Desconozco la forma en que los sectores más progresistas de la sociedad chilena se refieren a Pinochet. Ignoro de qué manera han podido (o no) procesar el trauma de la figura dictatorial. De allí que cualquier observación que pudiera hacer respecto de la pertinencia de una ficción apoyada en su figura, aun cuando se desplace de lo biográfico o el registro histórico a las coordenadas genéricas dentro de lo cinematográfico, podrían relativizarse. Visto desde este lado de la cordillera –pero también pensándolo desde la experiencia dictatorial argentina- y dejando de lado cualquier interés provocativo, hay un problema insalvable que El Conde parece no registrar: la figura de Pinochet no necesita ser inscripta en un relato terrorífico. Pinochet es la encarnación chilena del Terror (y a esa construcción han contribuido incluso quienes defienden su intervención). Un Terror real y palpable, delineado a partir de su mando y ejecutado por otras manos, pero cuya simbolización a lo largo de casi dos décadas, recayó en su cuerpo, en su presencia como dictador. Inscribirlo en un relato de terror podría ser un juego de película clase B, pero en el contexto de la producción de una plataforma con pretensiones de seriedad (aunque en el resultado se termine confundiendo con una insoportable solemnidad) establece una conflictiva relación con el personaje real al que refiere inequívocamente.

Su nominación le confiere un título de nobleza, una pertenencia a otro mundo, a una suerte de aristocracia monárquica de la que sería un socio menor, pero aun así meritorio del carácter nobiliario. Que el título parezca anacrónico –en tanto parece referir a tiempos y lugares que ya no son los presentes- no implica que su persistencia pueda relacionarse tanto con sus pretensiones de permanencia “democrática” –recordar la senaduría vitalicia que se reservó en la Constitución que aun hoy Chile no ha podido modificar- como con los años de su dictado como presidente de facto. El dictador es un conde y no importa que esa afirmación se pretenda endogámica y que la presencia de Carmen aporte, desde los diálogos, la certeza y evidencia de algunos de los crímenes cometidos en el pasado (aunque, vamos, tanta obsesión por el dinero focaliza más en la acusación de ladrón que en la de asesino), porque en definitiva la película no acierta a la hora de desarmar el artilugio nobiliario y de esa manera termina aceptándolo y naturalizándolo.

Para construir la referencialidad que lo liga con el vampirismo y la nobleza espuria por el lado del mito de Drácula, el relato de Larrain necesita remontarse desde el relato en off, a los tiempos de la Revolución Francesa, en la que cifra los componentes de traición y sanguinarismo que habrían inspirado al Pinochet de los confines de Sudamérica en el siglo veinte. Se advierte entonces, cierto facilismo en la resolución del pasaje temporal (alcanza con que se mencione que “se le perdió el rastro”) que pasa del joven Claude al viejo Augusto. Lo que hace ese salto es, justamente, saltear aquello que hace de Pinochet un personaje terrorífico. El terror aparece ahora en la sociedad chilena, bajo la forma de un misterioso asesino que arranca los corazones de sus víctimas, sin más motivaciones que su propia supervivencia animalizada. Ese terror, aún con su componente extraordinario, no se corre de la crónica policial, de una particular forma de asesino serial como puede rastrearse en cualquier sociedad más o menos alienada. La transformación de Pinochet en vampiro opera no solo a nivel físico: se vampiriza su imagen, se lo desplaza de un espacio de poder, para quitarle cualquier tipo de connotación política. Si la permanencia de Pinochet queda sugerida metafóricamente –la imposibilidad de morir sostiene su existencia en el interior de la sociedad- lo hace a costa de despojarlo del peso político. Pinochet es aquí un viejo que quiere morir, pero no lo dejan; que se ve obligado a sacrificar a su viejo ladero y aceptar que destruyan a su nuevo objeto de amor; el que fue niño abandonado por una madre que siempre lo amó aunque no la reconociera; el que fue manejado por su esposa, pretendido cerebro único en las sombras de su figura. El Pinochet real no asoma más que en la apariencia física y en las referencias de un entorno que prefiere saltear la amnesia fingida o real. El problema es que en esa lectura que propone El Conde no hay oposición posible: la mención a los izquierdistas que mató, a la Villa Garibaldi, a la traición a Allende pergeñada por su esposa, pasan en el relato como detalles anecdóticos, relevados de toda representación histórica. El problema, en definitiva, no es que se construya una ficción alrededor de Augusto Pinochet, sino que en el camino se tienda a borrar las huellas de las acciones que el personaje real cometió en su tiempo, para convertirlo en un personaje sin tiempo, eternizado a pesar suyo y depurado de motivaciones políticas.

El carácter endogámico que refleja la ficción, se basa en la forma en que se construye el relato. Más allá de las referencias al cine de terror, se sostiene una tríada constituida por las instituciones de la sociedad: familia, ejército e iglesia. Algunos momentos –especialmente los de las comidas- recuerdan a ese fallido esperpento de la posdemocracia argentina llamado Los espíritus patrióticos: una representación de clase(s) que pretende pensar el dominio, pero sin cuestionarlo, atisbando apenas una mirada irónica y distanciada. Los tres elementos de la película terminan atados por una sola cosa: el dinero. El que involucra al ejército, representado en Pinochet, está situado en el pasado: una apropiación que se autojustifica (“todos los hombres que ganan una guerra tienen derecho a hacer una fortuna”) y que trae como consecuencia la indignación del personaje (“No quiero vivir doscientos cincuenta años más porque me acusaron de ladrón”). Esa fortuna congelada en la memoria y en los papeles es lo que atrae, como moscas, tanto a la familia como a la iglesia. La hipocresía de ambas instituciones disfraza los motivos para llegar hasta ese confín no identificado de Chile (los unos dicen estar preocupados por los asesinatos, los otros pretenden exorcizarlo). Pero unos y otros solo hablan de dinero: la herencia, las cuentas secretas, los fondos desviados, los negociados con empresas fundidas. Y lo que importa son los documentos que garantizan ese dinero (y por esa razón cuando quieren huir, solo les interesa llevarse algo de valor económico, tanto a Carmen como a los hijos). En esa igualación que la película practica no solo quedan de lado los matices (sobre todo, pensando en que la iglesia chilena fue una de las pocas que ejerció algún tipo de resistencia) sino que lo que queda fuera del relato, lo que no importa son las víctimas. El pueblo, los trabajadores, son apenas un par de víctimas nocturnas de un vampiro asesino; el resto son personas mayores atacadas mientras duermen. Si las instituciones constituyen una suerte de aristocracia sui generis, la distancia que la película establece con la realidad hace que la ficción se sostenga en un vacío en el que su significación se vuelve nula. Incluso si la idea fuera equipararla con las aristocracias europeas del pasado, el cine siempre encontraba la manera de que el pueblo apareciera en algún lugar del relato; no como aquí, donde solo se advierte su ausencia, la negación duplicada entre un presente de efervescencia y un pasado en el que fueron las víctimas del Terror real.

El conde (Chile, 2023). Dirección: Pablo Larraín. Guion: Guillermo Calderón y Pablo Larraín. Fotografía: Edward Lachmann. Edición: Sofía Subercaseaux. Elenco: Jaime Vadell, Alfredo Castro, Paula Luchsinger, Gloria Munchmeyer , Catalina Guerra, Amparo Noguera, Diego Muñoz, Marcial Tagle. Duración 110 minutos.

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