Un Brooklyn grisáceo y atemporal es el escenario de La entrega, un espacio real y simbólico en el que los hombres condenados que lo habitan expían culpas y persiguen fantasmas del pasado, viven encuentros desesperados y anhelan segundas oportunidades. La entrega es la segunda película del belga Michaël R. Roskam, su primera hablada en inglés, y además supone la última aparición en el cine de James Gandolfini, el recordado Tony Soprano. Su presencia se sobredimensiona con la consciencia de su muerte temprana, y ese saber extracinematográfico se convierte en un augurio opresivo y nefasto que nos persigue desde los primeros minutos de la película.
Basada en el cuento “Animal Rescue” de Denis Lehan (Río místico, Desapareció una noche, La isla siniestra), La entrega tiene algo de ese clima urbano y pecaminoso característico del escritor, en el que Dios funciona como un padre ausente y castigador, que lleva a sus criaturas a explorar sus últimos límites morales hasta dejarlos con la única compañía de su propia conciencia. El tono lúgubre y ascético se define en las primeras escenas: una voz en off nos sitúa en un bar en el que las “entregas” de dinero ilegal se producen de manera organizada y clandestina bajo el manto de las copas y los juegos de fútbol americano que transcurren en la pantalla de un televisor. El dinero llega en sobres, envuelto en diarios, y es la pieza de cambio de ese engranaje aceitado de la criminalidad de cabotaje en el que se mueven borrachos, matones, ladrones oportunistas, recolectores de favores, adictos desesperados por un poco de fama barrial en la periferia de Nueva York. El bar del primo Marv (Gandolfini) fue de él tiempo atrás pero ahora es de una banda de mafiosos chechenos que regentean el negocio a fuerza de imponer un terror instantáneo, casi epidérmico, que se instala en la imagen con su sola presencia. Marv hoy es un pobre tipo, una silueta falsamente engordada en ese fresco crepuscular: se sienta en una punta de la barra, hace cuentas, tira la bronca como un cascarrabias, pero de su viejo poder ya no queda nada. Ni siquiera el recuerdo.
El barman del lugar es Bob (Tom Hardy), un hombre solitario y retraído que asiste a misa todos los días pero nunca comulga, que sirve los tragos con amabilidad y sin preguntas incómodas, y cuya vida se agota diariamente entre botellas y billetes. Una noche fría en la que vuelve a su casa después del trabajo encuentra un perrito lastimado en un tacho de basura. Los gemidos del animal llaman la atención de Nadia (Noomi Rapace) que sale a la puerta a ver qué pasa. Los destinos de Bob, Nadia y el cachorro Rocco (bautizado en honor a San Roque) se entretejen de manera morosa y sutil: sus decisiones son postergadas y elusivas (Bob duda en asumir el cuidado de Rocco, Nadia teme la aparición de ese extraño que asoma en su porche), los cruces son casi fortuitos y premonitorios (Brooklyn se proyecta como un laberinto en el que los pasos de sus habitantes se entremezclan en la pesada penumbra que define una niebla espesa e invernal), las amenazas son múltiples y recurrentes (autos que estacionan, bolsas con dinero ensangrentado, ruidos misteriosos, pasos que se acercan en la oscuridad). Bob asume el cuidado del cachorro como el acto de más importante de su vida adulta, aquel que puede borrar los pecados circunstanciales de su pasado, que puede mitigar su soledad, acallar su culpa.
“Somos muertos caminando. Lo que pasa es que todavía no lo sabemos”, dice Marv sobre ese infierno en el que se siente sumergido y del que no puede escapar. Sin embargo, la ambición de Marv no es la huida de ese mundo sucio y contaminado como le propone su hermana cuando le sugiere vender todo e ir a recorrer Europa, ir a “ver cosas”. “¿Qué cosas?”, pregunta Marv. “¿Qué más hay para ver?”, parece preguntarse. Su única conexión vital es con un padre que agoniza postrado en la cama de un geriátrico, al que visita religiosamente como Bob a su iglesia, en cuyo contacto encuentra algo de paz, algo de consuelo. De la misma manera, el amor de Bob hacia su perrito protegido se consuma en el encierro, y su deseo por Nadia conduce tibiamente hacia la muerte. No hay otra forma de amor para estos hombres que el católico sacrificio, que el autocastigo impiadoso, casi como Mesías modernos que deben recorrer el camino de la Cruz para abrir las puertas a una vida celestial.
Como un notable ejercicio de síntesis, Roskan concentra el destino de ese mundo condenado en un único personaje, Eric Deeds, que se nutre de la piel del fascinante Matthias Schoenaerts, también protagonista de la ópera prima de Roskam, Bullhead (2011). Schoenaerts volvió a sorprender en De óxido y hueso (2012) del francés Jacques Audiard, con esa tensión contenida en sus ojos, con sus músculos en estado de alerta y la sensación permanente de un equilibro frágil a punto de quebrarse, y aquí Roskan lo convierte en un personaje espectral, casi como el anuncio de que transitamos en una tierra de muertos en vida, donde las cuentas se pagan y las pesadillas se hacen realidad. La violencia está presente en cada uno de sus gestos y movimientos, como en las viejas novelas policiales del hard boiled, como anunciando un trágico desenlace, un calvario repentino. Ese límite que separa a la ciega búsqueda de Deeds de la paciente espera de Bob –espera de una redención que no llega, de una esperanza que se apenas se vislumbra- es la clave de un relato de culpas y castigos, tenso y desconcertante, que se define en las palabras finales del policía al oído de Bob: “Nadie lo hubiera esperado”.
La entrega (The Drop, EUA, 2014) de Michaël R. Roskam, c/Tom Hardy, Noomi Rapace, James Galdolfini, Matthias Schoenaerts, 106’.
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