Mal de época.

El pensamiento hoy se encuentra acorralado; en parte porque el posicionamiento expreso tiene mala prensa. Esto se evidencia en muchos documentales contemporáneos que oscilan entre dos caminos cortos. Uno, el de la corrección política más extendida en el sistema capitalista y sus modos de manifestarse como única alternativa, como confluencia inexorable. Y sin necesidad de justificar el posicionamiento: va de suyo porque el mundo sería posible solo desde allí. El pudor del cineasta se compensa con el consenso compartido con otras películas que hoy apuestan a lo mismo. Otro camino es la asepsia de las imágenes; mostración “objetiva” sin posición aparente que, para la visión posmoderna, jugaría a favor de la obra. La asepsia nada en las aguas de la corrección política, negando desde dónde presenta lo que presenta. Una supuesta confianza en la organización del conjunto, más la conclusión definitiva por parte de los espectadores, es el método habitual de sus planteos. Una democracia de imágenes que en el montaje final jugarían en dimensión de igualdad.

Es precisamente desde la posmodernidad que se abre a partir de la caída del bloque soviético, que cada posicionamiento ideológico explícito -sobre todo del centro hacia el margen- es hoy mirado con desconfianza. El resultado en las imágenes se expresa con híbridos a medio camino, deconstrucciones que valen por la deconstrucción misma pero que no expresan sino una nueva modalidad de lo reaccionario. Con el capitalismo como sistema reinante, y naturalizado mucho más que en el siglo veinte, en esta “democracia” (también de ideas) lo que más resulta es la primera forma arriba descripta: la legitimación del capitalismo como incuestionable. Una canallada extendida vía globalización simbólica y cultural.

En tal sentido, la pregunta que parece flotar sobre Funeral de Estado de Sergei Loznitsa es: ¿Cómo plantear un recorte lo más “objetivo” posible (o sea, sin que se perciba la intencionalidad política)? La respuesta del ojo de su cámara es: mostrando el plano más general posible. En todos los sentidos. Y tratándose de la ex URSS, es inevitable que ese plano sea el del pueblo.

De un pueblo a otro.

En la película esos planos del pueblo tienen un doble estatuto. Por un lado, el componente heterogéneo de la variedad de sectores sociales, de etnias, de franjas etarias y de la mostración de diversos estamentos del aparato estatal de ese país que en 1953 despedía para siempre a Joseph Stalin. Los rostros son rostros que pasan; no son los de Eisenstein que apuntaban a grabar en la memoria del público cada facción del rostro: los de Loznitsa terminan en una masa sin más identidad que la que les asigna la marcha constante, una caminata que se proyecta a lo largo de las más de dos horas de material. Y que reflejan la perplejidad y congoja por la muerte del líder.

El segundo aspecto de los planos del pueblo erradica lo variopinto: el pueblo se presenta unificado –en su doble rol de testigos y protagonistas fugaces tanto del hecho político como ante la cámara-. Lo que más abunda en la película es el cuadro superpoblado, siendo Moscú el epicentro en donde termina de consolidarse el concepto de pueblo durante los tramos finales de la película. Y con las palabras de los líderes del Kremlin que quedarán en adelante a cargo del aparato del estado -como Gueorgui Malenkov, sucesor inmediato-. Pero los cuerpos anónimos transparentan el estado de letanía en su marcha por calles de diversas repúblicas del bloque soviético. La mayoría anónima se evidencia dolida por el hecho, otros simplemente caminan, aunque develen en su andar que lo sucedido no les resulta indiferente. Un pueblo que se percibe huérfano, sacado del ostracismo de los olvidados registros documentales de aquellos días. Y también volviendo de su propia muerte; porque si tenemos en cuenta una condición del cine mismo, la inmortalización, casi todo ese pueblo al momento de la realización de Funeral de Estado está tan muerto como Stalin, con la posible excepción de los niños y bebés que aparecen en brazos. Una película sobre quien muere y persiste décadas en la memoria colectiva por un lado; y sobre aquel pueblo, hoy muertos anónimos dados a percibir como fantoches de aquel tiempo. Que vuelven a vivir para el espectáculo de otra masa: un público destinatario pensado por Loznitsa en términos universales. Otro plano lo más general posible, ahora imaginario.

Un conflicto más que lógico podría rondar por la cabeza de más de un realizador: ¿cómo apoyar algo del bloque soviético –antes o después de 1989, es lo mismo- sin ser tildado por “el mundo” (ese genérico occidental) de propagandista? Por la contraria: ¿cómo situarse a distancia sin sentarse expresamente en la vereda de enfrente? El montaje que Loznitsa hace del pueblo, de los pueblos conformando uno solo, parece ubicarse entre las dos preguntas.

Forma.

En blanco y negro, dos guardias se ubican a derecha e izquierda de la tumba de quien, sin saberlo, asiste a su último acto público. El blanco y negro no dimensiona necesariamente el pasado; convive con el color en un juego perceptual de acercamientos y alejamientos, actualizaciones y virtualidades, capas de tiempo que van de lo ceremonioso a lo triste, de lo desgarrador a la sensación de futuro incierto, de la perplejidad al temor ante lo que vendrá. Al inerte Stalin lo rodean una artificiosa y montada naturaleza –flores, coronas– pareciendo su cuerpo parte misma de ella. Su propio rostro exhibido. Planos detalle de esas manos que supieron dictar órdenes; manos ejecutoras que cada quién sabrá percibir y pensar. De este modo, Funeral de Estado se alimenta de la instantánea de época para una pretendida distancia del personaje.

Percepciones.

Tres percepciones en el transcurrir del material. La primera es el de la presentación de la idea, luego el de una engañosa y quizá apresurada sensación de que esa idea se está repitiendo, con el consecuente efecto de morosidad y tedio, y una tercera se produce una vez atravesada la segunda, como temperatura del tiempo de esas masas, dándose a percibir precisamente como duración. De hecho, el camino más interesante para encontrarse con Funeral de Estado es el perceptual. Lo mejor que podemos llevarnos del documental es lo que resuena, no lo que se cuenta. Con especial preponderancia del sonido, constituyendo el principal registro sonoro de la película las palabras de quienes tuvieron a su cargo el mensaje del dolor expresado por diferentes voces en las diferentes repúblicas soviéticas por altoparlantes que hacían resonar angustia, congoja, tristeza, y sobre todo un fuerte mensaje de trascendencia, el reaseguro de la vida eterna del líder. Resonancia por medio de palabras que están para ser escuchadas en el mientras tanto de la caminata, no para una respuesta inmediata, o una reflexión en el aquí y ahora de la situación. El pueblo escucha pero mucho más se siente a sí mismo en un acto tanto colectivo –por la pertenencia a la masa que lo contiene, siendo cada cuál un integrante de ella– como individual -porque desde ese momento todos sienten algo muy íntimo, desolador e inenarrable-. “¿Cómo será mi vida, nuestra vida, de aquí en más?”, piensan muchos de los protagonistas fugaces mientras le retumban parlamentos como: “¡No es cierto que ya no esté con nosotros! ¡Está con nosotros! En cada una de nuestras acciones, en cada gota de sangre que corre por nuestras venas, en cada respiración que hacemos vive el regalo de Stalin. El regalo que le hizo a la humanidad. ¡El camino hacia lo grande, futuro brillante y universal: Al comunismo!”. O “Aquí no hay muerte. Solo hay vida eterna. La inmortalidad. La inmortalidad de Stalin está en sus actos. Es en el comunismo lo que lograremos. Ciertamente lo lograremos porque Stalin nos enseñó cómo hacerlo.” Coexistiendo con las vibraciones de los parlamentos, otra dimensión del sonido es la del ambiente mismo; casi imperceptible pero organizador del entorno. Conformado sobre todo por un silencio abrumador como efecto inmediato de la orfandad.

Stalin como excusa.

En principio, el director a través de su recorte presume apartarse tanto del apoyo desde la identificación como de una condena que quizá especule que pueda ser tildada de reactiva, aun tratándose de las exequias del personaje más sanguinario que supo dar la Unión Soviética. Para muchos de quienes vemos con los mejores ojos al más grande de los proyectos emancipatorios de la historia –sí, el comunismo-, la figura de Stalin hasta hoy se presenta como un fierro caliente. Si bien las críticas a su figura y los años en que gobernó, que desde hace varias décadas se proyectan desde todos los espectros políticos de izquierda y derecha, el ataque furibundo proviene de los sectores más reaccionarios. La explicación es de manual: no solo aprovechan la volteada para apedrear la imagen de Stalin, sino que su objetivo es mucho mayor. La utilizan en forma extensiva para defenestrar simbólicamente todo el ideario marxista. Subiendo la apuesta de la mala prensa, hoy día con sus sistemas disuasivos cada vez más sofisticados aplastan cualquier propuesta que se separe mínimamente de la aceptación pasiva del sistema neoliberal, la modalidad contemporánea más brutal del capitalismo.

Punto de giro.

Quizá como expresión de un conflicto, el director tiende una trampa al final de la película. Habiéndonos familiarizado con su representación del pueblo desde la persistente marcha, nos obliga al anclaje de las siguientes leyendas sobreimpresas: “Según la investigación histórica, más de 27 millones de ciudadanos fueron asesinados, ejecutados, torturados hasta la muerte, encarcelados, enviados a los campos de trabajo del Gulag o deportados durante el gobierno de Stalin. Se estima que otros 15 millones murieron de hambre”. “En 1956, el XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética condenó el gobierno de Stalin como un culto a la personalidad y pidió la desestalinización del país.” “En 1961, el cuerpo de Stalin fue retirado del mausoleo y enterrado en la muralla del Kremlin” (valga como aclaración que el desplazamiento del cuerpo ocho años más tarde, constituyó un fuerte acto simbólico, en el marco del proceso de desestalinización llamado “deshielo soviético”).

¿Cómo leer este montaje entre todo lo descripto y la bomba final?: prefiero pensarlo como un agujero. No sirve pensar en Loznitsa como un canalla, como quien nos engolosina, nos hipnotiza, nos hermana con el pueblo soviético y después nos grita: “¿Viste con qué masa de cómplices y alienados te hice empatizar?”. No sirve simplemente porque nadie tiene idea de qué pasa por la mente del director: solo –y nada menos– podemos hacer lecturas. Elijo entonces pensar al director como quien se autoriza la ausencia de un conector entre sus imágenes asépticas y las leyendas finales. Agujero que se devela como el aspecto central de la película, en tanto fruto de su propio conflicto. Entre una cámara que en su aparente candidez objetiva simplemente muestra, presenta al pueblo, y algo que tuvo durante todo el proceso atragantado y se guardó hasta el final, por su propia sensación de que no podía no decirlo. En esta línea, el agujero expresa la impotencia para resolver el conflicto.

Pero a la película no le falta nada: ese hueco forma parte de la obra. Llego a esta conclusión abordando al cine como mapa del pensamiento de las imágenes donde se expresan posiciones, conflictos y aspectos de los materiales que en ocasiones se contradicen. Como cuando Emilio Maillé destaca en su sensacional Miradas múltiples. La máquina loca (2012) la fotografía de Gabriel Figueroa en El fugitivo (John Ford, 1947), cuya tarea atenta expresamente contra la ideología del propio guion.

Si en cambio siguiera el camino de abordar al hueco desde una supuesta “falla”, también por ejemplo me hubiese estancado en la segunda instancia de percepción sin llegar a aceptar el trabajo sobre el tiempo al que invita la repetición del recurso durante todo Funeral de Estado. A la crítica le suma mucho más pensar en el cine que en las películas desde el juicio.

Puntaje: 7/10

Funeral de estado (State Funeral, Países Bajos, 2019). Guion y dirección: Sergei Loznitsa. Duración: 135 minutos. Disponible en Mubi.

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