“Pero todo lo ha tenido mi generación, porque primero le fue deparada la gloria y después la derrota.”
Deutches Requiem, Jorge Luis Borges.
Cualquier película que procure decir algo significativo sobre la problemática del fascismo debe posicionarse con referencia a un único monolito en la historia del cine. El monstruo al que me refiero no es Roma, ciudad abierta ni Alemania, año cero (Rossellini, 1945, 1948), no es el documental Noche y niebla (Resnais, 1955) ni la interminable miniserie Shoah (Lanzmann, 1985). Tampoco −no habría ni que aclararlo− el tanque hollywoodense de La lista de Schindler (Spielberg, 1995) entrará en la lista. No, la única obra imposible de soslayar (y que la conocen todos los estudiantes de cine de todas las academias de cine del mundo) la produjeron los mismos nazis y es una película de propaganda que lleva el wagneriano, schopenaueriano, nietzscheano y muy nazi título de El triunfo de la voluntad. (Disgustos que nos dan los procesos de resignificación). Hoy en día, su directora Leni Riefenstahl está considerada una de las más importantes innovadoras del siglo XX en el campo de las artes visuales.
Para aquellos que lo desconozcan, la película de Riefenstahl muestra un masivo congreso del Partido Nacionalsocialista que tuvo lugar en la ciudad de Nuremberg durante el año 1935. Entre las muchas incomodidades que genera en el espectador, comenzando por su altísimo nivel de calidad técnica y artística, el retrato que pinta de la utopía nazi quizá resulte una de las peores. Hiela la sangre la magnitud de la dicha, el espíritu festivo del pueblo alemán volcado a las calles para ovacionar a su Führer. Aunque impresionante y duro de digerir, el despliegue de la maquinaria guerrera, las columnas interminables de hombres desfilando, las marchas nocturnas con antorchas no son nada comparados con la sensación que provocan los rostros exultantes, los ramos de flores, los muchachos jugando, las familias y las madres con chicos en brazos. Eso es lo que acaba por desquiciar al espectador, pues semejante alegría pudo organizarse, pero nunca fingirse. Desde Gramsci sabemos que resulta imposible hacer vibrar de alegría a las personas con una pistola parabellum en la cabeza, pura y exclusivamente a fuerza de propaganda y aparato.
Con El triunfo de la voluntad, entonces, somos testigos del esplendor del nazismo como ensoñación colectiva y lo que observamos en la pantalla constituye la prueba irrefutable −prendan su indignómetro, lectores atentos, porque aquí viene la bomba− de que el concepto “utopía” en lugar de arrobarnos y hacernos evocar aquellas preciosas vacaciones en Cuba o los únicos dos libros de Eduardo Galeano que leímos, debería ponernos en guardia. Aceptemos la amarga verdad (que es la única realidad): la “utopía” nunca nos perteneció y cada vez que la izquierda se quiso embarcar en construirla en serio terminó derechizada. “Utopía” es una palabra que se acomoda demasiado bien al diccionario de los fascistas y los conservadores, cuyas visiones de plenitud social e individual, por otra parte, son notoriamente más potentes y redituables que las nuestras, vienen con aire acondicionado, con rubias hermosas, con piletas, con menos extorsión moral.
Pero si dedico dos o tres párrafos largos a prenderles fuego la casita del árbol no es sólo por divertimento, sino debido a que muy posiblemente en Lore, en rigor la película que nos ocupa, encuentren por primera vez en bastante tiempo una mirada novedosa, subversiva y necesaria acerca del tema del nazismo y la Segunda Guerra. Ambientada en los días inmediatamente posteriores a la caída del Eje, Lore transcurre en una Alemania devastada, ocupada y divida, especie de no-man’s-land signada por el hambre, la anarquía, la violencia. Su heroína −que lleva el mismo nombre de la película− es la hija adolescente de un alto oficial del Reich que debe darse a la fuga tras la derrota. Durante el epílogo de la guerra, abandonada junto con sus hermanos en una casa en mitad del campo, Lore recibe una última indicación de su madre que también deberá huir ante la posibilidad de ser capturada: si en tres días no regresa, debe tratar de llegar a la casa de su abuela, en Hamburgo, único lugar seguro. Cuando se le acaban los alimentos y el dinero, la muchacha tendrá que lanzarse al camino, llevando a rastras a sus hermanitos, dos gemelos de unos cinco años, una hermana apenas más grande y un bebé.
Antítesis total de la fábula binaria de Hollywood en la cual el Reich representa el mal y las potencias occidentales el bien absolutos −¿dónde estaban cuando Mussolini amordazó a Italia o Franco aplastó la República Española?−, Lore nos obliga a contemplar la guerra desde una óptica alternativa en un espectro tan variado de niveles que cuesta enumerarlos. A la mirada de los vencedores, contrapone la angustia de los vencidos; a la épica militar, adulta y viril, un relato periférico, modesto, sin grandes heroísmos ni dramatismos (y estoy tentado de agregar, además, el adjetivo de “femenino”). Todo lo que en los manuales de Historia se escribe con mayúsculas, la Guerra, el Holocausto, Hitler, los Aliados, se manifiesta en la película de un modo ineludible pero subterráneo, tangencial. Comentario al pasar: en este sentido, Lore recuerda vagamente a Un día muy particular (Scola, 1977), en la cual Sofía Loren encarna a una resignada esposa de un fascista, madre y ama de casa, que se hace amiga de un vecino homosexual y perseguido por el régimen, encarando por el gigantesco Marcello Mastroianni.
Sin embargo, aquí no terminan los problemas, ya que la película no nos permite olvidar un instante quién es Lore, de dónde viene, cuál es su familia. Para decirlo con todas las letras, Lore ha sido educada en el peor antisemitismo, Lore es racista, de la manera incipiente y provisoria en que puede serlo una adolescente, pero racista al fin y no cuesta demasiado imaginarla vitoreando al Führer entre los millares de jóvenes que nos muestra El triunfo de la voluntad.
En este sentido, uno de los mayores aciertos radica en la estructura de espejo que va delineando entre las ruinas de Alemania y la pérdida de las ilusiones de la infancia de la protagonista, cosa que a su vez está acompañada, de una forma exquisitamente provocativa y bien llevada, de otros dos elementos centrales de la adolescencia: el despertar sexual y la aceptación de los compromisos que nos impone una realidad que, casi nunca, obedece a los propios deseos. En una de las mejores secuencias, incrédula, desvanecida de hambre, Lore recortará una de las fotografías de los campos de exterminio con la que los aliados, a modo de escarmiento, han empapelado los centros desde los cuales reparten alimentos a la población civil. Lore la conserva y por la noche, antes de irse a dormir, contempla largo rato, casi con curiosidad, las imágenes de las pilas de muertos, como tratando de entender qué significan. Finalmente entierra el recorte junto con el último retrato que le queda de su padre. Poco después, casi como una materialización de lo que viera en las fotos y de la transformación que comienza a atravesar, Lore y sus hermanos serán ayudados en su travesía por Thomas Weil, un joven judío escapado de un campo de concentración a juzgar por las marcas en su antebrazo, que intentará cortejarla.
La fuerte impronta sensual y vitalista de la película es otro de sus aspectos más destacables. En medio de la pesadilla hobbesiana de la guerra, Cate Shortland, la directora de la película podría haber escogido concentrarse en el decorado de fondo de la muerte y la desolación y habría sido una opción más que válida. Sin embargo, inteligentemente, la cámara se detiene en los cuerpos, en el cuerpo de Lore −sus manos, sus tobillos, su espalda−, en el de Thomas Weil, y en los niños que juegan en medio de la catástrofe, nos muestra el rocío, los bosques, la ceniza, los ríos y la sangre, llenándose de una gama de azules, naranjas y verdes tornasolados en una gramática visual a la que sólo se me ocurre describir en términos de erotismo. Incluso los cuerpos mutilados de las víctimas con los que Lore se irá topando esporádica pero inevitablemente en su camino se tornan hermosos.
En Deutches Requiem −que si no es el mejor cuento de El Aleph, modesta opinión del cronista, le pega en el palo− Jorge Luis Borges narra el ascenso y la caída del Tercer Reich a través de la voz de un nazi que aguarda su ejecución. El delirio bélico alemán, la guerra, ese negocio eminentemente masculino, se nos vuelve palpable como lo que siempre fue: un procedimiento que se justifica frente al objetivo de máxima de construir una sociedad humana perfecta, definitiva, sin fisuras. La cristalización última de la utopía. El efecto en el lector, por supuesto, es muchísimo más contundente que todos los largometrajes sobre el horror que se hayan rodado jamás. A su manera, Lore completa el movimiento, demostrando paradójicamente que el distanciamiento de los propios sueños, doctrinas e ideales constituye la condición sine qua non para recién comenzar a imaginar un futuro un poco más humano.
Aquí puede leerse un texto de Gabriela López Zubiría sobre la misma película.
Lore (Alemania, Australia, Gran Bretaña, 2012) de Cate Shortland c/ Saskia Rosendahl, Kai Malina, Nele Trebs, Ursina Lardi, 109′.
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