“(…) Pues aun cuando ningún hombre puede ser todo, le es dable, avanzando hacia lo infinito, comprenderlo todo, incluso aquello que él no es ni puede ser (…)”. Karl Jaspers.

I.-  La boda es una tragedia musulmana. A diferencia de la tragedia americana de Theodore Dreiser, los hechos de La boda ocurren lejos del ámbito exótico que podría justificar nuestra comprensiva mirada occidental. Ni Bodas sangrientas ni Carmen. Ni Lorca ni Merimee. La pasión amorosa no es un resabio que se teme y se (ad)mira desde el presente. Estos musulmanes pakistaníes no viven en su país sino en Bélgica, en apariencia integrados a la calma rutinaria de una ciudad mediana. La vida de la familia Karimi, como las de todos los demás, está pautada por el todavía vigente estado de bienestar del norte de Europa. Sin embargo esa hipotética tranquilidad burguesa y provinciana está cuestionada en la película desde la primera escena.

Envuelta en la azulada y aséptica luz artificial de un consultorio médico, la joven Zahira Karimi interroga a una mujer que, fuera de cámara, responde con frialdad profesional a sus preguntas; Zahira pregunta sobre el feto que lleva en su cuerpo “-¿Qué pasará con su alma?-”, «-Es un embrión, no tiene alma-” es la respuesta profesional. Hay un abismo entre la pregunta y la respuesta, un espacio que La boda no intenta cerrar; se preocupa en cambio y de una forma pocas veces, si alguna, vista en el cine occidental de los últimos años, por ubicarse en el lugar del otro. Hacerlo no significa comprender, ni justificar, ni condenar, solo registrar su existencia, exponerla, darla a la luz con las mismas dudas que dominan a Zahira sobre su embarazo. Ese ejercicio sin subrayados tiene en esta época cargada de prejuicios, malentendidos culturales y sangre atrozmente derramada, un valor digno de resaltar.

Sin embargo no es esta dimensión valorativa la única que hace de La boda una película estimable; no hay un discurso moral que predomine sobre otro. En su lugar, La boda se preocupa en sostener su trama con una simpleza clásica, a partir de un guion cerrado como el destino de sus protagonistas, y del uso reiterado del primer plano sobre el rostro de Zahira. La cámara vuelve a él con la regularidad de un metrónomo, con la insistencia sabia y dolorida de un poema de Vallejo (“Hay golpes en la vida tan fuertes ¡Yo no sé!”); un estribillo enorme y rotundo, la piedra sobre la que se construye la iglesia del sentido poético, la belleza inexplicable que abarca el germen del drama y su desenlace. Los ojos profundos y oscuros de Zahira, poseídos por la tristeza, que a sus dieciocho años parecen haberlo visto todo. A partir de esos ojos empieza y termina el mundo de La boda. Primeros planos para retratar la omnisciente belleza femenina capaz de intuir la inexorable circularidad de la desdicha. La tragedia (aún para Edipo) es mujer.

II.- El dilema de Zahira no es el de ejercer la libertad, elección que repite varias veces en el curso de la historia: cuando decide no abortar, cuando opta por hacerlo, cuando huye con su novio belga, cuando vuelve. Su drama es la devoción. Amar y creer son caras del mismo dilema; amar a la familia es creer en las leyes que al mismo tiempo la sostienen y condenan. Abandonarlas y optar por nuestro hipotético libre albedrío sería fácil en términos narrativos, pero limitaría la historia a nuestra mirada occidental; en tal caso la película podría ocurrir tanto en una ciudad europea como en Islamabad y, al menos en este lado del mundo, ratificaría la supuesta primacía cultural que suponemos defender (no es lo mismo cuando la mirada revulsiva se ejerce en el propio territorio del disenso. Ver para el caso el cine de Jafar Panahi, en y sobre el Irán contemporáneo).

La boda en cambio asume el riesgo de ponerse en el lugar del otro, del distinto, cuando no del execrado, del incorrecto, y descubrir su humanidad, la relatividad de sus principios y la de los nuestros, las tortuosas formas que la búsqueda del respeto y el reconocimiento de los propios imponen al amor en cualquiera de sus expresiones. Porque tanto Zahira como sus padres o sus hermanos son seres humanos comunes; obedientes a sus propias reglas de convivencia como cualquiera de nosotros, los pierde la extranjería. Lo que no pueden soportar es la pérdida de la consideración por parte de su colectividad. Los padres pueden ser tan ridículamente “modernos” como para permitir que Zahira “elija” marido entre tres candidatos preseleccionados por ellos, a los que la joven solo conocerá por fotos pero con los que puede comunicarse por Skype (¡!). Todos pueden ejercer la hipocresía de tolerar y ocultar un aborto. Lo que no pueden, lo que les rompe literalmente el corazón, es el desprecio de los suyos, el deshonor y la ignominia que arrastrará el NO de Zahira, una mancha que caerá sobre toda la familia. Ya no se tratará de vivir en el extranjero, la electa comodidad de occidente se transformará en destierro, un dolor insoportable, injusto, enorme. Un dolor que La boda respeta y asume, aunque la injusticia que encierra su origen indigne y rebele al espectador ajenamente occidental. El dolor del padre golpéandose la cabeza con sus puños, el de la madre, el de Amir, el hermano, que en toda la historia oficia de mediador entre los dos mundos para terminar erigiéndose en vector de la tragedia, el de la propia Zahira atormentada entre la devoción hacia los suyos y el sacrificio que ella le impone.Todo dolor es verdadero, todo duelo merece respeto.

III.- Antígona siempre vuelve. Allí en donde una mujer clame por sus muertos, sea en la llanura de Tebas o en la Plaza de Mayo. Allí en dónde haya injusticia, en donde la ley del hombre vulnere las razones del corazón, siempre estará Antígona ofreciendo su cuerpo expiatorio para restaurar, alguna vez, en algún tiempo, la equidad de los justos, para hacer coro a los clamores que brotan de ovarios y testículos, para cerrar las heridas de toda carne mancillada por el poder. Zahira en sus dudas, en su amor familiar, en su devoción religiosa, en su deseo de libertad, es una Antígona clamante. Pero ahora, en la tragedia musulmana, ella es su propio Polinices, su demanda de justicia es para ella misma, para su hermano factor de la injusticia, para su omnipresente comunidad lejana, para los hombres de buena fe como el inerme André, el padre de su amiga Aurore (el enorme Olivier Gourmet, no en vano el agonista de los hermanos Dardenne). Será Amir, el pasivo cordero victimario, quien se encargue de tirar el puñado de tierra sobre el cuerpo de Zahira. Paradojas de la tragedia, en un mismo acto se demanda la comprensión para el extraño y se devela la brutalidad de la ley que lo rige y le impone el sacrificio.

Historia de víctimas antes que de victimarios, de límites y cobardías, de valor y abyección, de amor y lealtades respetados y traicionados hasta el fin, La boda, como toda tragedia, mira con piedad y pesimismo la conducta de los hombres.

Calificación: 8/10

La boda (Noces, Bélgica/Francia/Luxemburgo/Pakistán, 2016). Guion y dirección: Stephan Streker. Fotografía: Grimm Vandekerckhove. Montaje: Jérôme Guiot, Mathilde Muyard. Elenco: Lina El Arabi, Sébastien Houbani, Babak Karimi, Nina Kulkarni, Olivier Gourmet. Duración: 98 minutos.

Si te gustó esta nota podés invitarnos un cafecito por acá: