Ontología de la epidermis (o el morbo de la flagelación). Un rostro desfigurado, colmado de hematomas. Un cuerpo lacerado, desgarrado por la tortura, tatuado en sangre por infinitos latigazos. Más y más sangre. Mucha sangre. Charcos de sangre a su alrededor. Esta es la novedosa iconografía que introduce Gibson en el cine: un Cristo de rasgos irreconocibles, deformado por la violencia extrema del castigo.

Tributario de la estética gore o splatter, el film se regodea en la explotación visual del martirio con una obscenidad descarnada. El suplicio físico es todo lo que importa. Desde los primeros minutos hasta la crucifixión, Cristo es una bestia encadenada sometida a todo tipo de flagelaciones. La morbosa creatividad para exhibir las formas en que la carne de un hombre se desgarra es llevada hasta el extremo de deleitarse en cada detalle, en cada fragmento lacerado.

Esta apología de la violencia física pretende cubrirse con el epígrafe inicial: “Fue traspasado por nuestras rebeldías, triturado por nuestras iniquidades; por sus llagas hemos sido sanados” (Isaías 53). Esas llagas obsesionan a tal punto al director que la pieza se limita a una interpretación meramente epidérmica del suplicio cristiano, como si el tormento que le tocó padecer al Redentor se afincara en lo más superficial de su anatomía. El resultado es un Cristo con el rostro embadurnado de contusiones de látex y todo su cuerpo labrado por un bajorrelieve de maquillaje sangriento.

El torbellino de sangre y desfiguraciones corporales que ocupan las dos horas del film se alivia apenas en la última escena, cuando de la tumba emerge un cuerpo resurrecto completamente desnudo, cuya epidermis emana una tersura digna del mejor tratamiento cosmetológico. La pieza cierra así en clave dermatológica, como si el hondo dilema del protagonista se limitara a una cuestión de piel.

Que al film no le interesa nutrir al espectador con el ideario cristiano resulta una obviedad. El valor de su doctrina, sus enseñanzas o su mensaje no tienen cabida en una aproximación puramente materialista. El personaje opera tan solo como excusa para desarrollar una estética centrada en el morbo, en el goce voyerista del tormento de un cuerpo. Esa suerte de apoteosis de las mortificaciones en la humanidad orgánica de Cristo se erige como único sostén del espectáculo visual. Y todos los efectos especiales están puestos al servicio de conmocionar al público: desde el abuso de la cámara lenta para prolongar la pregnancia visual del dolor a los golpes sonoros para amplificar emotivamente el momento del impacto.

Para que la conmoción se potencie, Gibson adosa al gore ciertos tics básicos del cine de terror, como las apariciones de niños que de repente mutan en demonios o la directa aparición de un Satán de rostro y verbo andrógino que se pasea durante la agonía llevando en brazos un bebé de aspecto tétrico y deforme. No solo se relame en la sangre y los flagelos corporales, busca además el sobresalto y el espanto mediante inserts perturbadores. La idea es no dar respiro al espectador, replegarse siempre sobre continuos recursos visuales o sonoros que impongan sin pausa un estremecimiento perceptivo inmediato.

La interpretación actoral abona la desmesura. Los rostros tienden a la mueca exagerada del temblor, la pavura, la misericordia o la impiedad, según el personaje. El caso más sobresaliente y lastimoso es el de Barrabás, que aparece no como un zelote combativo sino como una suerte de troglodita un tanto oligofrénico que después de triunfar en la elección sobre Jesús, le saca la lengua y se burla de él como en la pantomima de una obra para niños. Pero hay más ejemplos ingenuos: dos legionarios encargados de fustigar a Jesús son retratados como si fueran apenas un par de imbéciles. U otra secuencia absurda y ya rayana con la homofobia: la exhibición de la decadencia de la corte de Herodes Antipas, estigmatizándolo como un rey homosexual rodeado por una corte de bufones travestis. Todos ellos escarnecen y se burlan de Cristo.

Todas estas distorsiones de la verdad histórica y/o evangélica colisionan con ese supuesto objetivo de rodar el film en arameo para otorgarle más verismo. En principio, porque sería absurdo pensar que la puesta de un hecho histórico será más veraz si los diálogos respetan los originales sonidos guturales vertidos hace dos mil años: se trata de una representación, y como tal no prima la veracidad sino la verosimilitud, basada en la congruencia de cada elemento con el sentido estético de la obra. Y la ridiculez se acentúa porque, aun ante la superstición de una veracidad, su propósito se derrumba al escuchar dialogar a Cristo y Pilatos en latín, cuando a lo sumo lo habrían hecho en griego, o al escandirse el ritual judío en arameo, cuando invariablemente se celebraba en hebreo.

Las imprecisiones, sumadas a los estigmatizados personajes referidos, la inclusión de un demonio andrógino que se pasea por el film, los niños endemoniados que pululan por la historia, la Virgen limpiando en el pretorio el charco de sangre que dejó la tortura o el maniqueísmo con que es tratado el sanedrín se dan de bruces también con la supuesta fidelidad tanto al Evangelio como a la crónica histórica. Lo fidedigno en el film brilla por su ausencia. Desde la sangre y las contusiones hasta sus ilusorios personajes, todo es una puesta en escena que adultera las fuentes. Todo el film es una gran falsificación, un artificio efectista que rebosa una indudable pasión por la hemorragia.

La Pasión de Cristo (The Passion of the Christ, Estados Unidos, 2004). Dirección: Mel Gibson. Guion: Mel Gibson, Benedict Fitzgerald. Fotografía: Caleb Deschanel. Montaje: John Wright, Steve Mirkovich. Elenco: Jim Caviezel, Maia Morgenstern, Christo Jivkov, Monica Bellucci, Francesco De Vito, Mattia Sbragia. Duración: 127 minutos.

El texto es parte del libro El rosto de Cristo en el cine. Una lectura cinematográfica del Evangelio, de Gustavo Bernstein. Se puede conseguir en librerías de la ciudad de Buenos Aires y en MercadoLibre para el interior de la Argentina.

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