TinkerBellBestiadeNuncaJamásA Priscila y Julieta que me ayudaron a entender esta película.

El crítico de cine es sometido a veces a experiencias extremas. Asistir a la privada de una película infantil junto a un hijo, nieto u otro descendiente o allegado es una de ellas. Obligado a priorizar la atención del menor acompañante el crítico ni siquiera puede dormir durante la proyección. Los niños son seres indisciplinados y demandantes, en su mayoría analfabetos, salvajes sin capacitación para las grandes aventuras del espíritu y/o intelecto que el cine supone. Mi experiencia al respecto es sistemática y reiterada desde hace décadas cuando concurría con mis hijos (tiempos de Tortugas Ninjas y Cazafantasmas) hasta el presente, en que lo hago con mis nietas. La mayor de ellas (casi seis) es una espectadora atenta y disciplinada, concentrada del principio al fin, entusiasta, dueña de las alarmantes características de una cinéfila precoz. La menor en cambio (cuatro y medio) es en ese aspecto su reverso; inquieta y movediza, propensa al aburrimiento precoz, cambia de butaca o habla con otros espectadores de cualquier edad, pero por sobre todo no puede o no quiere controlar sus esfínteres por períodos de la extensión de un largometraje para chicos. Por ello en cada función debemos, ella y yo, correr con urgencia a los sanitarios al menos un par de veces. Estas interrupciones biológicas me impiden entender por completo el sentido de la película, debo entonces recurrir a la memoria y capacidad de síntesis de las niñas que me cuentan, aún la incontinente, toda la historia (supongo que el hecho de que yo no sea capaz de superar esos baches provendrá de algún deterioro de mis facultades cognitivas que deberé tratar en otra parte).

Vista con estas limitaciones y la ayuda de mis nietas, la historia de Tinkerbell y la bestia del nunca jamás, presenta no obstante varios puntos de interés. Las hadas son seres bondadosos y dotados de poderes mágicos, cada una de ellas especializada en algún rubro. Tinkerbell, por ejemplo, porta una campanita y se dedica a los inventos, vive en un lugar literalmente maravilloso que es la Tierra de las Hadas, una sociedad monárquica y vertical gobernada por un hada mayor y buena aparentemente sin descendencia, circunstancia que deja abierto un conflicto sucesorio para un eventual capítulo futuro. Ese reino recuerda a la California mítica, soñada por los migrantes en fuga del hambre y el desempleo durante la crisis de los años 30 del siglo pasado en Viñas de Ira de Ford/Steinbeck; una tierra roosveltiana todavía sin obamas (¿Por qué no hay hadas afroamericanas?), o a la deseada por Los inmigrantes suecos de Jan Troell, o a tantos westerns en los que California es la soñada tierra de promisión.

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Un problema ¿Dónde está Tinkerbell? No la vi en toda la película, mis nietas aseguran que estaba y, por las razones arriba apuntadas, confío más en el juicio de ellas que en el mío. Lo cierto es que el lugar principal lo ocupa Fawn, un hada adolescente y pizpireta con rasgos físicos y psicológicos propios de tantas púberes del cine clásico americano desde Judy Garland hasta Sandra Dee, con Elizabeth Taylor como hito (El padre de la novia, claro). Una niña con físico de adulta joven de la época: caderas grandes, cintura estrecha, pechos generosos y vestidos que resaltan esas características, los hombros desnudos y la insinuación de un escote. Inocencia y un toque de provocación histérica que en el futuro puede (¡Ay!) acentuarse hasta desbarrancar, ya en la madurez, en la gordura y el alcoholismo final de Garland y Taylor. Por ahora esos peligros no acechan a estas ninfas y hadas; todavía son Lolitas sin Humbert Humbert.

¡Aparta Satán los oscuros pensamientos adultos! Quedémonos con las inmaculadas criaturas del aire. Fawn es una adolescente caprichosa y buena que ayuda a los seres en dificultades. Así, trae al pueblo a un ave enorme con un ala rota, el ave resulta ser una comedora de hadas por lo que todos huyen y las hadas exploradoras (la seguridad del reino) se alistan para la guerra. No será necesario. El pajarraco, agradecido por la curación, dejará el reino sin consecuencias, las exploradoras no deben intervenir pero quedan con ojeriza contra Fawn.

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Atención con estas exploradoras: morfológicamente (con el perdón de la palabra) son iguales a las hadas adolescentes, cuerpos curvilíneos, clásicos. Pero su vestimenta y actitud denuncian su misión: la custodia del orden, ropas oscuras, apretadas pero funcionales, ceños fruncidos y actitud censora. Con algo de la Joan Crawford de Johnny Guitar son, sin embargo, defensoras del statu quo, en tanto tales son conservadores, del orden político y también del moral. Guerreras, con el enemigo y las fronteras limpias de inmigrantes entre ceja y ceja, Fawn es para ellas un hada garantista, por lo tanto una subversiva en potencia, probable aliada de los enemigos del ser nacional y fantástico de las hadas. Este es el conflicto central de la película: la libertad hippoide y hormonal de Fawn enfrentada al duro orden custodiado por las exploradoras. Todas mediadas por la Reina, alta y ausente, ajena en su majestad a los conflictos del pueblo hadil.

La tranquilidad del reino es nuevamente alterada por un rugido que viene del bosque, hacia allá va la descocada Fawn, llevada por la curiosidad y ajena al peligro. Se encuentra con la bestia, un animal gigante y amenazador con una astilla clavada en una pata. La joven se la saca… ¡Y lleva a la bestia al pueblo de las hadas! Fawn es incorregible. La bestia ruge, todos corren a esconderse y las hadas exploradoras se aprestan al combate. Ajena al revuelo la bestia se dedica a armar torres con árboles que derriba al efecto; luego un cometa aparece en el cielo y desata una gigantesca tormenta electromagnética. Fawn descubre que el fenómeno se repite cada no sé cuántos miles de años y que la bestia ha venido del nunca jamás para salvar al reino. De haber tenido éxito la represión de las exploradoras pudo haber contribuido a destruirlo; en cambio las defensas creadas por la bestia asimilan la tormenta perfecta y salvan al reino; cumplida su misión la bestia se despide y vuelve al nunca jamás.

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Fawn es reconocida por la comunidad protocaliforniana y las hadas exploradoras se van a rumiar su rencor fascistoide a alguno de esos antros en donde los “fachos locales” se reúnen a conspirar. Happy end que permite una conclusión inesperada: el reino de las hadas, la California somnolienta, el mundo todo, ha sido salvado por un alienígena; esta vez el extranjero, el inmigrante ilegal (la bestia llegó sin visa del nunca jamás), el espalda mojada interestelar es el benefactor y no el terrorista enemigo, conclusión más que inhabitual para el cine estadounidense de hoy, que saca a la luz sin pudores el brutal patrioterismo y nacionalismo incrustado en el zeitgeist de un imperio desbordado de paranoia y sospechas. Hasta el viejo Eastwood, habitual francotirador del viejo orden parece haberse subordinado a él. Tenía que ser una blandamente subversiva película para niños la que disintiera. Esperemos con fe a la próxima Tinkerbell.

Tinkerbell y la bestia del nunca jamás (Tinker Bell and the Legend of the NeverBeastEEUU, 2014), de Steve Loter, 74′.

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