BURNT-poster-artEn el interesante documental Mondovino (2004) de Jonathan Nossiter, el dueño de una de las bodegas ahí filmadas advierte que la presencia del vino en una mesa no es más que la presencia en sí de la civilización. Si bien esta palabrita ha sido, es y será causal de varios conflictos ideológicos, políticos, históricos, antropológicos, regionales, económicos y humanos, a lo que este bodeguero se refería, en realidad, era a la presencia del hombre en y sobre la naturaleza manipulándola noblemente a su favor: como se sabe, al proceso de elaboración de un vino el hombre lo guía, no lo crea. El hombre manipula en mayor o menor medida la cosecha de uvas, su destilación, su estacionado, su graduación de alcohol, su envasado, su dulzor, su acidez, su aspereza, la calidad de la cepa, sus mezclas, pero nunca le “agrega” nada exterior al proceso mismo. Por ello, el vino no lleva conservantes ni ningún tipo de “producto agregado”. Por eso tampoco existe el vino artificial, hecho en un laboratorio. Lo que este bodeguero planteaba era que el vino y su trascendencia gastronómica podía tomarse simbólicamente como la “presencia” (creativa y vital) del hombre sobre la naturaleza reelaborándola en una bellisíma conjuración de materia prima y conocimiento adquirido buscando un producto final placentero, loable y, por sobre todas las cosas, como ya dijimos antes, noble.

Pues bien, en Una buena receta de Wells esta conjuración sibarita parece importar poco y nada: Adam Jones (Cooper) es un egocéntrico y talentoso cocinero, quemado (como bien lo advierte el título original en inglés) en drogas, apuestas, mujeres y excesos que después de un buen tiempo de autocastigo pelando ostras en un barsucho de mala muerte en Estados Unidos, parece haberse rehabilitado y quiere volver a la alta cocina gourmet (en Londres) para ganar su tercera estrella Michelin. Para ello, no tendrá problemas en manipular al ricachón, homosexual e inseguro hijo (Tony, interpretado por Daniel Brühl) del dueño del hotel -The Langham- donde planea asentar su cocina, a una crítica gastronómica lesbiana llamada Simone Forth (Uma Thurman) que lo adora, al inocente ayudante de cocina David (Sam Keeley), en cuya casa se instala de prepo cuando no tiene dónde vivir, a Michel y Max (Omar Sy y Riccardo Scarmacio), dos viejos compañeros de cocina en el prestigioso restaurante francés que fundió, a su competencia y némesis, cocinero que también está radicado en Londres (Reece, interpretado por Matthew Rhys), a su ex novia y compañera de reviente Anne Marie (Alicia Vikander) y a una bella y talentosa madre soltera-cocinera llamada Helene (Sienna Miller) que está dispuesta a todo con tal de mantener a su pequeña hija y convertirse en una chef de lujo.

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Para Adam Jones, conjurar comida con placer; simbolizar civilización con conocimiento y materia prima; producir nobleza a través de la comida elaborada son apenas “excusas” para poner en funcionamiento todos los motores que dan impulso a su enorme ego corrosivo: el tipo sólo quiere conseguir su tercera estrella Michelin cueste lo que cueste: amistad, lealtad, dinero, respeto, amor, talento, disciplina, belleza, sabor, docenas de platos llenos de comida carísima tirados a la basura son apenas ingredientes menores para un mismo fin: conseguir una supuesta excelencia que lo catapulte al prestigioso premio que otorgan los jueces Michelin a las mejores cocinas del mundo.

Y aquí habría un punto, especialmente desde lo psicológico, interesantísimo para desarrollar en estas épocas de aparente pos posmodernidad: la “perfección” de un plato análoga a la perfección de una pintura, una partitura, una escultura… es decir, la gastronomía gourmet análoga al arte. El cocinero como una especie de neurótico (a decir de Freud) artista dispuesto a todo con tal de conseguir una obra maestra pese a que la “perfección” de la misma sea bastante subjetiva (como todo paladar que la pruebe) y sumamente fugaz, pues el plato dura lo que dura verlo, olerlo, ingerirlo, saborearlo, digerirlo y expulsarlo. Lejos de la “inmortalidad” que un museo puede suministrarle a una obra de arte, la mesa en un restaurante es el único lugar de exposición y celebración para un plato de comida. No obstante, su preparación parece emparentarlos, al menos hacerlos dignos de comparación.

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Wells esboza estas cuestiones aunque escapa, rápido, hacia la comedia (a pesar de que la película no sea muy graciosa) mostrando simplemente a Jones como una especie de rockstar carismático condimentado con mucho del famoso y mediático chef Gordon Ramsay y esta nueva moda televisiva de cocineros facho-cabrones que rigen sus cocinas con disciplina estalinista de batallón militar.

En, quizás, la mejor película de Ang Lee –Comer, amar, beber (1994)- un viejo cocinero que perdió el gusto se relaciona con su familia (y la familia, con el exterior de la misma) a través de la comida: el ritual que implica seleccionar los productos, comprarlos, prepararlos, cocinarlos e ingerirlos implica a su vez que sus hijas y sus relaciones interactúen de modo humano, sentimental. En Soul Kitchen (2009), del siempre interesante Fatih Akin, el desalineado Zinos (Adam Bousdoukos) maneja a los tumbos un decadente restaurante griego mientras su novia emigra a China y su hermano sale de la cárcel; sin embargo, la llegada de un excéntrico cocinero interpretado por el gran Birol Ünel y su cocina gourmet en un lugar desvencijado cambia por completo la relación de Zinos con su entorno y su vida misma.

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Tanto en Comer, amar, beber como en Soul Kitchen la comida, el ritual de prepararla, los cocineros que la preparan y los comensales que la consumen remiten a una especie de tertulia maravillosa (como la de ir a la cancha, comprar el chori en el mismo puesto, llenarse de su humo, hacerlo condimentar con un chimichurri que sobrevive a cualquier Buscapina y sentarse en el mismo banco de las gradas de siempre a comerlo antes de que empiece el partido por ejemplo) a partir de la cual giran historias, lugares, convicciones, memorias, recuerdos, metáforas, relaciones y vínculos que disparan a un nivel psicológico más profundo la mera historia del cocinero perfeccionista y su neurosis obsesiva.

En Una buena receta mezclar texturas, aromas, productos, sabores, innovaciones, experimentos culinarios de placer en y desde la actividad más primaria y vital a la que todo ser humano se debe someter obligatoriamente -¡COMER!- si quiere seguir viviendo en este mundo es apenas una excusa para (re)presentar la imagen de un chef talentoso aparentemente endemoniado que sólo sirve en la vida para cocinar, pero que no deja de ser una caricatura magra del típico poeta maldito, por ejemplo, o del artista acomplejado plagado de caprichos infantiles. Lejos de usar la comida y sus rituales como un bello disparador simbólico -a pesar de los torpes guiños cuasi shakesperianos entre las pasiones encontradas con el negro asistente de cocina Michel, la siempre know how psicóloga confidente interpretada por Emma Thompson y la rivalidad nikilaudesca del cocinero Reece- la película apenas remite a mostrar una cadena de personajes particulares que hacen o pueden hacer de la historia, una comedia ligera y pasajera donde Bradley Cooper se luce (o debería lucirse) haciendo casi el mismo personaje de Face en la fallida Brigada A (2010), de Joe Carnahan, con una fuerte resaca moral del karma (según occidente) y todas las lecciones humanistas que de ella se puedan aprender.

PD: un saludo muy pero muy especial a la bellísima pasticciere que trabaja realmente en la cocina de The Langham con irresistible acento italiano-cordobés. La crítica de esta película no ha sido más que una excusa para saludarla a Ella.

Aquí puede leerse un texto de Pablo Ventura sobre la misma película.

Una buena receta (Burnt, EE.UU., 2015), de John Wells, c/ Bradley Cooper, c/ Bradley Cooper, Sienna Miller, Daniel Brühl, Alicia Vickander, 101’.

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