Una_Buena_Receta_Poster_Argentino_JPostersLos títulos que le ponen a las películas son una tentación constante para la burla. Mi inglés no es shakesperiano pero igual me alcanza y me sobra para saber que el «Burnt» original es mucho más cercano en espíritu a lo que Una buena receta intenta contarnos. Una vez más, la historia de alguien que «vuelve de todo». Resurgir de la nada, redimir el pasado, curar el cuerpo… volver a ser. El «quemado» o «incendiado» que renace de esas cenizas impuras. Contada con sensatez y sentimiento (perdón), siempre garpa. El dilema es cómo hacerlo. Y tanto el guionista (sobre todo) como el director John Wells eligen la cretinidad.

Adam Jones (Cooper), estrella culinaria de París, un día se esfuma en medio de una nube de excesos: alcohol, drogas («aspiré todo lo que pude y me inyecté todo lo que pude inyectarme»), enormes deudas de juego, sexo compulsivo y traiciones diversas a personas muy cercanas. Dice Adam: «Me sentencié a hacer trabajo pesado pelando ostras». Mirá vos. Y reaparece en Londres con sus objetivos muy claros: encontrar un lugar donde desarrollar su «arte» (aunque él se considere una mezcla de héroe y de dios), conseguir la esquiva y codiciada tercera estrella Michelin, que en el mundo de la gastronomía es el máximo galardón posible, y en el camino para lograrlo mostrar todo lo imbécil, maltratador y arrogante que puede ser un tipo.

¿Justificar estos adjetivos? Por supuesto. ¿Cómo calificar a un sujeto que le exige a una cocinera que se disculpe con un rodaballo por haberlo cocinado mal? O insultar a otro cocinero por ignorar que cada rebanada de papa tiene que tener dos milímetros de grosor. Ni más ni menos. La cocina Greenaway. O tomar de la camisa y estar al borde de la trompada a esa misma cocinera sin que nadie le ponga los puntos. Misteriosamente, siendo un sujeto insoportable, todas y todos se enamoran de Adam: la cocinera humillada, la crítica gastronómica, su jefe, su rival y ex compañero, y hasta su ex novia (la bellísima Alicia Vikander), que paga sus cuantiosas deudas. La única que no cae rendida a sus desplantes y desprecios es la encargada de hacerle los controles médicos (Emma Thompson).

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Quedan un par de cuestiones a tratar. Una de ellas es aquella que les otorga a los chefs estrella la categoría de artistas. Por lo que la película se encarga de señalar con machacona insistencia ellos se piensan así. Adam tiene una idea de sí mismo que hace parecer modesto a José Luis Félix Chilavert. Yo creo que es un don y un talento, pero no comparto demasiado la idea de que sea un arte. Es más, todo el culto a la cocina de autor me rompe un poco las pelotas y casi todas las actitudes de Adam y la pleitesía o subordinación (el “¡¡Yes, Chef!!” replicado militarmente así lo indica) de aquellos que lo rodean (excepto, reitero, la gran Emma) lo confirman. Por lo que se ve en la película, alguno de los platos que prepara se me antojan mucho más tentadores para sacarles una foto que para ser degustados: mucha plantita, mucho colorinche, cero tentación, amén de lo esmirriadas que resultan esas porciones. Dieta para faquires. Adam dice «que lo que preparamos no tiene que ser ni muy bueno ni excelente, sino perfecto». Y aquí es donde quiero mencionar el aspecto, tal vez más importante, de la comida, dejando de lado el obvio y elemental de nuestra necesidad fisiológica: aquel del rito social de la comida. Creo que para cualquiera es mucho más disfrutable compartir una pizza rica o muy rica, no importa tanto, con amigos o compañeros que comer el manjar más exquisito y «perfecto» en la más estricta soledad o en compañía no deseada.

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La última escena de la película habla de eso, cuando todos los cocineros preparan la comida y la comparten alrededor de una larga mesa. Se ven unas tartas espectaculares, unos guisos humeantes y unas copiosas ensaladas: nada que se hubiera visto antes. Y se escuchan sonidos que tampoco se habían escuchado antes: el de los platos que se pasan, el de los cucharones que sirven y el de risas felices. Era hora. Lástima que eligieron a Bradley Cooper, sin dudas una de los más grandes ejemplos de involución actoral de los últimos años. Y no porque alguna vez haya sido un actorazo, pero en grupo, como en The Hangover, cumplía perfectamente con lo que tenía que hacer (Dante Panzeri decía que si a un jugador tronco lo marcás, disimula, pero si le dejás llevar la pelota lo dejás en evidencia). Ahora, ya una estrella, es distinto, muy distinto. Es mucho peor (la escena de la borrachera debería cerrar cualquier debate).

Aquí puede leerse un texto de Gustavo F. Gros sobre la misma película.

Una buena receta (Burnt, EE.UU., 2015), de John Wells, c/ Bradley Cooper, Sienna Miller, Daniel Brühl, Alicia Vikander, 101’.

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