¿Cuál es el límite para una película con pretensiones de masividad? ¿Hasta qué punto es capaz de llegar para sostener una idea narrativa que va desarrollando? ¿Cuáles son las traiciones que finalmente se aceptan para tratar de encontrar ese equilibrio que garantice un público más extenso?  Y finalmente, ¿qué idea del cine deja entrever en el camino en el que va respondiendo de forma más o menos explícita a esas preguntas?

En relación con esos temas, El hombre de los sueños (Borgli; 2024) es una película con más transparencias que opacidades. En principio, porque comienza de una manera en la que el equilibrio parece radicar en una fórmula interesante: el actor reconocido en una historia que irrumpe en pantalla desde un costado no demasiado habitual. No hay presentación de personajes, sino una entrada directa en el sentido que la película intenta transmitir. Parece una escena común y corriente: un hombre limpia una pileta, la hija mira su celular sentada en un sillón. De manera imprevista surge lo extraño: algo cae del cielo y rompe el vidrio de la mesa; luego, un zapato cae en la pileta; finalmente, algo parece abducir a la chica de su asiento sin que el padre tenga una reacción. Lo realista y lo fantástico se ponen en juego en la misma escena señalando el tironeo que sobrevendrá entre el mundo real y el de los sueños. Cuando la escena termina, la condición de lo que ha sido soñado se repone desde el diálogo, pero se agrega un dato que pasa casi inadvertido: es la tercera vez que la hija sueña con su padre y que éste no tiene reacción, mientras su padre remarca que no actuaría de esa manera en la vida real. Lo extraño que asomaba en la escena del sueño, se traslada a la escena de la vida familiar: la extrañeza es el sueño repetido, la imposibilidad de explicarse por qué se actúa de esa manera.

El proceso comienza a multiplicarse. Primero aparecen indicios extraños (la mujer del restaurante que cree conocerlo, pero no puede recordar de dónde, un hombre que lo observa en la entrada del teatro); luego, una ex pareja que le cuenta que ha soñado con él. Hasta allí, incluso, puede pensarse en una cierta familiaridad: quienes soñaron con Paul Matthews (Nicolas Cage) son su hija y su ex pareja, personas que lo conocen, que han sido cercanas. La lógica se desmorona en el momento en el que Richard, su amigo, lo llama por teléfono: si todavía tiene cierto sentido que la mujer de Richard haya soñado con él, todo se pierde cuando una de las invitadas descubre que es el hombre que aparece en su sueño. Esa mujer es la primera que no tienen conocimiento directo de Paul y en su rostro vemos lo que parece quedar en segundo plano: lo inexplicable trasmutado en una mueca casi de horror al descubrir que el hombre de la foto que le muestran es quien aparecía en su sueño.

Una división se plantea en la evolución de esos sueños, a partir de su universalización. En un principio, el factor de la curiosidad de la repetición en diferentes personas se impone por sobre el contenido. Incluso se pone en primer lugar el accionar de Paul en los sueños, similar al que ha contado su hija. Paul aparece en los sueños, pero no hace nada, está allí, a veces observando, a veces solo pasando por el lugar. Lo que encubre esa puesta en primer plano tanto como el ejercicio casi gozoso y de pertenencia que implica el relato de los soñadores, es que en verdad esos sueños ya son pesadillas y que es la mirada que se proyecta sobre ellas lo que las descentra. Hay algo horroroso no solo en lo que ocurre en los sueños, sino en el no accionar de Paul, que no se involucra, no interviene y entrega al soñador a la violencia de su sueño.

El mérito de El hombre de los sueños es hacer partícipe al espectador de esa forma de horror que al involucrar un actor que se repite y que se mueve en el paisaje sin intervenir, coquetea con las formas del absurdo. Lo que provoca la división es el sueño de Molly (Dylan Gelula). Es el primer registro de un sueño en el que Paul interviene, pero con un pasaje que resulta por lo menos inquietante. El sueño comienza con Paul emergiendo de un rincón oscuro y acercándose a Molly, que tiene una expresión aterrorizada. Allí, la pesadilla encarna en Paul, que ya no es un puro estar, sino que forma parte, toma el lugar que en los sueños previos asumían otros personajes o situaciones desconocidos. Que para Molly la pesadilla se transforme en un sueño erótico, funciona como encubrimiento de la pesadilla real: la invasión de la intimidad, la sexualidad entendida como un forzamiento. A partir de ese momento, los sueños se transforman y ahora no hay nada que oculte la forma de pesadilla: Paul es quien ataca a sus soñadores y es otra vez su hija la que inicia el círculo que se cierra en el propio personaje soñándose a sí mismo. En una y en la otra parte, El hombre de los sueños es una película en la que el terror funciona porque apuesta a sostenerse en lo desconocido, en lo que no tiene explicación posible y que va llevando al personaje a un territorio en el que experimenta una creciente distancia con la vida real, de bajo perfil en la que venía viviendo.

Hasta ese momento, hasta la escena en la que Paul accidentalmente lastima la mano de la profesora de su hija con la puerta del auditorio y es detenido por varios padres, El hombre de los sueños plantea avances que requieren de ajustes que llevan a la película hacia las coordenadas del cine de terror. Uno espera que tras ese fundido a negro cuando controlan a Paul sobre el piso, el ajuste lleve a un espacio que refleje de manera contundente la imposibilidad de salir que parece imponerse en esa escena.

Pero en ese tramo final la película falla. Porque en lugar de apostar por el camino que viene trazando –el pasaje de una violencia soñada a otra real-, vuelve sobre sus pasos para decantarse en dos estrategias. Como si implícitamente esa escena mencionada en el párrafo anterior estuviera marcando el límite que se impone a la película, el pasaje hacia la posible “redención” del personaje desarma completamente lo previo. Lo inexplicable transmuta a lo metódico: Paul ahora tiene la posibilidad de clausurar su falencia pasada –no ser soñado por su esposa Janet (Julianne Nicholson)- entrando de manera compulsiva en su sueño. Esa posibilidad, provista por un artefacto desarrollado por una empresa –que es tanto derivación de lo que le pasó a Paul como de lo que le planteó en su momento la empresa Thoughts- es el eslabón final de la otra estrategia. Si todo el recorrido de El hombre de los sueños puede pensarse como el descenso hacia un mundo de pesadillas que no puede ser controlado, el final revela la intención de imponer sobre ello algo más parecido a un mensaje. La idea de la intervención sobre la mente de las personas, de la forma en que los medios y la publicidad construyen un escenario tan banal como sostenido en la paranoia es un subrayado de algo que ya había quedado claro en la escena de Paul en Thoughts y que entonces se vuelve molesto desde lo explícito. Pero, además, al plantearse desde una visión irónica, desarticula el armado terrorífico que se venía generando alrededor del personaje central.

El hombre de los sueños, quizás sin proponérselo del todo, revela una idea sobre el cine que en otras películas queda oculta: que los riesgos que se pueden asumir son limitados y que el desarrollo de una buena idea necesita para progresar, de sumergirse en las profundidades que esa idea provee. Y, sobre todo, que la opción por el mensaje y el derrape final innecesario, no solamente quiebran el verosímil del relato, sino que eligen señalarle al espectador cuál es el fin último de la película, en lugar de permitir que éste lo encuentre entre los pliegues del género.

Dream scenario (EUA; 2023). Guion y dirección: Kristoffer Borgli. Fotografía: Benjamin Loeb. Edición: Kristoffer Borgli. Elenco: Nicolas Cage, Michael Cera, Julianne Nicholson, Tim Meadows, Dylan Baker. Duración: 100 minutos.

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