Por Paula Vazquez Prieto

En Jerusalén, un hombre encerrado en un cubículo de vidrio espera ser juzgado frente a un tribunal. Las imágenes documentales en blanco y negro lo muestran mientras se suena la nariz e intenta contener el incómodo resfrío que lo aqueja. Por momentos parece no entender las palabras que le llegan a través del audífono que transmite, en alemán, lo que el fiscal pronuncia de manera enérgica en hebreo. El acusado es Adolf Eichmann, oficial de las SS durante el nazismo, capturado ilegalmente en Buenos Aires por el Mossad, el servicio secreto israelí. Estamos en diciembre de 1961 y se lleva a cabo uno de los más importantes juicios por los crímenes del Holocausto luego de los procesos de Nuremberg. Hanna Arendt, teórica política de origen judío que escapó de un centro de detención en Francia y obtuvo la visa para emigrar a los EE.UU. en 1941, es la testigo privilegiada de ese hecho histórico y la verdadera protagonista de la reflexión sobre el mal y la justicia que esos días darán origen.

La historia de la película de Margarethe von Trotta, ex actriz de Rainer Fassbinder y directora de Las hermanas alemanas (1981) y Rosa Luxemburgo (1986), entre otras, excede el momento del juicio y se concentra en la gestación de su famoso libro Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal. Arendt había viajado a Israel como corresponsal de la revista The New Yorker, para la que publicaría una serie de artículos. La reacción adversa que originó la idea de Arendt respecto a la relativa responsabilidad de Eichmann en la masacre cometida –a quién consideró un insignificante burócrata que cumplía órdenes de manera automatizada, inmerso en una estructura totalitaria a la que era incapaz de cuestionar- se combinó con la mención explícita del rol de los líderes de la comunidad judía en la entrega de las víctimas para su posterior exterminio. En realidad, fue este punto el que despertó la indignación de la comunidad judía en general y, particularmente, de la estadounidense.

El impacto del registro documental del verdadero rostro de Eichmann -su desconcierto, su malestar indolente- están al servicio del efecto que la misma película busca lograr: anticipar al espectador la absurda disparidad en la relación entre la maldad inconmensurable de los actos aberrantes de los genocidas nazis y su aspecto ordinario e intrascendente. La Hannah Arendt de ficción, interpretada sólidamente por Barbara Sukowa, mira atenta desde la platea de asistentes y ensaya mentalmente las observaciones que expondrá escenas más tarde frente a sus estudiantes, a sus amigos, a su editor, y a todo aquel que quiera escucharla. La puesta en imágenes de un proceso interno como la gestación de una idea, su desarrollo intelectual, y los vericuetos de su circulación pública, es el consciente desafío que asume la película y sortea con más aciertos que tropiezos.


Las quejas de la Arendt observadora respecto a la espectacularidad del juicio, a los dramáticos soliloquios del acusador, a las intervenciones calculadas de las víctimas, nos permiten intuir algo que pasa también en la película: la sensación de que el pecado de espectacularidad invade todo intento de justicia. Justicia al personaje, en este caso, que se ve envuelto en una definición atrayente que captura el interés del espectador, más allá de lo que pueden hacerlo sus ideas. Barbara Sukova pronuncia algunas frases con inflexiones propias de la oratoria, mientras fuma de manera escenificada e informa en sus gestos y miradas la importancia de su intelecto. Sin embargo, von Trotta alterna, con astucia, esos vicios de la forma cinematográfica con breves dosis de didactismo, sin resultar aburrida o trivial, y afronta los ritmos peculiares de la discusión filosófica con una habilidad innegable.

Ya entrenada en el pulso del biopic, condimenta el episodio central de su historia –no el juicio, sino el nacimiento de esa noción capital sobre la banalidad del mal y la consiguiente controversia que despertó- con detalles que permiten intuir al espectador algo más sobre el carácter de un personaje distanciado y enigmático. Su relación personal e intelectual con Martín Heidegger, sus vínculos con la comunidad académica de Nueva York, sus amigos exiliados, sus pesares del pasado, las huellas del exilio, todos son detalles que iluminan el costado privado de una de las grandes pensadoras del siglo XX. Lúdica y no por ello menos convincente, la Arendt privada es la que parece interesarle verdaderamente a von Trotta. Su resistente complejidad, aún sometida a cierto reduccionismo que es inherente a todo proceso artístico, emerge en su vínculo con Heinrich, su marido (Alex Millerg), en la complicidad con su amiga, la novelista Mary McCarthy (Janet Mc Teer), en sus silencios, en sus paseos por su casa de campo, a solas, cuando intentamos penetrar en su mente, como intrusos, de a ratos.

Sabemos que no todos los espectadores están familiarizados con los detalles del suceso, o con las frases extraídas de sus libros, o con las particularidades de sus conceptos filosóficos. Y si lo están, y la película resulta algo didáctica o recurre a vicios discursivos, el riesgo de la incomprensión y la pretensión académica se tornaría arrogante en demasía. Más allá de alguna escena de reunión de amigos donde las ideas elaboradas en un texto académico se diluyen al ritmo de martinis y canapés, o de los flashbacks de Berlín con un Heidegger un tanto baboso y redundante, la película de von Trotta captura el vibrante ingenio de Arendt, su agudeza teñida de un aroma de soberbia que no empaña su costado humano y estimula en nosotros el placentero ejercicio de la curiosidad.


Hannah Arendt y la banalidad del mal (Hannah Arendt, Alemania/Francia, 2012), de Margarethe von Trotta, c/Barbara Sukova, Axel Milberg, Janet Mc Teer, Julia Jentsch, Ulrich Noethen, 113’

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