El sistema de estudios y el star system hacen de Hollywood lo que es: una fábrica de estructura fordiana que engendra productos serialmente bajo una serie de procedimientos que sustentan su comercio y rápida absorción. Uno de esos procedimientos es la creación de celebridades a modo de amuletos para el negocio. El tratamiento que Ricki and The Flash da a Meryl Streep adhiere y consagra ese método.
¿Cuántas veces habremos sucumbido ante una película deleznable en busca del encuentro con el actor e incluso recurrentemente sobrevolar las mismas atrocidades para acceder con la mirada a esos protagonistas devenidos en ídolos, en el sentido más religioso del término? En el sistema de estrellas, la cámara transforma al cuerpo en una mercancía, y como tal lo dota del fetichismo mistificador, practicando una deshumanización en la que el cuerpo se transforma (se recorta, se achica o se agranda, se retemporiza) perdiendo su libertad. De esa forma el registro cinematográfico captura la totalidad de la fuerza en los discursos y la dictadura de sentido se hace tanto hacia el cuerpo sodomizado por el encuadre, como hacia el espectador que consume inmóvil las imágenes encuadradas. La pulsión cholula tiene su origen y justificación en la visualidad imperante en occidente, donde la imagen y su visionado son los modos de percepción imperantes, donde ser es ser visto. Asimismo es adjudicable al antropomorfismo, en el que el cuerpo del actor entra en relación con el cuerpo del espectador, formando un lazo empático. El actor, por lo tanto vale como gesto, como mimo fantasmagórico. Y ese ídolo vale en tanto narrador de historias, cuentista naturalizado que crea ilusión de verdad (unívoca).
Desde el cartel publicitario, Ricki and The Flash comienza a poner en funcionamiento ese mecanismo, donde el 85% del cuadro está ocupado por la imagen de Meryl Streep. La película reproduce dicha obsesión comenzando con planos cortos, mostrando en detalle partes del cuerpo del personaje (“Ricki”), y desde entonces no se privará de él en ningún plano. Esa fuerza totémica tiene doble potencial: del lado del espectador, abandonarse a la realidad (re)creada como vía de escape de las vicisitudes personales cotidianas; del lado del productor, utilizar esa naturalidad para alimentar, a veces grotescamente, al espectador felizmente alienado. Porque más allá del comercio netamente monetario que supone la industria cinematográfica –la yanqui con sus “tanques”, sobre todo-, existe otro comercio mucho peor: el ideológico. En el caso de Ricki and The Flash el mensaje moralizador reaccionario, belicoso y chauvinista se presenta sin tapujos de forma por demás berreta. El cine deja de ser considerado un arte de las formas libertarias para encadenarse a la función de medio informativo, a reproducir mecánicamente los estatutos de la normalidad y de la censura. La película abre con American girl, de Tom Petty & The Heartbreakers, y la importancia no reside en la letra de la canción sino en el título y el posterior comentario del personaje: “Estoy orgullosa de ser una chica americana, aunque las cosas no se estén manejando bien estos días”. Posteriormente se le suma otra caracterización: “Yo apoyo nuestras tropas”, y da cuenta de ello visualmente a través de un tatuaje en la espalda de su bandera.
A pesar de pregonar rock, versiona una canción de Lady Gaga porque el público, dice, se lo pidió; gesto que parece nimio pero no lo es en absoluto, teniendo en cuenta la relación de la cultura pop con el mercado, una relación que la actitud de complacencia del personaje transcribe. En lo referido al rock, se recurre a la música del ‘70, época en que las mujeres continúan la lucha empezada la década anterior por lograr igualdad de derechos de género. En ese sentido aparece el discurso de Ricki sobre el rol de la mujer en el rock en relación con las expectativas socialmente determinadas para la mujer en el seno de la maternidad. No obstante, el tratamiento que le da la película reproduce con exactitud esa condena propuesta por el falocentrismo del statu quo: el rock es visto como agente negativo en tanto irrumpe contra la institución (familiar en este caso), y en tanto el carácter contestatario que caracteriza a ese género musical sucumbe ante la culpa de quién se sabe errado, precisamente por desobedecer los dictámenes sociales. Tanto así que el personaje de Streep desentona en el lugar de trabajo por no imitar la sonrisa que por contrato debe otorgar a los clientes. Es un personaje que no encaja pero lo desea, es así que toda la película versa sobre el intento de redención, de reconciliación con el Sistema (la importancia de los valores familiares está implícita en la elección de la propia hija de Streep -Mamie Gummer- como hija de Ricki en la ficción). Dado que el cine es magia, mágicamente lo logra, sin dar cuentas de un cambio de paradigma que de cuenta de la fusión entre los términos antagónicos. Pero lo logra. Ahí se produce la celebración de la institución matrimonial a todo ritmo del rockero obediente, vasallo pero –en apariencia- feliz.
De entre todo el amasijo ideológico corrupto emana su propia negación: lo grosero del mensaje pone tan en evidencia las huellas propias de su enunciación que termina rompiendo el disfraz clásico, el sueño determinado por las formas lubricadas, anunciándose a sí mismo como relato, reconstrucción artificial y por tanto fragmentada, partidaria. Divulga así su propia falsedad dañina.
Ricki and The Flash (EE.UU, 2014), de Jonathan Demme, c/Meryl Streep, Kevin Cline, Mamie Gummer, 101’.
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Es una película bastante mal y punto . Semejante análisis da risa
Mari: Ninguna película es «una película bastante mal(a) y punto», pero no está en mí comenzar una diatriba hacia usted por desconocer el poder del cine como medio de comunicación, como discurso potencialmente alienante y demás. Simplemente espero que encuentre lecturas más acordes a su risueña persona.
Saludos cordiales.