequeños de los militantes que volvían al país -estamos hablando de la contraofensiva de Montoneros-, eran protegidos de los riesgos frente a la escalada de crueldad de los métodos de la dictadura cívico-militar; estas familias luchaban y creían en la construcción de «un camino más fácil y hermoso de andar» que el que les proponía su presente y, para lograrlo, sentían que era necesario «dejar cosas en el camino» en una profunda convicción de que estaban «haciendo historia». Hacer del mundo un lugar mejor para sus hijos y para todos los hijos es la consigna que se repite en las cartas (grabadas y leídas) que acompañaban el particular exilio de estos chicos que, aunque no eligieron estar ahí, hoy manifiestan sentimientos encontrados: «la sensación de estar lejos de los papás, a la adulta que soy hoy, la angustia un poco, pero hay un amor que va por dentro», dirá una de las entrevistadas.
La Guardería no era una escuela, era una casa en la que los cuidadores (los «tíos») se esforzaban para desarrollar un contexto familiar durante la espera y, para los niños que habitaban en ella, era un lugar de pertenencia en un escenario (Cuba) en el que no estaban clandestinos y en el que el lenguaje les permitía relajarse y vivir con naturalidad ese exilio amoroso. Pero también, en esa realidad, la muerte aparecía como algo cotidiano, presente y doloroso, y era también el espacio de las travesuras, los juegos, los primeros besos y las complicidades, como la experiencia de lo colectivo en tanto «somos felices todos o no es feliz nadie».
«Mamá está desaparecida, me dijeron, y tiempo después pasé de buscarla por la calle a ver si aparecía»; «uno sabía que cuando los padres se iban podrían no volver (…)»; «no la idea de desaparecido, sí la de que cayó, como en un pozo profundo, en un lugar de donde no se sale»; estos serán algunos de los recuerdos de aquellos niños devenidos en adultos.
Y son esos mismos adultos los que, al promediar el relato, ponen en palabras sentimientos y reflexiones que hacen que La Guardería sea un potente disparador. Luego llegará el regreso al país, de mano de los abuelos, y una vuelta que no era, ni por asomo, la soñada. La adaptación, el lenguaje («en Argentina no se decía compañero y compañera sino señor y señora, había otros diccionarios»), el silencio («todo el sacrificio no existía, no se podía ni hablar cuando volvimos»), el ocultamiento («uno no hablaba, los demás no preguntaban»), el costo de las pérdidas («mi abuela cosió las fotos de papá y mamá en el forro de una almohada. ¿quién soy después de todo esto?»), de una lucha que no habían decidido, de una derrota.
Y no solo la aparición de «la derrota» es contundente sino las preguntas y las sensaciones que, lógicamente, están ahí. La sensación de abandono, la certeza de que ellos (los papás y las mamás) «estaban más lastimados que yo», la justificada ternura hacia sus madres (protagonistas casi excluyentes de los relatos en off que articulan la primera parte de la película) como productos de su propia historia y tratando de entender (desde el lugar de los adultos que son, en tanto madres/padres que muchos de ellos también son) desde qué lugar era soportable para ellas estar lejos de sus hijos, y una sensación de envidia, envidia por la pasión por los ideales, envidia de una época en la que «las cosas eran más claras» y por eso valía la pena luchar.
II. La Charla. Hay películas que nos invitan a pensar más allá del tema que abordan. Algo así me pasó con La Guardería. El recorrido conceptual que inicia con el discurso esperanzado de hombres y, especialmente, mujeres que abrazaron la militancia en la década del ´70, que creían en la posibilidad concreta de pelear por un mundo mejor para ellos, para sus hijos y para todos. La aparición calmada y reflexiva de «la derrota», vaciada de heroicidad, la vuelta de estos niños y adolescentes (en los ´80) a una Argentina que no se parecía en nada a la que habían soñado desde las palabras de sus padres. La suma de estos microrrelatos van delineando otra mirada sobre el pasado y, así y todo, no logro que me abandone la poderosa sensación de que se ha escrito/filmado poco, realmente poco, sobre la última dictadura cívico-militar. Después de ver la película me dediqué a curiosear qué se había publicado sobre ella y me encontré con el discurso descalificador (de los medios hegemónicos) de «una más», de «otra película sobre la dictadura». Sobre esta(s) sensación(es) y algunas cosas más, charlamos con Virginia Croatto.
Virginia Croatto: Yo siento que hay mucho material sobre la temática, pero es interesante lo que decís, más allá de que debo pensarlo para saber si acuerdo, me parece interesante el terremoto de repensarlo. En lo personal me ubico muchas veces en el lugar de la falta y, quizás, hay algo de eso, de sentir, de este lado de la ancha avenida (brecha), que nos comemos un poco ese discurso hegemónico. Como también siento que las «conozco todas», aunque no sea así, quizás abundan para mí, pero -al mismo tiempo- contradictoriamente creo que son necesarias para llegar de distintos modos a distintos sectores sociales en la búsqueda de rearmar cierto tejido social necesario y no solo la dictadura, como una gran herida en nuestro cuerpo social, sino los dolores más chicos que quizás son anticipatorios de la dictadura.
Gabriela López Zubiría: La aparición en escena de ustedes, «los hijos de…» hoy adultos y haciendo uso de la palabra, ¿de alguna manera funciona como clausura de la reflexión sobre la época? ¿Qué papel creés que le cabe a aquellas historias y sus protagonistas, que no tienen, no pueden, o no quieren contarlas?
VC: No creo que funcione como clausura, creo que aún se escribe mucho y que es común en procesos dolorosos, rupturistas en lo humano, que le quede el legado de escribir o pensar a los hijos y nietos. Por ejemplo, pienso en Maus sobre el Holocausto. Es verdad que hay menos proyectos de cine de la generación de nuestros viejos, salvo David Blaustein con Cazadores de Utopías, Liliana Mazure. Tal vez ellos quedaron haciendo otros duelos, ¿no? Pero sí escribieron libros. Menos cine, es verdad. Es una cuenta que no había hecho. Me parece que se cuenta, pero que falta sentarse a debatir con un vino, calmadamente y lo mismo en términos cinematográficos. O sea, hablemos de lo que hicimos bien, mal, de cómo veíamos a la sociedad, como la vemos desde ahora. No nos sentemos a acusar al otro, o a la conducción, o al cobarde o, quizás por necesaria, la denuncia tapó hasta ahora estas cosas, pero existió la revista Lucha Armada, el libro de Perdía, etc. ¿Falta La pelota vasca de los Montoneros, ponele?
GLZ: Algo que me llamó la atención es la presencia de las mujeres, ellas son las que escriben la mayoría de las cartas/cassettes (salvo uno, creo) y es a ellas, a las madres, a las que los hijos, de alguna manera, imaginan haciendo una elección más que dolorosa al dejarlos en la guardería. Estas mamás son mujeres que abrazan una causa que supera, inclusive, la condición de madre (con todo el peso simbólico que tiene). Quizás estoy sobreinterpretando, pero no me pareció que con los papás/hombres el tratamiento sea igual.
VC: Sí, claro. Es una marca de época de la hostia. Yo creo que, por más modernos que nos hagamos, la relación de la mujer con sus hijos es de otra naturaleza, creo que es más desgarradorra, no creo en igualaciones desde ahí, y es cierto lo que decís, la gente cuestiona más a la mujer por dejar a sus hijos ahí que a los varones. Y también creo que el varón que cuidó a los hijos en la guardería se sentía un poco boludo, digamos, una cosa era quedarse en pareja y otra solo (esto corre por mi cuenta). Porque los otros varones se quedaron con sus mujeres y sus hijos (los primeros dos cuidadores), y en ese plan creo que se bancaba más. Las mujeres no se sostenían revolucionariamente en sus diferencias sino que trataban de igualarse a una lógica masculina, valentía, arrojo, menor sensibilidad.
GLZ: Sobre el final del documental, uno de los entrevistados se pregunta: «¿Qué significa hoy en día luchar?». ¿Para vos que significa?
VC: ¿Luchar? Que pregunta difícil. Creo que es un esfuerzo cotidiano por pensar, por reflexionar por sobre los supuestos y las ideas que ya tenemos con nosotros. Un ejercicio de laburar en nuestros lugares, todo el tiempo, volviendo a la senda de la responsabilidad, del pensar en el otro, de pensar en colectivo, en función de lo social, y teniendo en cuenta el reconocer las diferencias que existen, la brecha entre los que tenemos y los que no. Porque uno se hace pronto el boludo con eso, y eso duele y molesta. Yo creo que el laburo (militancia) colectiva hay que hacerlo más allá de los resultados; no soy optimista con respecto a la humanidad, pero estoy convencida que eso no cambia, que tengo que aportar desde mi lugar, más allá de los obstáculos y las derrotas. No quiero cerrarme a una definición, no creo que todos los que militen sean los buenos, ni el único camino. El maestro, el médico, la enfermera, todos los que piensan en el otro como un semejante, más allá de las diferencias, hacen un poco eso, el que apuesta a lo púbico, más allá de su ganancia, el que siente responsabilidad social en lo suyo. Eso, para mí, es luchar.
La Guardería (Argentina/ Cuba, 2016), de Virginia Croatto, 71′.
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