«Me volví hacia la extensión de tierras y me pregunté hasta dónde ir. Exactamente la misma pregunta que me hice antes, cuando nadaba en el océano. ¿A partir de qué lugar empieza a ser peligroso seguir alejándose? Y comprendí que uno se lo pregunta cuando ya empieza a creer que ha ido demasiado lejos». Sam Shepard (Crónicas de motel).
Para encarar estas líneas sobre la directora Debra Granik me voy a centrar en dos de sus películas, Winter’s Bone (2010) y Leave No Trace (2018). Ambas comparten un tono, un ritmo, incluso una respiración. También podría decir que comparten un paisaje, aunque sería mucho más adecuado decir un ámbito: ese sitio donde lo rural, lo agreste y lo boscoso son parte fundamental de la historia que se está contando. Y, por supuesto, el mayor vínculo entre las dos películas son sus magníficas protagonistas: una muchacha de 17 años y una joven de 13.
La anécdota de Winter’s Bone (que aquí se estrenó como «Lazos de sangre» : por una vez «titular» películas le apuntó bastante cerca al corazón de la historia) es muy simple: Ree Dolly (una Jennifer Lawrence que ya no existe más) es una adolescente que vive con sus hermanos pequeños (Sonny de 12 y Ashlee de 6) y con su madre, a la que una descripción apresurada etiquetaría como discapacitada («mi madre está enferma y siempre lo estará») pero que en realidad es una alma quebrada, un espíritu roto. Su padre, para obtener la libertad provisional, deja como garantía su casa, el hogar de los Dolly. Su misteriosa desaparición, su ausencia ante la comparecencia legal y la incógnita sobre su paradero pueden originar que su familia pierda su lugar, su techo y su cobijo.
La película nos cuenta la vida de Ree al frente de su hogar, realizando todas las tareas domésticas imaginables en el duro contexto geográfico y familiar: cortar leña, cazar ardillas, colgar ropa, cocinar, llevar a sus hermanos a la escuela y, una vez establecido el conflicto crucial de la historia, también la determinación absoluta de Ree para buscar y encontrar a su padre y, de esa manera, lograr la preservación del espacio familiar, ese lugar donde sus hermanos viven, juegan y son felices. Este camino, por supuesto, no será ni fácil ni placentero. Todo lo contrario, tendrá que recorrer senderos tenebrosos , internarse en sitios peligrosos y vivir en carne propia sufrimientos que la exceden («hay muchas cosas y miedos que tendrás que superar», le dice a su pequeño hermano y es una frase que también dice para sí misma). Uno de los más notables y bellos logros de la película es transmitir cómo todas esas rabiosas lágrimas de dolor, de impotencia y de desesperación de Ree -que son muchas- no solo no logran detenerla, sino que se convierten en un verdadero combustible espiritual (no en el sentido vacuo de los libros de autoayuda), en el alimento del motor de su voluntad.
La larga marcha de Ree , su extenuante andar, finalmente tendrá su resultado, sus preguntas y búsquedas tendrán sus respuestas al precio de navegar (estrictamente) por el corazón de las tinieblas. Por eso, tal vez, (me) resulte muy conmovedor ese final «feliz» que imagina Granik, ese final de pocas palabras como todo su cine.
Leave No Trace es una película mucho más diáfana que Winter’s Bone. Por la forma en que está contada, por los personajes que la habitan y porque las formas de violencia y de oscuridad están ausentes o, por lo menos, son mucho más tenues.
Tom (la magnífica Thomasin McKenzie ) vive en el parque nacional o reserva natural con su padre Will (¿Wild?, interpretado por el excelente Ben Foster), un veterano de guerra, sin que nadie sepa de la existencia de ambos, ocultos a los ojos de la sociedad. Will no acepta los parámetros sociales. Compra alimentos vendiendo medicamentos que recibe como ex combatiente, educa a Tom con sus conocimientos y sus «reglas» (incluso lo no reglamentado tiene su reglamentación). Tom sabe leer, juega al ajedrez, conoce perfectamente qué hongos son comestibles y cuáles no, y es una muchacha de modos muy delicados. Accidentalmente es vista por un corredor y eso determina que las autoridades los busquen y los capturen.
Su caso recibe la atención de asistentes sociales que interrogan por separado a ambos (el lado amable de los interrogadores de Matrimonio por conveniencia). Y aunque los asistentes son afectuosos y bien intencionados, el cuestionario de Will consta de ¡435 preguntas! y la asistente le dice a Tom que «no es un crimen no tener casa, pero es ilegal vivir en propiedad pública».
La asistencia social les consigue vivienda y le asigna un trabajo a Will en un bosque que produce árboles navideños. Ahí comienza una segunda película que muestra la facilidad (y felicidad) con la que Tom acepta con gusto y agrado una vida modesta pero más confortable. Una cama, una heladera, un baño, un cuarto con placares y cajones: ningún lujo. Comodidades básicas que hacen feliz a una niña que las desconocía.
Pero Will no encaja en ese mundo de trabajo, de iglesia, de contacto social, de sonidos que le hacen recordar sus traumáticas épocas de soldado. Y tampoco acepta que Tom deba ser escolarizada.
Por decisión de Will van a abandonar ese lugar para volver a su antiguo hábitat en el parque de Portland y desde allí emprenderán un viaje hacia ninguna parte, en el que enfrentarán penurias y experiencias límites (el casi morir congelados, perdidos en un bosque).
Un inesperado accidente da comienzo a la tercera película que se cobija dentro de Leave No Trace. Luego de una caída, Will es rescatado, curado y sanado dentro de una comunidad que vive en los bosques, en casas rodantes y cuya líder es la extraordinaria Dale Dickey (que también estaba en Winter’s Bone). Tom descubre entre ellos que la vida en comunidad le gusta, que tener su propia casa le agrada y que la errancia y el vagabundeo no son parte de su deseo. Es feliz con esas nuevas tareas y con ese nuevo lugar que ha encontrado: su lugar en el mundo. O cree haber encontrado. Eso no importa. Decide quedarse. Se planta. Le dirá a su padre, en la frase crucial de la película: «lo que está mal en ti no está mal en mi». Una vez más, Tom estará al borde las lágrimas pero no va a llorar… reemplaza el llanto por un mentón que tiembla y ese mentón temblando es toda la tristeza del mundo…
Will cura su pie, emprende una nueva marcha (una nueva huída hacia ninguna parte y sin nadie que lo persiga, salvo sus propios demonios interiores) y el paso titubeante de Tom, apenas unos metros atrás, nos anticipan el final y la decisión que tomó. Gran momento y enorme acierto dramático de Granik evitar la declamación y el discurso/despedida golpebajero. Un final que, otra vez, como en Winter’s Bone, será casi sin palabras. Apenas alguna que evite muchas otras.
Dos películas excelentes, con muchos puntos en contacto, que retratan una directora que explora una y otra vez las dimensiones de la familia como tema central (familia astilladas tal vez), capaz de desentrañar una noción de comunidad muy arraigada, y cuyos firmes pasos, plagados de silencios y escenarios rurales, me impulsaron a seguir su singular huella.
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