El domingo pasado se estrenó en EE.UU. lo que será el tramo final de la última gran saga de la TV. Mad Men afronta su carrera final, sus últimos siete episodios. Una serie sutil pero nunca distante, segura de su estética, de su tempo y de su ritmo, Mad Men es un viaje al final de los años 50. Aquel período en el que en un país de Occidente comenzaba a modelarse el marco, el packaging, de nuestro universo cotidiano. Los años que convertirían cada gesto del mundo en una ejecutable acción de marketing.
Con una nostalgia anticipada, recordando el texto de Richard Burton, revisaba algunos episodios de la serie. Mad Men también rezuma melancolía por todas partes. Y revisando fue que quise ver aquel episodio en particular, cuando Don y Peggy encarnan los sentimientos de una amistad que había sido platónica y recelosa, y –también- cuando Pete se humaniza definitivamente.
Quiero referirme a esa secuencia que empieza por el desasosiego de no saber si tienen una buena idea para una inminente presentación a los clientes de una gran cadena de comida rápida. Don y Peggy citaron a Pete en el propio local de “Burger Chef” para contarle la última idea de Peggy, quien ya no puede creer en una familia modelo de los suburbios. Pete sí quería ese relato y por eso está ansioso y algo molesto, pero llegan sus hamburguesas y, de repente, el silencio que gana a las voces y a la melodía de la banda sonora convierte ese preciso momento en el spot de TV que Peggy imaginaba y quiere rodar. Como si el acto de callar fuese un ejercicio artificial, una pose, los personajes congelan la esencia de ese instante compartido y, casi conscientes de su estatus ficcional, pasan a habitar un lugar reflexivo.
El gesto que quiebra la diégesis y convierte la situación en un falso spot comercial es un gesto naif: Pete tiene kétchup en la comisura del labio, nadie se lo dice, nadie abre la boca ni emite palabra, únicamente Don se señala con un gesto vacío su propia comisura mientras frunce el labio en una mueca forzada. Está indicándole con el gesto –reforzado por el silencio de la convención social que dictamina no corregir y dejar en evidencia al otro- que tiene algo fuera de lugar en el rostro, que tiene salsa de tomate. Los gestos son tan importantes que a veces lo olvidamos. Cuando el cuadro se abre en un travelling hacia atrás, vemos cómo las demás mesas están ocupadas por familias típicas, por ese núcleo familiar del que Peggy, con un whisky en la mano y mucha frustración acumulada, denuncia como falso, impostado e insostenible. Ya no existen esas familias, tal vez nunca existieron, solo que ahora la precisión audiovisual de la publicidad las delata como impostadas, como figurines de cartón que insisten en reír alrededor de una mesa familiar y jovial comiendo pasta italiana.
Sin embargo, la verdadera comunión se da en esa mesa de tres amigos que se supieron odiar y resentir y que ahora no hacen más que compartir una hamburguesa. Ese momento simple me hizo querer –si es que la expresión significa algo- el mundo. Me hizo querer a Peggy, a Don y a Pete con un candor que los traspasaba y se unía a otros amigos que, sin obligación ni devoluciones, compartieran una mesa en cualquier sitio, en cualquier lugar del mundo. El plano general deja que entre en el cuadro un pedazo de cielo, un trozo negro recortado sobre un set iluminado. El cielo del comedor de comida rápida es notoriamente artificial, sin una sola estrella, una cartulina completamente negra. Pero ese lugar artificial y ostentosamente moderno, límpidamente iluminado, bastaba por sí mismo para la felicidad. Tres personajes alrededor de una mesa algo incómoda con una hamburguesa en la mano. Tres personajes autoconscientes de sí mismos. Tres personajes en una soledad negra, acartonada, pero compartida. ¿Quién dijo que la felicidad no puede ser artificial, cuando toda mesa es cultural, histórica y culpable?
Mad Men (EUA, 2007-2015), creada por Matthew Weiner, c/Jon Hamm, Elisabeth Moss, January Jones, Christina Hendricks, 45′.
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