Tocar la batería, seguir la acería, no, de nada sirve (Moris). Qué le van a hablar de bullying: al gordito Paul Potts, desde niño, lo viven bardeando duro y parejo. La divertida secuencia inicial de Mi gran oportunidad lo muestra, tiempo atrás, creciendo y corriendo con los compañeritos de colegio persiguiéndolo para darle biaba, mientras a la vez nos enteramos que es fanático de la ópera. Más a contramano imposible si a eso le sumamos que vive en un barrio obrero de Port Talbot, ciudad de alrededor de 50 mil habitantes al sur de Gales donde casi hay más fábricas metalúrgicas que casas, que papá trabaja en una acería y no ve con buenos ojos la afición de su hijo, y que si esa es su vocación, las opciones son seguir con su actual trabajo de empleado en un negocio de celulares o ponerse casco y ropa de trabajo. Pero Paul tiene otros planes y al conocer a su novia virtual (“Sos.. mujer!”, “¿Mujer? Qué bueno, parece que no sos tan exigente”) se embala aún más para realizar su sueño de ser cantante de ópera, ya que el Gales portuario no parece ser el lugar más indicado.
Tal vez el haber corrido tanto para escapar de las piñas, además del horror de terminar sus días en una fundición, son el motor que hace que Paul no se detenga ante ningún obstáculo, y eso que la maratón es larga y las decepciones muchas, desde lograr con esfuerzo llegar a Venecia para perfeccionarse, pero pifiarla justo frente al mismísimo Pavarotti, hasta sufrir accidentes casi ridículos que lo enfilan hacia los oscuros galpones de su pueblo natal. Pero –para no adelantar más- qué suerte para algunos que uno de esos molestos pop-ups de internet pueda cambiarles la vida.
Gordos, feos y buenos. Cuando una película comienza con la leyenda “basado en una historia real”, parafraseando a Jim Jarmusch si le mencionan “cine independiente”, uno saca el revólver. Sin que esto signifique un absoluto, hay grandes posibilidades de encontrarse con importantes lecciones de vida, héroes de la humanidad, hazañas y redenciones varias que se abalanzan sobre el espectador mientras el cine toma un segundo lugar como vehículo narrador condicionado a personajes y situaciones reales, y con un esquema dramático, digamos, encorsetado a esas verdades de vida. En Mi gran oportunidad se cuenta paso a paso la vida de Paul Potts, que en 2007 –ayer nomás, para más Moris- ganó cantando arias la primera edición del concurso Britain’s Got Talent y al igual que la más conocida Susan Boyle dos años después hizo llorar a moco tendido a todo el mundo por la tele y por YouTube, conmoviendo con su voz en la audición al punto de descolocar a los usualmente escépticos y caras-de-póker jurados de turno encabezados por Simon Cowell, un generador de reality shows y concursos de este tipo que hoy son sensación. Dato no menor: Cowell aparece himself en esta dramatización dirigida por David Frankel… además de ser uno de los productores. Es raro que no haya planeado filmar la igualmente difícil historia de la escocesa Boyle, también proveniente de la clase trabajadora, con pocos recursos y una infancia acosada por dolencias varias.
“Pavarotti is an ass”. Los quince minutos de fama que profetizaba Warhol a veces pueden durar más y hasta motivar una película. El valor agregado de Mi gran oportunidad por sobre los preconceptos que uno tenga con este plato precocido que es una historia real –donde encima, aunque jamás hayamos visto Britain’s Got Talent, conocemos el final y los 103 minutos tienen sus huecos y nimiedades- es que no hay forma de no querer a estos tipos, mérito del guión de Justin Zackham y de un casting clavado. Desde el ingenuo y lírico Paul que interpreta James Corden -usualmente comediante televisivo- pasando por el comic relief que es el superior del negocio donde trabaja (el gran Mackenzie Crook, es decir el tuerto Ragetti de la saga Piratas del Caribe) y la abnegada y comprensiva novia que compone Alexandra Roach, hasta el dúo de lujo Julie Walters y Colm Meaney como los viejos Potts. La Walters siempre es una delicia, pero Meaney, como nunca igual a sí mismo, se chorea en todas las secuencias donde aparece en su rol de padre bruto, malhumorado y autoritario pero con un corazón enorme y siempre enfilando al pub. Una mezcla de Gene Hackman pasado de birras, Depardieu y muñeco de Aardman, Meaney es, junto a las mencionadas bondades del guión y la fotografía de esa Port Talbot metalúrgica, el hilo que hace confluir a Mi gran oportunidad con el espíritu de la trilogía “working class” del irlandés Roddy Doyle que forman The Commitments-The Snapper-The Van. Y eso que acá detrás de las cámaras no están ni Alan Parker ni Stephen Frears sino el americano Frankel, de antecedentes tan disímiles como El diablo viste de Prada o Marley y yo.
Mi gran oportunidad (One chance, Gran Bretaña, 2013), de David Frankel, c/James Corden, Alexandra Roach, Julie Walters y Colm Meaney, 103′.
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