Atención: Se revelan detalles de la trama.

posterAl principio, la Invocación: porque sin muerte no hay beatificación, la película comienza con los tonos mortuorios de la tragedia. Sobre una placa en negro, los relatos del accidente ocurrido el 7 de septiembre de 1996 son la antesala del relato que inicia con una toma ubicada sobre el cajón de Gilda desde adentro del auto. Al otro lado, el llanto realzado por una copiosa lluvia golpea sobre el vidrio tocado por las manos de los fanáticos cerradas en flores blancas, tal cual como lo harían en una procesión para acercarse a la imagen santa.

El corte a la próxima escena es a la vez un corte que separa universos en conflicto: el espejo le devuelve la mirada fija de una maestra jardinera, esposa y madre devota, de un rostro que parece haber arrastrado la mortaja del cuadro anterior: el cansancio y la tristeza colman la pantalla. Es esa polarización la que mueve la trama: la estrella deificada, por un lado, y la mujer “de casa”, por el otro. De ahí el recurrente Juego con los espejos: Miriam y Gilda se disputan la imagen. Era necesario el desdoblamiento en otra identidad para acomodar el caos y enfrentar la realidad de la naturaleza que le tocaba vivir.

La protagonista se mueve siempre entre tinieblas, rara vez la luz le acaricia el rostro para mostrar la satisfacción, y esos momentos son en los que canta, ensaya o compone, aferrada a su guitarra. Su camino recorre el paso de un infierno a otro: el de la casa y el del negocio de la cumbia.

gilda_1Su esposo aparece dándole la espalda, embebido en Fútbol de primera, mientras ella busca el contacto de una guitarra, en un abrazo que es todo el refugio que se le presenta de momento, un refugio que es, además, evocación del padre como fantasma presente en la expresión musical: la música es el elemento místico que rompe la realidad pura y dura para abrirse paso hasta lo espiritual. La ofrenda divina se manifiesta en tonos de cumbia: es la música la expresión de la divinidad. El marido como constante amenaza de una violencia que no llega a concretarse, esperando desde las sombras, un mal que sólo retrocede ante la figura actuando en el escenario, porque la música también funciona como exorcismo. La luz cálida que la contiene cuando está con su padre cantando es la contraposición a las sombras del marido y la madre ausente, quienes constantemente le reclaman: “¿Dónde está la maestra jardinera?” Opresión sujeta al prototipo de conducta que se espera ella encarne. Por el otro lado, el de la industria musical (que no es lo mismo que “el de la música”, como catarsis, como don), también se realiza una opresión tratando de amoldar su figura a “lo que vende”, y al physique du rôle marketinero. En ese ambiente tampoco se siente cómoda, y el mismo se muestra amenazante, sucio. De hecho, en el primer encuentro con El Tigre (personaje interpretado por Roly Serrano, estilizado de mafioso sin tapujo alguno, que maneja los recitales de la movida tropical) el espacio la acorrala entre pasillos/patíbulos, donde todo se asemeja a una cárcel, con rejas, literas sucias, y luces saturadas hasta la putrefacción.

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Del rechazo absoluto hasta la glorificación: ese es el camino del mártir sacrificado en busca de romper ambos parámetros.

Es en el escenario/altar donde todo se anima, donde cobra la libertad de la vida, contra los escenarios de opresión, donde todo es asfixia y degradación infausta. Es en el escenario, donde acaece el plano de la manifestación: mirándola desde un ángulo contrapicado, una cruz dorada se destaca sujeta a su cuello, y ante el llanto de una nena, se inclina y en un acto de sumisión le toca el rostro anonadado para calmarla. Esa delineación de la figura de una virgen se completa con la breve y única referencia literal de la fe, en la que una admiradora le pide su bendición.

La adoración no sólo es mostrada por la cámara sino encarnada por ella: los planos son siempre cerrados, muy cercanos a su rostro, sobre todo cuando la capta en su faceta artística. Ese voyeurismo no lleva a fragilizarla en momentos sexuales. Si tiene un amorío con Toti Giménez, nunca se plasma en pantalla, porque la idea de pureza es indispensable. Pureza que, además, se pinta de nostalgia gracias a los recurrentes planos agoreros que hacen que la muerte esté presente siempre (los viajes, los desmayos, el caminar por los pasillos en cámara lenta. La escena que sintetiza todo lo propuesto es la del casamiento: de espaldas a la cámara, encaramada en el auto, extiende los brazos a la noche mientras es atravesada por las luces de autos que la cruzan de frente, cuando el volar del velo/sudario lo deja abandonado en la ruta y la cámara se queda con él, dejándola ir.

0001965048Las escenas de su sufrimiento la martirizan. Es la incompatibilidad de sus naturalezas la que la desmorona. Cuando los mundos se aúnen y consiga paz para el conflicto motor de la trama, ahí  la asunción será posible. El público arde entonces con encendedores a modo de velas en una congregación que ya ha dejado de ser secular, al tiempo que el montaje hace un juego entre el escenario y el micro en la ruta nocturna. Los latidos del corazón se detienen para dar paso a la canción tropical con sus ritmos gozosos. Lo mortuorio se vuelve celebración, porque esta es la actualización del mito, del hacer presente el tiempo bendito. Imágenes que se niegan a ser panegírico sino íconos litúrgicos que funcionan como evangelizadores de la palabra divina, mensaje que en la película está dado por la idea de la lucha para realizar los deseos sin sucumbir a los cánones impuestos al rol de la mujer en diferentes lugares sociales.

La corona de flores que popularizó Gilda bien podría ser de espinas, porque la historia es en realidad el relato de la pasión. La película, más allá de ser un homenaje, funciona en forma de leyenda narrando la vida de la estrella devenida en ídolo, ese fenómeno de masas que manifiesta que la adoración es siempre una cuestión de fe. El guion no se construye bajo la obsesión de remarcar milagros a diestra y siniestra, no se cuestiona ni se ensalza en quimeras, sino en narrar la vida de una mujer, madre, esposa, en busca del sueño de sumergirse en el mundo de la música. Las acciones son mundanas, pero la imagen las beatifica. “Entre el cielo y la tierra” queda el halo de santificación, dejando aflorar el Misterio: no se demuestra, sino que se muestra; esa es la única forma posible de presentar la revelación.

Aquí pueden leer un intercambio entre Marcos Rodríguez y Marcos Vieytes sobre esta película.

Gilda, no me arrepiento de este amor (Argentina; 2016), de Lorena Muñoz, c/Natalia Oreiro, Roly Serrano, Javier Drolas, 118’.

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