Mi amigo compra pochoclo. Whisky, pochoclo y Coca cola. El Freddy Krueger de un diabético. A Michael Mann hay que verlo en el cine, compañeros. Cuando este texto salga Mann ya va a estar metido en un living, pero Mann es de sala. La más grande, la más ruidosa. En el Cinemark Palermo, a diferencia del Village, el volumen está bajo. Alguna vez una buena sonidista del cine nacional me dijo «en el Village Recoleta ponen el sonido como tiene que ir, y es el único de Buenos Aires que hace eso». Y tenía razón. Hace mucho que no voy, pero era así. El mundo cambia. Se empobrece. Y crece. Y Mann está atado al mundo viejo. Por suerte. Pero no. Siempre estuvo atado también al cambio. Fue, como Cameron, el que mejor provecho le sacó a la tecnología en pos del relato institucional. Un tipo viejo pero nuevo. Y en ese sentido es más genio que Eastwood; o un genio diferente, para qué seguir jerarquizando. El viejo quiso Ferrari (2023), quién no. Pero se la quedó Mann, vaya uno a saber por qué. Y en Ferrari, lo haya ideado Sidney Pollack o no, se habla en inglés, pero con acento tano, una estupidez, o sea una genialidad; Michael Mann la tiene tan grande que te mete el mayor verosímil del año con veinte tipos hablando en italoamericano en medio de Módena, de Roma y de donde sea.

Hay un choque espectacular, claro, pero de CGI. Lo mejor es físico: ¿andan esas Ferraris por las rutas italianas? Pero claro que sí. No porque sepamos que sí, sino porque es así. Y la biopic -fiel al libro de Yates o no, fiel a la realidad o no, no importa-, muta a sport movie y los raccord se rompen poco porque Mann es un obsesivo, mucho cambio sobre el eje, no se va de izquierda a derecha y de derecha a izquierda a cada rato, que no importa, pero a él le importa todo. O sea, nada. Y la cámara sigue la carrera volando como una mariposa atómica alrededor de esos cohetes rodados. Mann es un obsesivo como sus personajes. Porque a Jimmy Caan (como decirle James, si es un amigo) en Thief (Mann; 1981) le dio la máquina más grande, más profesional, más pesada y material que encontró, y le hizo abrir una caja fuerte como si fuera una lata de atún, compañeros. Cómo no le van a gustar las máquinas. Miremos juntos un capítulo de Miami vice (1984). Juntémonos para eso.

A Mann no le importa el boludo que termina de laburar y se va a poner en pedo a olvidarse de todo (o sea vos y yo). Le importa el loquito que labura 24 horas porque el día no tiene más. Su gran discípulo es Ben Affleck. Que siempre pone a laburar a todos. Sin Heat (1995) no existirían los choreos de The town (2010) y sin Mann todo no existirían ninguno de sus protagonistas, los mejores en lo suyo, siempre, desde su hermano investigando en Gone baby gone (2007) a los workaholics de la genial Air (2023). Qué bien laburan sus personajes. ¿Por qué? Porque son ellos. Mann y Affleck son sus personajes. No es suerte, amigos. Es laburo. Enzo Ferrari además de obsesivo fue un hombre libre, como su Larry de Jericho Mile (1979) -en España traducida justamente como Hombre libre-. Como su Jimmy. Como su chorro y su rati favoritos: Hanna y McCauley. Como su Ali. Que son libres porque son esclavos de sus pasiones. Como Mann. Que, por suerte, se apasionó con el cine.

Ferrari (EUA / Reino Unido / Italia / China, 2023). Dirección: Michael Mann. Guion: Michael Mann, Troy Kennedy Martin. Fotografía: Erik Messerschmidt. Edición: Pietro Scalia. Elenco: Adam Driver, Penélope Cruz, Shailene Woodley, Gabriel Leone Sarah Gadon, Jack O’Connell Patrick Dempsey. Duración: 130 minutos.

Si te gustó esta nota podés invitarnos un cafecito por acá: