La nueva película de Sofia Coppola es la segunda versión de la novela The Beguiled (“el engañado” sería la traducción exacta) escrita por Thomas Cullinan en 1966. La primera fue la de Don Siegel, estrenada en 1971 y protagonizada por el ya entonces célebre Clint Eastwood. Esta nueva adaptación torna inevitable la comparación, sin que ese ejercicio de análisis obnubile la mirada de cada película en sintonía con su tiempo. La historia, lógicamente, es la misma en ambas: un soldado de la Unión, varado por sus heridas en un espeso bosque del estado de Virginia, es hallado por una colegiala y trasladado a un internado de señoritas sito en los alrededores. Hasta aquí dos mundos en tensión: el masculino del hombre herido y el femenino de maestras y alumnas que habitan solitarias en el colegio. Pero, al mismo tiempo, existe una abierta colisión de orden político que se produce en ese año de la ficción, 1864, durante los tardíos coletazos de la Guerra de Secesión. El oficial de la Unión representa al bando invasor y corrector de las desviaciones sureñas cifradas en la esclavitud y las aspiraciones aristocráticas; el universo confederado, del que las mujeres son la materialización más evidente, pero que se extiende sobre todo al entorno físico y natural, representa el retroceso y la pérdida, una temporalidad en crisis cuya única manifestación posible es la reacción y la resistencia.
La mirada de Sofia Coppola, si bien asume la perspectiva femenina del universo retratado como en el resto de su obra, aquí opera una alteración sutil pero sustancial. El personaje que elige como centro de su mirada es la directora del internado, Martha Fansworth (impecable Nicole Kidman), una mujer de más de 40 años que lleva con pulso firme una normativa rigurosa pero aplicada con aparente justeza y benevolencia. Ella educa a las alumnas en la letra religiosa y social, vela por el cumplimiento de las tareas ordinarias, como el bordado o el cuidado del jardín, estimula el arte y la disciplina. En ese mundo regulado por su égida, el arribo del oficial McBurney (Colin Farrell) no puede ser más que una amenaza. La del enemigo yanqui, la del Norte y su modernidad blasfema. Ante su mera aparición, ella actúa con celeridad y precisión, dando cuenta una vez más de su voluntad de contención: dispone su instalación en la sala de música, pide agua caliente y trapos limpios, corta el pantalón, lava y cose la herida. Coppola dedica algunos planos a hacer evidente la atracción subterránea que el cuerpo masculino del cabo despierta en Martha, casi como unos instantes antes había filmado el lado ominoso del bosque en planos aéreos y en parcial penumbra para marcar el despertar de esa naturaleza oculta. Pese a esa insistencia formal hay algo clave en ese primer encuentro: Martha no solo percibe que su rígido control se resquebraja por la emergencia de un deseo que creía controlado, sino también por el efecto que tendrá esa presencia extraña en las otras mujeres del lugar. Y será ese inicial arrobo, entremezclado con una imperiosa necesidad de silenciarlo, el que se conjugue con un nuevo y clave descubrimiento: el del verdadero entramado moral del héroe.
He aquí un punto crucial. Martha descubre en las primeras conversaciones con McBurney no solo su impostada y calculada seducción sino su ausencia de ideales. Es que McBurney no es otra cosa que un mercenario, un hombre que libra una batalla en la que no cree, que sobrevive confiado en su carisma mientras sanan sus heridas, que apuesta a permanecer en el colegio hasta que la guerra termine. Su triunfo con cada una de las habitantes del internado se hace efectivo en tanto lo ejerce por separado: seduce a la frustrada Edwina (Kirsten Dunst) con la promesa del cuento de hadas como escapatoria de un encierro que la agobia y la entristece; coquetea sexualmente con la lolita Alicia (Elle Fanning), ávida de un despertar sexual más concreto y material, sin poesía ni promesas; celebra una amistad ritual con Amy (Oona Laurence), la niña que lo descubre en el bosque, casi como en un encuentro con su ángel guardián. Colin Farrell tiñe cada una de las interpretaciones de su soldado de una evidente impostura, como si ni él mismo se las creyera. Ante ese teatro de ardides eróticos y falsos sentimientos, Martha actúa con equilibrio y precisión: siempre cordial y solícita, ensaya bajo su apariencia quieta el poder letal de la civilidad y la razón. Llevada hasta las últimas consecuencias, la gélida racionalidad de Martha será el árbitro final en esa lucha intestina entre dos órdenes, el que llega para quedarse y el que se resiste a irse.
En la versión de Don Siegel, ese mismo enfrentamiento se produce a partir de otras coordenadas. El John McBurney de Clint Eastwood es un hombre de ideales egoístas y de sueños de conquista salidos de una película porno. Es el exponente de un Norte embriagado de confianza, aun cuando se ve obligado a combatir en un territorio en el que su poder resulta minado por una resistencia caótica e indescifrable. Ese juego de deseos, al que parece aventurarse con aire de ganador, no será más que un llamado indirecto a unas fuerzas ajenas a todo rigor y hegemonía cuya esencia es la misma trasgresión. El mundo femenino de Siegel tiene la espesura de una venganza, condensada entre calores corporales y frialdades discursivas, y hace eclosión más allá de toda voluntad. Como ocurría en el exploit de los 70, en los thrillers de venganza, en esas nuevas femmes fatales del neo noir, la reacción femenina representa la liberación de fuerzas sumergidas durante tanto tiempo que su retorno resulta expansivo y brutal. Aquí McBurney sí porta los ideales del Norte, y Siegel desconfía tanto de ellos como de la mayor de las imposturas. Por ello le responde con una fuerza onírica incontenible que se despliega en los sueños de su Martha enloquecida de deseo y ávida de un goce casi infernal.
Aquí hay otro punto que resulta crucial: la Martha de Geraldine Page es la explosión de una furia contenida, liberada en esa húmeda nocturnidad, en su deseo reprimido por Edwina (acá la olvidada Elizabeth Hartman), en su virulencia mutiladora que conecta con el gore. Las mujeres de Siegel no dejan de ser la aterrada representación de las fantasías erótico-masoquistas de un hombre que, encerrado de pronto en un mundo ideal, ve como esa idealidad se desgaja para asumir lentamente la condición inevitable de lo real. Coppola, en cambio, delinea a su Martha como una intuitiva estratega cuya resistencia está menos cifrada en las fuerzas que se agitan en su interior que en el control que ejerce sobre ellas. Ni las mujeres ni el Sur representan el mundo ancestral que regresa con una fuerza inesperada según las claves del cine de terror. Por ello, Coppola depura a su película de toda tensión referida al desenlace final y se concentra en ese transcurrir de lentos movimientos, casi como en una partida de ajedrez en la que las piezas se mueven en virtud del engaño y del cálculo, del control y la precisión.
El que Coppola haya abandonado la perspectiva de la adolescencia, anclaje que se había tornado algo forzado y susceptible de cierta banalidad en la última The Bling Ring, no significa que su acercamiento al mundo adulto esté exento de un aura trágica, sino que esa misma experiencia es ahora vista desde el prisma del distanciamiento. Las texturas cercanas de Las vírgenes suicidas y María Antonieta, la primera de consistencia vital pero sofocante y la segunda de una artificialidad decadente y manierista, ahora son refractadas por brumas y reflejos, por un bosque de corredores aireados en el que es la entrada de la cámara la que tiene primacía. Esa perspectiva de la adultez que porta la figura de Nicole Kidman, madre protectora y devoradora del Mal, centrada en el encuadre final mientras la cámara se aleja, oscurece el espíritu de la película como no había ocurrido antes en su obra. El triunfo final en una batalla íntima, antes de la ya conocida derrota en el plano histórico, hace de su Martha una guerrera de la decadencia, casi como las figuras del último cine de Luchino Visconti que transitan las glorias finales de su especie antes de su inevitable destrucción. Su movimiento en las sombras nunca abandona la conciencia de que esa misma estrategia de árido raciocinio, que ella esgrime para aniquilar todo lo salvaje, es también la que luego la hará su víctima.
El seductor (The Beguiled, EUA, 2017), de Sofia Coppola, c/Nicole Kidman, Kirsten Dunst, Elle Faning, Colin Farrell, Oona Laurence, 93’.
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