Por Ignacio Izaguirre.
El adolescente Simón Radowitzky llega a Buenos Aires desde Ucrania escapando de la persecución zarista. El 1º de mayo de 1909 participa junto con miles de obreros de una manifestación por la jornada laboral de ocho horas. El jefe de la policía de Buenos Aires Ramón L. Falcón ordena disparar contra la multitud pacífica porque los manifestantes “no llevaban banderas celestes y blancas sino banderas rojas”. Hay muertos y heridos. Unos meses después, Radowitzky mata a Falcón haciendo estallar una bomba en su carruaje.
La condena a muerte parecía inevitable. Sin embargo, a último momento, aparece la partida de nacimiento del condenado. Simón es menor de edad, tiene 18 años, no pueden matarlo. Lo condenan a reclusión perpetua en la cárcel de Ushuaia. Ahí sostiene luchas simbólicas como la de mantener la cama de su celda pintada de rojo. Estas luchas le cuestan días helados de encierro a pan y agua. Tras diez años en el penal logra fugarse ayudado por un militante anarquista que se hace pasar por guardia. Nadie conseguiría escaparse ni antes ni después. Su fuga lo lleva escasamente hasta la frontera con Chile, donde es recapturado y devuelto a prisión.
Pasan otros diez años en los que mantiene, o renueva, las ideas anarquistas. Sus antiguos compañeros y la militancia en general no lo olvidan. Para los que quedaron en Buenos Aires él es un símbolo y su libertad, una lucha. Tres dirigentes sindicales anarquistas negocian su liberación como condición para levantar una huelga. Estos dirigentes renuncian luego a sus cargos, consideran que negociar con funcionarios del gobierno es legitimar la existencia de una autoridad.
Cuando Simón sale de la cárcel tiene cerca de cuarenta años, pasó casi veinte aislado del mundo. Posiblemente no imagina que el jefe de policía anda ahora en automóvil. De alguna manera, sigue teniendo dieciocho años. El gobierno de Yrigoyen conmuta la reclusión perpetua por el destierro. Se va a Uruguay donde pasa otros dos años en prisión. Cuando sale participa, como no podía ser de otra manera, en la guerra civil española. Dentro de esta continuidad de pequeñas victorias simbólicas y grandes derrotas concretas, la guerra se pierde, pero Simón mantiene sus principios pacifistas y no empuña nunca más un arma. Su tarea consiste en llevar comida al frente. Termina escapándose a México donde trabaja en una fábrica de juguetes hasta que muere.
Esta historia es tan cinematográfica que hacer una película sobre ella sería redundante. Simón, hijo del pueblo es, en cambio, una película sobre Osvaldo Bayer contando esta historia.
Bayer se fue convirtiendo en los últimos años en una figura totémica. En su primera aparición en el film cruza una calle al final de la hermosa secuencia inicial. Su imagen de viejo inapelable llena la pantalla. Es la imagen del sabio, del antiguo guerrero. Su tarea en la película es traer a Radowitzky desde la historia a la realidad, salvándolo del mito y de la leyenda. Cuando cuenta el momento en el que los sindicalistas negocian su libertad, aclara que él lo sabe porque se lo contó gente que los conoció.
Este intento de acercar los hechos a la realidad se duplica con otro mecanismo para acercarlos, además, a la actualidad: la parte ficcionalizada de la película. Julián es un chico no mucho más joven que Simón al momento del atentado. El apellido de su madre es Radowitzky y él busca información sobre su antepasado. El momento en que se unen las dos líneas narrativas es quizá la única alusión a la política actual. Bayer asiste a un acto de FORA (Federación Obrera Regional Argentina) en una plaza de Buenos Aires. Un orador declama que la política del gobierno es “… fútbol para todos y libros para nadie”. En la escena siguiente se presenta a Julián. Está jugando al fútbol en un parque. Lleva la camiseta de Estudiantes de La Plata, enemigo del falconiano Gimnasia y Esgrima. Terminado el partido, recorre unos puestos de libros usados donde encuentra una revista sobre Simón. Tal vez una especie de “fútbol sí, libros también” en respuesta a la queja de aquel orador enojado.
Es Julián, caminando con sus amigos, el que encuentra el monumento a Falcón en Recoleta con la inscripción clandestina “Simón vive” junto al símbolo anarquista. Otra vez, ya no metafóricamente, la victoria simbólica sobre la derrota concreta. Posiblemente el anarquismo sea más una posición estética que una posición política. ¿Qué haríamos con la calle Simón Radowitzky más que vivir al 2600 o al 3900? ¿Qué clase de acto anarquista sería un monumento a Simón? Posiblemente la derrota sea la única forma de existencia no ideal del anarquismo. Puede existir en los libros casi no leídos, perdidos en un puesto de usados. Puede existir en el fútbol, en ese cabezazo del argelino Zidane en el pecho del xenófobo Materazzi, para perder la copa del mundo.
La estructura pacífica y sin estridencias de la película disimula que es, en esencia, un acto anarquista por lo políticamente incorrecto: la apología de un hermoso asesinato. En ningún momento a nadie se le ocurre mencionar pavadas como que hay otros modos de resolver las injusticias o que no debe hacerse justicia por mano propia. La muerte de un tirano se desea y se festeja, y su asesino es un héroe.
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