Es sencillo, se trata de creer o no, de aceptar o no el artificio. El cine musical instala por la fuerza un artificio esencial al género: el relato se interrumpe dando lugar a escenas en las que los personajes cantan y/o bailan. Ya no son personajes que hablan o caminan, o que permanecen en silencio o quietos, los objetos dentro del cuadro adquieren una funcionalidad de acuerdo a las necesidades del baile y del canto. Lo que diferencia a un musical como La La Land de otro como Begin again (John Carney, 2013) es la ausencia de escenario. El musical tradicional convierte el espacio real en escenario, cambiando su significación (basta ver cómo cambia de significado la autopista y los autos en la escena inicial de la película de Chazelle): la vida es un escenario donde se actúa de uno mismo. Curiosamente, al expandir los límites del escenario, al no ceñirlo a un espacio cerrado, lo que se consigue es un efecto teatralizante. Los cantantes/bailarines actúan para una cámara que, más que nunca, funciona como un sucedáneo del ojo, anulando por otra parte el trabajo sobre los planos (los musicales trabajan sus números predominantemente desde los planos generales y los movimientos de cámara laterales), descartando los detalles y exacerbando la predominancia de la voz (nótese que en esos momentos los sonidos del entorno desaparecen) y del gesto exagerado. La distancia de la cámara es similar a la de un espectador teatral ideal y los movimientos de cámara emulan la visión de ese mismo espectador recorriendo el escenario. El género descansa sobre ese grupo de convenciones que viene de un cine clásico al que La La Land pretende homenajear o reversionar. Pero en tanto el artificio se impone como no concientizado dentro de la trama, el musical muestra su endeblez: hacia fuera se revela como tal, mientras hacia su interior pretende negarlo desde la construcción decididamente realista de sus tramas. La tensión entre realidad y artificio en La La Land no se resuelve porque no parece haber juego reflexivo, sino una acumulación de citas medianamente aggiornadas a esta época.

Dos objeciones posibles al planteo anterior. ¿No hay otros géneros que ofrezcan el mismo o aún mayor grado de artificio? La animación podría considerarse un caso extremo en ese sentido. Un film animado es el colmo del artificio: una representación dibujada del mundo que se torna más artificial cuanto más quiere acercarse a la representación en Simulcop de lo real, como sucede en una película como El expreso polar (Robert Zemeckis, 2004). De la misma manera, ¿no hay musicales que desde el artificio construyan un universo particular y consistente? Una película como On connaît la chanson (Alain Resnais, 1997) reemplaza los diálogos de los personajes por fragmentos de canciones populares francesas puestas en boca de sus protagonistas. Lo que separa a estos ejemplos del musical americano es su decisión de apostar al artificio como estructura y no como una parte de su representación. Las películas animadas centran su consistencia en no salir del universo dibujado que constituye su límite. Los que salen de ese territorio son ejemplos arriesgados y no del todo logrados –Jim y el durazno gigante (Henry Selick, 1996), La gran aventura Lego (Phil Lord & Christopher Miller, 2004)- o que consiguen crear un universo nuevo desde la fusión del dibujo con la acción real -la referencia al universo de historieta construido en ¿Quién engañó a Roger Rabbit? (Robert Zemeckis, 1988)-. En cuanto al film de Resnais, su apuesta es ostensiblemente más consistente: sus personajes cantan con la voz de otros durante todo el metraje, estableciendo desde el inicio las coordenadas que no abandonará en ningún momento. En definitiva, ambos ejemplos construyen un verosímil que el cine musical se empeña en vulnerar en una indefinición del territorio en el cual desea moverse.

El problema esencial de La La Land –y de la mayor parte del cine musical americano- reside en su decisión de no configurar al artificio como esa estructura que lo sustenta. Su apuesta no es una convivencia entre la realidad y una fantasía bailada/cantada, sino la errónea creencia de la posibilidad de un equilibrio de fuerzas que haga funcionar el relato. El inconveniente central que la película de Chazelle no pretende despejar es cómo sostener una representación creíble en ese contexto. La irrupción de la música y del baile nunca se despegan de un fuerte anclaje en una situación con predominio de elementos reales. La relación entre los protagonistas no aparece marcada por elementos de fantasía, sino por situaciones concretas: conocimiento, acercamiento y distancia pretenden ser retratados de una manera creíble, reconocible para el público. La gestualidad exagerada y los planos generales, ceden lugar a la contención y al predominio de planos medios para generar un efecto de empatía. Lo que les ocurre a los personajes centrales puede pasarle a cualquier espectador en su vida cotidiana: exasperantes pruebas de casting, trabajos poco convincentes, jefes intolerantes y hasta un ocasional golpe de suerte que genera el éxito laboral. Es en ese punto donde la historia de los personajes choca con el universo de fantasía que introducen los números musicales. Son mundos irreconciliables. Planetas que chocan repeliéndose mutuamente. El efecto devastador que provoca ese planteo es la ruptura indefectible del verosímil. El mayor fracaso de La La Land es el mismo que el de una película tal vez menos genérica como fue la también oscarizada Birdman (Alejandro Gonzalez Iñarritu, 2014): su imposibilidad de articular el universo fantástico con el mundo real al que apuesta para su propio sustento.

Volviendo al comienzo: La La Land refuerza mi tendencia a no aceptar el artificio cuando se presenta como un híbrido, como un juego en el que las reglas se modifican con el devenir de su historia. Cuando detrás de la idea de gran espectáculo, solo queda la tibieza y la incapacidad de ir a fondo para ser creíble.

La La Land (USA, 2016), de Damien Chazelle, c/Emma Stone, Ryan Gosling, John Legend, Rosemarie DeWitt, J.K. Simmons. 127′

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