
Tragedia, dolor, incertidumbre, vulnerabilidad y pedido de justicia. Tragedia entendida como acción que se repite viciosamente todo el tiempo, en todas partes, una y otra vez, y pareciera no resolverse. Para los griegos, el sentido trágico de la vida suele abordar dos elementos: las catástrofes humanas son constantes y están ocasionadas por potencias sobrenaturales que se esconden en el misterio. Los dioses son quienes trastocan el destino de los seres humanos y no hay acción que pueda librarnos de ellos. La fatalidad que condena a hombres y mujeres se asocia a crímenes de sangre y responden a una sentencia antiquísima: “quien tal hizo que tal pague”.
Las Erinias, identificadas con las Furias en la mitología griega, son unas divinidades violentas que castigan toda clase de delitos que ponga en peligro la estabilidad de un grupo social. Estas fuerzas primitivas son el fruto de la mutilación de Urano. Nacieron de las gotas de sangre que cubrieron la Tierra luego de su cruel homicidio. Las Furias hacen justicia mediante el castigo carnal, el tormento, la tortura, la muerte. La última película de Tamae Garateguy lleva inscripta en su título la fuerza arrasadora de estas divinidades de la Grecia antigua. Y en su trama se devela la tragedia como hilo conductor y eje narrativo principal.
Intentar encasillar a Las furias dentro de un único género cinematográfico sería un acto de frivolidad muy grande. Lo cierto es que Tamae Garateguy se embarca en un viaje sin precedentes, explorando aspectos del western clásico, la road movie y el gore para combinarlos eficazmente con la tradición gauchesca, el melodrama y las leyendas populares. La tarea es la de alterar los binarismos tradicionales del western pero ampliando el espectro hacia lo nacional. Si en las películas de John Ford se privilegiaba el antagonismo entre blancos e indios, en Las furias eso se mantiene, pero amoldado a nuestras costumbres e historia nacional: son los gauchos, blancos, católicos, conservadores y machistas versus los indios, de piel oscura, adeptos a ritos ancestrales, que viven en la austeridad.
El pasado, impreso en la imagen-huella de la violencia de género, es el tiempo que se rememora y revisa para comprender el presente de Lourdes (Guadalupe Docampo). Una joven que, luego de huir de un padre abusador y maltratador, conoce azarosamente a Leónidas (Nicolás Goldschmidt), un muchacho de la comunidad originaria que, acatando al mandato familiar, estaba por contraer matrimonio con su prima. El encuentro casual entre ambos jóvenes los lleva a desafiar valores y tradiciones culturales con el objetivo de emprender un nuevo inicio. Los jóvenes se dan una nueva oportunidad, apostando a su amor incondicional, y creando una novedosa experiencia vinculada al espacio de “lo propio”, alejada ya de la viciosa herencia endogámica. En este sentido, el relato no es lineal, sino que apela a saltos temporales y al uso de flashback para terminar de condensar la historia.

La tragedia como acción constante e irresoluble se expresa en clave de violencia de género. Un padre autoritario, estratega, agresivo, ambicioso, que ejerce su poder a través de comportamientos deshonestos y desagradables; y una madre abnegada a las tareas del hogar, sumisa, vulnerable a los pedidos de su marido, que debe irse a la caballeriza para no ser testigo del abuso físico que padece su hija. Daniel Aráoz interpreta este rol paterno de manera formidable. Se aproxima a un John Wayne inmoral –oxímoron más que atractivo para quien vea la película– dentro de los descomunales desiertos de Mendoza.
El juego con la iconografía característica del western se percibe desde la configuración de personajes, la tipografía que inaugura la película –que incluso es media Tarantinesca– y los espacios naturales. El desierto, la parroquia –hay una escena en interiores maravillosa que recuerda el final de Más corazón que odio de John Ford–, las tabernas de mala muerte, son los lugares claves donde se producen los encuentros y desarrollan los duelos con armas de fuego y disparos. Y aquí también, Tamae nos sorprende y hace una modificación, ya que las armas de fuego se desplazan por el cuchillo gauchesco, el del Martín Fierro, herramienta que conlleva la tarea psicológica de la provocación –el célebre “¿dónde querés que te marque?” – y la tarea física del buen manejo.
El reemplazo del arma de fuego por el cuchillo implica, además, la incorporación del gusto por el gore, rasgo que había sido indagado por S. Craig Zahler en Bone Tomahawk–. Hay una decisión estética que pareciera fascinar a Tamae Garateguy, y que tiene que ver con el relato de terror y las cicatrices. Las otredades, deformadas, expulsadas de la sociedad por no adecuarse al canon de “lo normal”, ya aparecía fuertemente en Hasta que me desates. Es que la cicatriz presenta un principio de individuación inigualable, es una marca en la piel, un detalle que nos distingue de otra persona, nos diferencia y no nos hace iguales. De hecho, el que quiera vengarse es el que empuñará el cuchillo, nos cortará la piel y nos dejará una cicatriz imborrable y siempre perceptible. La cicatriz no es otra cosa más que una marca de otredad.

Por lo general, cuando de otredades se habla aparece inevitablemente el relato de terror. Todo lo que se opone a los valores realzados por la cultura hegemónica –blanca, occidental, capitalista, cristiana – adquiere una personificación monstruosa. Es un horror que nos interpela, nos amenaza y nos desestabiliza con su desafío. En Las furias el terror se da por partida doble: por un lado, una joven que logra escapar de las garras incestuosas de su padre y desafía al statu quo con su acto de rebelión; por otro lado, las creencias paganas de la comunidad aborigen la religan a rituales chamánicos y profecías de brujas que vaticinan malos augurios. En definitiva, la otredad en mayúscula son las mujeres, los indios y los pobres, los relegados de la sociedad, los abandonados, los que no tienen voz, los subalternos que no pueden enunciar. Son ellos a quienes les resta sólo escapar o intentar escapar del castigo social a lo largo de la ruta.
Las furias dialoga directamente con Nazareno Cruz y el Lobo de Leonardo Favio. No sólo desde la dinámica de la leyenda popular, sino desde la perspectiva del amor prohibido con destino trágico. En esta instancia, el melodrama emerge como un caudaloso mar de emociones. Lo que debe ser, lo que es y lo que será. Tiempos que se entrecruzan, confluyen y dirigen hacia un nuevo presente. Pero esa oportunidad del aquí y ahora está condicionada por los accionares del pasado. Y, como presagia la sentencia griega, “el que las hace, las paga”. La venganza, el karma, la ley de causa y efecto tienen un peso fundamental en este relato. La joven que huyó del seno familiar, lamentablemente, la va a tener que pagar, así como también lo deberá hacer Leónidas. El castigo social a los “desviados” es inevitable, pero no por ello irresoluble. La última película de Tamae Garateguy nos invita a preguntarnos: ¿quiénes son las furias? ¿Las diosas griegas que castigan y condenan a todo ser que se desvía de las normas socialmente establecidas? ¿Es el sentimiento de ira irrefrenable de los que no tienen voz? ¿O es simplemente un pedido de justicia? Quizás en los desiertos solitarios de Mendoza hallemos la respuesta.
Calificación: 8/10
Las furias (Argentina, 2019). Dirección: Tamae Garateguy. Guion: Diego A. Fleischer. Fotografía: José María Gómez. Montaje: Catalina Rincón, Ignacio Masllorens. Elenco: Guadalupe Docampo, Nicolás Goldschmidt, Juan Palomino, Daniel Aráoz, Susana Varela. Duración: 71 minutos. Disponible en Cine Ar.
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