12779256_1714780938768121_7718289183064749615_o Gustavo Fontán apuesta institucionalmente por su nuevo material, El limonero real. Película anunciada desde hace tiempo, la campaña que acompañó a su estreno buscó y busca instalarla  -y a él como director- más extensivamente que a sus trabajos anteriores. Veintiséis años del primer cortometraje, debutando diez años más tarde en el largometraje con Donde cae el sol, una narrativa convencional que casi no deja rastros sobre el resto de su obra.

Espacios y cuerpos. El vínculo entre dos elementos de la imagen, entra en juego en el mundo Fontán. Por un lado sus espacios que, depende del caso, luchan más o menos por independizarse de los cuerpos que los habitan. Por otro los personajes, que oscilan entre cobrar entidad narrativa y supeditarse periféricamente a un contexto que se los engulle. Tal búsqueda de autonomía entre estos componentes nos conducen a la bisagra en la cual se desarrolla todo su cine: imágenes de los intersticios, del entre, de aquellas zonas interiores y exteriores que se presentan por fuera de un eje central. En tal sentido, el título de su segundo trabajo, Canto del cisne (1994), resulta elocuente para pensar su obra completa. Pues refiere metafóricamente a ese último gesto, canto o develación justo antes de la muerte, que nunca había aparecido. Un momento de lucidez, en el cual aparece desde lo infinitamente más grande a lo infinitamente pequeño. Es en esa articulación en la cual se puede pensar la concepción de sus imágenes. Ya en este trabajo, su estética rudimentaria contiene en germen su universo posterior: interiores con mortecinos claroscuros y exteriores despojados, con la emisión de textos en off del poeta Jacobo Fijman. Pero sobre todo la inquietud sobre el tiempo. Aunque en estos comienzos el mismo se encuentre supeditado todavía a los cuerpos y el espacio no haya cobrado vuelo propio. Donde sí ocurre esto es a partir de sus dos trilogías: la de la casa y la del río. Seis películas que condensan la pulpa del universo en el cual se desarrolla el viaje de ida de Fontán.

La falsa contención del hogar. La trilogía de la casa está gobernada en el cuadro mayormente por lo que los puristas de la Naturaleza consideran una invasión: la arquitectura. En El árbol (2006) aparece como entorno protagónico la casa familiar, sus espacios y un árbol en su frente. Aquí los habitantes por momentos hablan y aparecen fotos, y con ellas la imagen de otro tiempo. En La casa (2012) , la prioridad son los interiores de una vivienda. Sus habitantes se presentan en el cuadro como cuerpos sin actualizar. También una familia habita el lugar, pero concebida a partir de un cuestionamiento del aquí y ahora de las situaciones. La muerte -siempre presente en Fontán- en este caso será la muerte de la casa a través de su demolición. Interiores como contextos finitos que se encuentran condenados a su habitabilidad para invariablemente perecer; contrariamente a los entornos naturales. Con Elegía de Abril (2010) se completa la trilogía. Basada en la elegía a la muerte de la madre del poeta Salvador Merlino, la virtualidad se plantea en este caso desde la partición en la película de dos unidades: en la primera, el hogar Merlino se encuentra habitado por los hijos, los cuales aparecen de cuerpo presente en la película. En la segunda, dos cuerpos extraños, insertados, comienzan a promover una zona virtual, jugando los actores Lorenzo Quinteros y Adriana Aizenberg, el juego de dobles de los hermanos. Espacio y personajes entran de este modo en una zona de extrañamiento.

el-rostro-vcEntornos sin respuesta. El planteo de la trilogía del río es a partir de la prioridad en planos generales sobre entornos naturales que no se presentan meramente “bellos”: su intervención a través de los recursos de la cámara otorgan un plus que instaura una nueva posibilidad de lectura de la imagen. La orilla que se abisma (2008), inspirada en poemas del entrerriano Juan L. Ortíz, es un planteo apoyado enteramente en el polo perceptual. Filmada en Entre Ríos, aparecen efímeramente algunos cuerpos humanos sin relevancia narrativa: son parte del entorno. El foco está puesto en las posibilidades de exploración, sobre todo de un río, que es presentado desde diversas posibilidades a través de los sobreencuadres, de los fuera de foco -que en algunos casos gobiernan el cuadro completo- y de los movimientos de una cámara que se desplaza desde una presunción azarosa. En El rostro (2014) la prioridad se invierte: a partir de la decisión estilística del blanco y negro un cuerpo guía los planos generales, los conduce. Nos lleva a desembarcar junto a él y su bote en una isla en la cual conoce a “otros” (¿o los re-conoce?); pero la virtualidad que en la trilogía de la casa se planteaba sobre todo en los interiores aquí gobierna los entornos tan naturales como intervenidos. En este caso el vector es un hombre que llega, interactúa y al final se retira. Con respecto a La orilla que se abisma, la decisión aquí es a favor de una mayor narrativización a partir del eje en los cuerpos, aunque los mismos no lleguen a actualizarse.

La contracara de quienes demandan narratividad en cualquier película son los apologistas del entorno natural como paraíso perdido para quienes cualquier presencia de un cuerpo humano se presenta atentatoria contra el reinado de la Naturaleza. En tal sentido, las imágenes de Fontán son una zona de disputa entre personajes y entorno, con la jerarquía habitual de este último. Será su última película, El limonero real –basada en la novela homónima de Saer-, la que más pone en evidencia esta disputa como tensión.13

El mito de la adaptación cinematográfica. Fontán toma el título, toma los personajes del relato, sus nombres y algunas líneas narrativas: pero el mundo del escritor santafesino se resigna para dejar paso a otro. No podría ser de otro modo; las imágenes de El limonero real de Fontán son independientes: el director dialoga mucho más con su propia obra. El día en la vida de Wenceslao queda en la novela. El personaje de Fontán ya no es Wenceslao porque Wenceslao está perdido. Es un cuerpo, el de un actor que deviene imagen. Con la historia actoral del cuerpo de German Da Silva llamado habitualmente a ser filmado en contextos alejados del mundo urbano. En la novela el nombre del protagonista se repite recurrentemente; aquí es imagen cinematográfica. No existe la adaptación; solo la referencia para construir otro lenguaje.

Desplazamientos e intersticios. La subjetividad del matrimonio entre el protagonista y su esposa se encuentra atravesada por la muerte de un hijo ocurrida hace tiempo. Ella no sale de un duelo trasladado al cuerpo, se instala en la enajenación. Es fin de año y rechaza la invitación de su hermana. Pero él decide ir a la reunión con el entorno de Rosa, la cuñada, y su familia. Pasa el día hasta la noche, sucesivas comidas, interacciones, reuniones, la cena, un mortecino baile durante el festejo y el regreso a casa.

¿Cómo construye su estructura El limonero real a partir de un cuento tan mínimo? Si es Fontán, será a través de su ya citado universo de intersticios en los cuales se encuentra la sustancia. Tomando el comienzo la cámara recorre el transcurso del agua del río en línea recta, lenta, pausada. Un plano general con ropa tendida en un dominio azulado; una casilla en un costado. De la misma sale el cuerpo del personaje central y desaparece por el lateral. El cuadro originario, ya sin él, persiste unos segundos: el entorno trascendió al personaje. Esto es un preanuncio de la estructura de la película, la cual cierra en el mismo espacio. El punto de vista de Wenceslao/Da Silva domina en El limonero real, pero como itinerario delineado en base a un conflicto visible está ausente. Lo que emerge entonces es su trayecto en sí, con mucho menos posibilidad de prestarse a la metáfora. Un cuerpo que se desplaza caminando a través de un imprevisible plano general encuadrado por una cámara en mano la cual degusta el tiempo de su caminata por medio de su espalda y nuca. Un cuerpo remando en un bote enfatizando un primer plano que vale en tanto duración y relación del individuo con su entorno por más que en ese momento la cámara lo relegue. Un cuerpo vinculándose con los otros por medio de la compañía en presencia y frases cortas. Un cuerpo que no tiene necesidad de ocupar un espacio central en la reunión; está cómodo (o mejor, instalado) en la periferia. Integrado, pero a medias ausente. La relación de la cámara con lo natural alimenta mucho menos la virtualidad que en las otras películas de la trilogía. El foco y fuera de foco se alternan en función de una mayor atención en la alternancia. A modo de ejemplo, él y el niño Agustín se internan en un plano general delimitado a los lados por dos árboles que se encuentran en foco, pero el fondo no: entran en otra dimensión.

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En La orilla que se abisma, el fuera de foco ocupaba todo el cuadro en un importante lapso de tiempo. Aquí el recurso se encuentra dosificado en función de un recurso expresivo que opera perceptualmente en el relato. Y cuando el foco/fuera de foco se ocupa de los cuerpos, el foco de la cámara equivale al narrativo. Con los planos generales no ocurre necesariamente así. El extrañamiento promovido por el fuera de foco, tiñen al espacio de misterio, de la sensación de lo lejano e inabordable.  En tal sentido, en consonancia con la trilogía, la naturaleza no se presenta armónica pues está intervenida por los movimientos de cámara, el trabajo con las lentes y la promoción de bloques de tiempo. Pero no tanto como para eclipsar una historia que se sostiene todo el tiempo: este centro no se pierde. Solo se enfatizan a través del tratamiento temporal, momentos ajenos a la acción. Como el sonido de una lluvia que pareciera barrer el presente, pero lo que más hace luego es reconfirmarlo. La claridad posterior delimita el atravesamiento de un nuevo umbral. El litoral argentino -específicamente en Santa Fe, lugar de los hechos- resulta el marco propicio para el trabajo con el tiempo de caminatas en plano secuencia por medio de una cámara en mano ubicada en la nuca del caminante. Wenceslao, solo o acompañado, es pensado por la cámara a través del tiempo de esa caminata: el cuerpo emerge como tal. Así, los personajes atraviesan espacios desde la llanura a la vegetación; se internan: la marcha como acción se encuentra interferida por el entorno. Pero la decisión es acompañar estos desplazamientos, no promover accionares ni vagabundeos. Y progresivamente, el cuerpo de Wenceslao se va perdiendo en la maleza para desaparecer en ella, en un triunfo parcial de la naturaleza.

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Pero no solo en la maleza: cuando Wenceslao se zambulle en el río, el registro sonoro deviene una percepción que supera la mera sensorialidad que enfatiza los cuatro elementos: se añade un sonido extra, tan sutil que parece lejano, convocado desde una dimensión paralela, no distante sino integrada. El punto de vista, en un momento parece independizarse del personaje para seguir el curso de unas hojitas que dependen de un pequeñísimo tronco, resto de aquella vegetación que el cuerpo del buceador pareciera haber dejado atrás. Las hojas se funden en el plano con un sol frontal a la cámara que encandila y obtura la definición de la rama. El mismo sonido reaparece luego, durante un baile nocturno posterior a la cena. Un microclima de extrañamiento es alimentado desde la promoción del sonido, unificador de toda la escena. La cámara sectoriza a cada una de las parejas que danzan, envueltos por un aislamiento sonoro que torna muy lejana la ahora insuficiente sensorialidad de la naturaleza. Una percepción envolvente tiñe el mundo de personajes; el mismo sonido de la zambullida regresa para albergar ya no la intimidad de Wenceslao, sino el universo completo.

Durante el regreso en bote, ambos viajes, el diurno de ida, y el de trasnoche al regreso, arrastran la reconfirmación de un tiempo que se presentó a lo largo de toda la película como el tema mismo. La luna que acompaña, y que merece un persistente plano, no hace más que confirmar la ya conocida soledad de un hombre condenado a estar despierto.

Confluencia. La tensión entre relato y entorno en El limonero real,  lleva a leer también una confluencia. Pero de la jerarquía del entramado sonoro y visual y la resignación de lo metafórico lo que menos hereda el espectador es un mundo tranquilizador. Todo el universo no cesa de abrirse y de atentar contra el sentido unívoco.

Acá pueden leer un texto de Azul Aizenberg y acá otro de Gustavo Gros sobre la misma película

El limonero real (Argentina, 2015), de Gustavo Fontán., c/Germán De Silva, Patricia Sánchez, Rosendo Ruiz, Eva Bianco, 77′.

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