Muchas cosas pueden caerse desde el cielo. Muchas cosas pueden caerse, el hecho de que caigan desde el cielo no les otorga necesariamente un carácter milagroso, pero más importante que su origen, sea eclesiástico o plástico, es el de definir su destino, es decir, en dónde caen, y en esta película, muchas cosas se caen.
Caída del cielo define su género como una comedia romántica, aunque la comedia rara vez es efectiva, el romance es anecdótico, argumental, lejos del alcance empírico, las actuaciones, que se permiten improvisar, no aportan frescura y la estructura dramática es más que previsible.
Alejandro (Peto Menahem) se encuentra en su hogar, solo, asediado por una depresión que se apoya básicamente en un ambiente silencioso que él intenta tapar tocando su batería, en una rutina monótona de expresiones neutras, donde los planos, de corta profundidad de campo, se combinan con un montaje que no acompaña el efecto de agobio que se persigue sino que todo queda expresado en el guion mientras la fibra sensible permanece intacta. La que intenta ser una introducción misteriosa queda en suspenso gracias a la rápida llegada del primer conflicto: mientras Alejandro divaga entre el orden y la fatalidad, es testigo del principal acontecimiento narrativo: una mujer, Julia (Muriel Santa Ana), cae desde la terraza a su patio.
De aquí en adelante la improvisación hace estragos en la credibilidad, las interpretaciones neuróticas de los personajes, que titubean antes de expresarse, los hacen más irritantes que graciosos y a pesar de su esfuerzo se encuentran mucho más cercanos al golpe de efecto que al naturalismo deseado. Los actores, que aportan mucha energía, se encuentran en la oscuridad, sin guía ni sustento, atravesando a toda velocidad el abismo en una prolongación que se vuelve irreparable.
Aquí el género comienza a delinearse con todos los recursos que se tienen a mano pero, por sobre todas las cosas, la composición musical, factor que domina esencialmente toda la película, es efectista, pobre en su elaboración cargada y, sobre todo, profundamente agobiante. La comedia amorosa tiene que entrar como sea, con música graciosa, música romántica, música triste, dejando todo bien, bien masticado. Sin esta violencia, tal vez sería una apuesta más arriesgada e interesante, dotaría los elementos de una complejidad que debería buscarse en la reflexión del montaje, en la duración, y en la construcción del espacio.
La caracterización de Alejandro, sonidista de profesión, se despliega como el resto, sobre la obviedad: es músico, le gusta la música, por eso hay posters de todos los estereotipos del rock: Jimmy Hendrix, Pink Floyd, Bob Marley, etc. El responsable del servicio médico que Alejandro llama de urgencia para que asista a Julia, que yace tirada en su patio, es inexperto, sin licencia ni de médico ni de enfermero, irresponsable y arrogante, que no le importa su trabajo, a quien le faltan manchas de tuco y una chomba para gritar “bingo”; es el colmo de la exasperación, porque además de ser una clara crítica social completamente exagerada y artificial, es algo que continua acompañando la incoherencia narrativa y el golpe de efecto caprichoso.
La corta aparición de Ignacio (Sebastián Wainraich), que interpreta al novio misógino de Julia, es efímera, pero al menos funciona como contrapunto a la subrayada amabilidad de Alejandro, rasgo que atraviesa superficialmente a su personaje mientras su angustia es difícil de creer ya que ningún recurso logra reforzarlo con certeza. Y los otros personajes no aportan dualidad alguna, incapaces de generar empatía alguna con tan poca elaboración.
A medida que el conflicto entre Alejandro y Julia se desarrolla levemente, intuimos la terrible moraleja a la que se asoma la película: la reducción de la soledad a la falta de un ser amado, en este caso de un ser físico, humano e incompleto, sin indagar siquiera en la soledad innata, esa que no se va con nada, esa que aquí Sánchez Sotelo tapa con un velo de inconsciencia.
La vuelta de tuerca final, esa que involucra a Alejandro trabajando en una obra de teatro en la que garantiza que se mantenga siempre el silencio de las interpretaciones, aporta un giro gracioso cuando él descubre las verdaderas intenciones de Julia, a la que veía como una potencial suicida. Este acierto dota a la película de cierto carisma, es el pequeño punto de luz donde todos podemos al fin reír genuinamente.
Caída del cielo (Argentina, 2015), de Néstor Sánchez Sotelo, c/Peto Menahem, Muriel Santa Ana, Héctor Díaz, Sebastián Wainraich, Karina K, 80′.
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