La primera grata sorpresa es rencontrar al viejo Tywin Lannister sentado en la mesa de directorio al que se presenta el joven abogado interpretado vagamente por Ryan Reynolds. Luego no hay más.
Helen Mirren haciendo el papel de esta dulce viejecita impulsiva y sin tapujos no basta para sostener una película cuyo guión no tiene vida y cuya dirección parece rendirle pleitesías a esta monarca de la pantalla. En el mismo sentido, y no porque sea una injusticia, al pobre Reynolds solo le queda un papelucho de partenaire para que se luzca la veterana, tanto en la dimensión actoral como en la humorística y emotiva que impone la diégesis. La densidad psicológica de los personajes en general es muy pobre y cuando se pretende darles volumen, como cuando el abogado visita el monumento al Holocausto en Viena, se tiñe de un tinte casi grotesco por lo aislado del evento en la construcción del carácter al que nos habían habituado: ¿el muchacho realmente dimensiona el trasfondo histórico y la masacre a sus propios familiares cuando visita ese cacho de piedra?
El escaso guión se confía en el drama del accionar nazi, en lo interesante de la crónica titánica de la protagonista, en la fuerza actoral de Mirren y, por supuesto, en el caballito de batalla de basado en hechos reales que tanto nos gusta. Sin embargo, la pieza fluye en forma anodina por nuestras retinas enceguecidas por la poco imaginativa propuesta. ¿Qué función tienen los flashbacks, si no dar dramatismo a la historia presente que el director Curtis no logra sostener como relato? ¿Por qué recurrir a esos baldazos de sensiblería cuando la historia de Altmann era otra?
La clave ideológica de esta película, como de otras tantas en el entorno de la Segunda Guerra Mundial, es la condena banal, descontextualizada y perenne a lo que significó pertenecer al nacional socialismo en la Alemania de mediados de siglo XX y en el marco del lugar moral, social y económico en que el mundo la había colocado tras la PGM. Es decir, no es la simple elección de un marco histórico fácilmente condenable, presentando un litigio actual que posiciona a los Estados Unidos –portador omnipotente de la llama de la justicia de todos los mundos posibles- defendiendo a los desvalidos hasta que el último grano de arena sea puesto en su sitio. La apuesta es más reduccionista aún, y eso queda en relieve en la escena en que el joven periodista confiesa que la ayuda que les brinda se debe a que, tras idolatrar a su padre durante la niñez, había descubierto su participación en las juventudes hitlerianas y que por ello, día a día, todo lo que hacía era para alejarse de él. Y el guión pone en labios de Helen Mirren: “Eres un buen hombre, Hubertus” y nada más, ¡nada más! Cuando esperamos que haya algún tipo de relativización en boca de Maria Altmann, que tan claro tiene todo respecto al modo en que el pasado debe colarse en el presente, se presentan estas livianas asunciones.
A través de lo no dicho se condena una sociedad que fue víctima del lugar que al mundo le convino darle aunque, nadie lo niega, tomó el desacertado camino del horror. Pero mientras no entendamos eso desafortunadamente tendremos a las jóvenes generaciones de artistas alemanes que siguen pidiéndonos perdón en cada una de sus obras, porque el estigma que les dimos, a ellos como sociedad, nos permitió limpiarnos la sangre, guardar lo ominoso en un cajón y clavarles la esvástica en la frente, como el teniente Aldo El apache Raine en Bastardos sin gloria.
Qué cómodo le viene a Occidente el discurso germanos = nazis = malos, y qué bien le viene cualquier excusa, cualquier historia débil y sensiblera como esta, para seguir machacando con esa lectura obtusa de la Historia que cualquier trasnochado con dos horas de lectura echa por suelos. Y no es que uno se ponga extremadamente intolerante, pero es que toda enunciación debe ser considerada en su contexto y cuando quien enuncia proviene del bando ganador todo lo que se diga desde allí será leído con las marcas que dicha historia les imprime.
La poca densidad, que en definitiva es un posicionamiento ético, respecto a esta problemática global histórica humana tampoco se ve engrosada respecto al conflicto que daría vida al relato: la política de la restitución de objetos personales saqueados durante un conflicto bélico, sea un cuadro de Klimt o una pelela, sea durante la SGM o en la Batalla de Salsipuedes. El tema del saneamiento de una sociedad a través de este tipo de gestos más simbólicos que materiales, como una forma de aceptación generalizada de los males generados por sí misma y como un modo formal y ritualizado de pedir y pedirse perdón, por supuesto no genera ni un resquicio de debate en la propuesta de Curtis.
Si quiere creer en un mundo bueno de ancianitas chispeantes que se llevan el premio mayor en una chismosa pero que son tan buenas que se lo regalan a los pobres, no evite más La dama de oro. Ahora, si quiere ver un mundo de atrocidades que nos enseña que solo la crueldad es educativa, lea el Struwwelpeter que los protagonistas ni se animan a comentar.
La dama de oror (Woman in gold , Reino Unido, 2015), de Simon Curtis, c/ Helen Mirren, Ryan Reynolds, Katie Holmes, Daniel Brühl, Tatiana Maslany, 107’
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