Hay algo que une a dos documentales que se estrenan el mismo día, y que parece repetirse en algunos otros trabajos (pienso en Chubut, libertad y tierra o de manera más tangencial en Foto Estudio Luisita). Tanto en La casa de Wannsee como en Esta película que llevo conmigo asistimos a intentos de recomposición de una memoria familiar, marcada en ambos casos por eventos excepcionales (la persecución a los judíos por el nazismo en una, la del exilio de los republicanos españoles tras el triunfo de Franco en la Guerra Civil). Pero en ambas, ese intento de recomposición tiene una particularidad: no son los hijos de los involucrados quienes reconstruyen ese pasaje por la memoria, sino los nietos. Hay un salteo de una generación en la que esa historia parece haberse naturalizado de tal manera que no implica preguntas ni dudas. Esa generación intermedia parece marcada más por los silencios de una carga transferida de manera directa de los padres a los hijos, que por la necesidad de saber. Los nietos, en todo caso, parecen entender que lo suyo es la búsqueda, las preguntas y la necesidad de encontrar esas palabras que llenen los espacios vacíos, tal vez porque el entendimiento es mayor con los abuelos que con los padres.
No es casual que en el relato que Lucía Ruiz va haciendo del viaje con su padre a España, diga en un momento del reencuentro con familiares del abuelo que “por momentos también aparecía el silencio”. Es interesante que, no obstante su cualidad sonora, a la que la frase sigue haciendo referencia, le sigue un planteo que lo transforma. El silencio adquiere, para Lucía, otras dimensiones. Su persistencia, dice, ocupa un espacio. No permite que ese espacio sea ocupado –o compartido- con las palabras. El silencio de esa generación intermedia canalizó las palabras hacia otros ámbitos: Rubén, el padre de Lucía, es un sindicalista combativo. El silencio, en todo caso, funcionó hacia el interior de la familia. No deja de ser extraña la sorpresa de Rubén cuando su hija abre la caja del abuelo, como si esos objetos que hay dentro no hubieran estado destinados a su conocimiento o a su comprensión (algo que en la película de Poli Martinez Kaplun se replica en las fotografías y filmaciones que se guardan en una caja). Como si el legado necesitara saltearse esa generación para ser apreciado, Lucía reconstruye la historia de su abuelo, también como una manera de romper ese silencio de la generación intermedia. “Este tiempo nos acercó” dice Lucía cerca del final en relación a su padre. Y aunque está claro que habla de la lucha, de la movilización contra los despidos en el lugar en el que trabaja, también está englobando en “este tiempo”, el acercamiento a la figura de ese abuelo que llegó a la Argentina en 1950.
No por casualidad, padre e hija comparten el viaje a la tierra del abuelo por primera vez. Ese viaje que tiene dos significados. El primero, tratar de resolver esa pregunta que aparece en el comienzo, cuando vemos las imágenes del viaje compartido con los abuelos, por Europa, en el 2000: ¿qué hizo su abuelo en esa semana en la que, ya solo, se fue a España? El segundo, cerrar un círculo que se había iniciado en 1973, cuando Rubén viajó a España y que se prolongó cuarenta años más tarde, cuando Lucía a la misma edad que tenía su padre, recorrió Europa tratando de reconstruir el camino que siguió Juan José, el abuelo, cuando era un niño sobreviviente de la Guerra Civil. Ahora, padre e hija hacen el viaje juntos, se internan en el entramado familiar que subsiste allá, logra algunos descubrimientos que no pueden terminar de comprobar (que Juan José, el bisabuelo, tuvo un cargo en el gobierno republicano durante la guerra, por ejemplo), intercalan canciones de uno y otro lado del océano, pero sobre todo buscan las huellas del abuelo en los otros (“Más de una vez te reconocíamos en los gestos de Manuel o Vicente”) y lo sostienen como eso que falta y que se busca completar (“Nos hubiera gustado llevarte a este viaje”).
Si allí están las huellas que el viaje del 2013 no alcanza a revelar –es desolador el momento en que, al final de ese recorrido inverso al hecho por el abuelo, en Molieres, Lucía descubre que en ese pueblo silencioso, dormido, es imposible encontrar algún rastro del encuentro entre su abuelo y su bisabuela, después de diez años de búsqueda en Francia-, lo que consigue en ese cierre es tener más elementos concretos para llegar a resolver dos de las ideas que más la acucian: tener que inventarse los recuerdos de su abuelo y tener que imaginarse la vida que llevó hace ochenta años. Si ya es imposible recuperar lo que el abuelo no dijo y lo que ella no preguntó en esa entrevista que filmó años antes de su muerte en un video casero, al menos ahora están esos elementos que van dando una noción del proceso que llevó a su abuelo y a la hermana de éste, de Madrid a Valencia, y de allí a Barcelona, y luego a Francia y tras el reencuentro con la madre, el viaje a la Argentina. Si esos silencios se replicaban en la tía Chelo, que no aceptó que su sobrina nieta la entreviste, la recuperación de la filmación de la entrevista que le realizaron en el Consulado, parece destinada a compensar el silencio de su hermano sobre el pasado.
Lucía rearma la historia familiar con los retazos que va disponiendo a partir de un árbol genealógico donde lo que importan son una serie de pequeños objetos que definen a cada persona –en un recurso que utiliza de otra manera La casa de Wannsee con el mismo interés didáctico y de organización de la complejidad de la historia- pero sin perder de vista que el centro de su relato es ese abuelo a la vez cercano y esquivo, al que vuelve una y otra vez, porque sabe que él es “la película que lleva” en sí misma. Por eso le habla directamente a él. Su voz en off no es la de alguien que intenta explicar una historia, sino la de quien intenta desenrollarla de adentro de sí misma. Por eso, la película avanza, más que como documental revelador, como una carta dirigida a ese abuelo que no está, en la que la nieta le cuenta qué es lo que hizo para conocerlo y cuánto más logró hacerlo en esos años de ausencia. La referencia al sueño inicial no solamente le sirve como punto de partida, sino como forma de sostener una narrativa que se disgrega y que va buscando casi por azar, desandando la lógica, su propia estructura. Pero además porque, lo sabemos quienes hemos tenido abuelos, no hay nada más grato y dulce que su recuerdo, como si con su partida, una parte de la felicidad posible se hubiera esfumado. Lucía hace una película de su propia película, y elige el documental como forma de enmascarar lo que toda película sobre un abuelo es: una historia de amor. Y por eso, como lo haría cualquier nieto, termina con una imagen simbólica de su abuelo despidiéndose para un viaje y con un deseo que nos resulta tan común a todos como conmovedor: “Espero soñar con vos algunas veces más”.
Calificación: 7/10
Esa película que llevo conmigo (Argentina, 2019). Guion y Dirección: Lucía S. Ruiz. Producción ejecutiva: Dolores Montaño. Asistente de dirección: Andrea Testa. Director de Fotografía: Pablo Parra. Directora de Arte: María Florencia Cabeza. Director de Sonido: Juan Bernardis. Montaje: Alejandra Almirón. Duración: 84 minutos.
Si te gustó esta nota podés invitarnos un cafecito por acá:
gracias por este analisis.