La muerte no enseña el cobre, tampoco hace distinciones.
Lo mismo se lleva al pobre que al rico con sus millones.
Uno va en estuche de oro y el otro en puros calzones.
Pero pasadito el tiempo quedan igual de pelones
.

(La calaca, José Hernández)

El día de los muertos, la festividad mexicana más popular, es el pretexto para la reunión de un conjunto de seres exquisitos. Tipos rudos y amorosos, pesimistas e idealistas, creativos y delirantes.

Un grupo de vecinos debe enfrentar el desafío de participar –una vez más– en la competencia anual de altares. Última en todas las ediciones anteriores, la vecindad del pasaje se encuentra hundida en la vergüenza y la humillación. Sin embargo, un mexicano no puede aceptar jamás una mojada de oreja, por lo que a la menor provocación de parte de sus eternos rivales, la vecindad del boulevard acepta el reto y se entregan por completo a la creación del mejor altar conmemorativo para sus muertos.   

Alejandro Lifschitz y Gustavo Slep logran disponer una puesta inteligente en la que se destaca una dramaturgia compleja colmada de intertextualidades y relaciones metadiscursivas, que apelan directamente a los saberes intelectuales y emocionales del espectador. Con sencillez logran instalar una atmósfera costumbrista y recrear la vida de algún pueblito rural mexicano, el vestuario típico y los elementos de escena colaboran servilmente a este fin. Pero también, la obra expone abiertamente una nítida reflexión sobre la actividad artística creadora, indagando especialmente en el terreno del teatro.

Un propósito común es el objeto de la trama. El concurso de altares no implica únicamente una mera competencia o rivalidad barrial, además compromete directamente el rito de conmemoración de los ancestros de cada habitante de la vecindad. Lo que suscita la inexorable responsabilidad de salir triunfantes. La posibilidad de volverse vencedores y el deseo de revancha pone en marcha la unión de voluntades individuales, estableciendo un cuerpo de trabajo incansable. La fábula invita a una reflexión sobre los lazos humanos, la cooperatividad, las tradiciones, las creencias, la esperanza y el amor. Nos exige repensarnos como habitantes de una comunidad que pocas veces mira a su costado. 

El patio de la vecindad funciona igual que el patio del conventillo de nuestro teatro popular. Es el lugar de cruce y relación entre los habitantes,  donde se debate, se pelea, se comparte, y también, donde transcurre la totalidad de la acción. Esta decisión por parte de sus creadores no es azarosa, ya que no es el único elemento que retoman de nuestra tradición sainetera. La obra cuenta con la ejecución de música en escena, el acompañamiento rítmico de la guitarra de La Chaparrita y el canto de Doña Dolores es utilizado como articulador entre escena y escena, aportando colorido y calidez a ese vecindario del pasaje. Asimismo, aparece la fiesta como espacio de unión donde no podrá faltar el jolgorio y el mezcal. Los personajes de este microcosmos reflejan caracteres arquetípicos y tradicionales: la matriarca, el macho, el artista, el que anda de juerga, el comerciante, la joven y el perezoso. Se destaca el trabajo corporal y verbal de los actores, donde cada uno desarrolla un gesto y cadencia singular. Las interpretaciones se mantienen en un arriesgado registro grotesco oscilante entre la risa y el llanto. En El jolgorio de los santos encontramos un cachito de México en Buenos Aires donde podemos apreciar la fuerza de las tradiciones y el coraje chicano, pero por sobre todas las cosas un modo diferente de relacionarnos con la muerte y de festejar la vida. El resultado es  una puesta original y sincera: una verdadera celebración. 

El jolgorio de los santos. Dramaturgia: Alejandro Lifschitz. Dirección: Alejandro Lifschitz, Gustavo Slep. Actúan: Juan Aráoz De Cea, Osvaldo Djeredjian, Ailín Hercolini, Alejandro Lifschitz, Olave Mendoza, Ariel Moldes, Álvaro Moya. Vestuario y escenografía: Adela Díaz. Iluminación: Jessica Tortul.

FANDANGO TEATRO. Luis Viale 108. Sábados 22:30 hs.

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