Atención: se revelan detalles del argumento.

La quinta entrega de la saga jurásica llega con la autoconciencia de saberse blockbuster y con la intención de reflexionar sobre las condiciones ético-panfletarias de sus antecesoras, planteamientos que se manifiestan llenos de contradicciones entre lo que se expone casi verbalmente y lo que se encarna de forma fílmica.

Jurassic World: El reino caído revela la meta fija de adjudicarse los ingredientes necesarios para “funcionar” dentro del mercado. En esa línea se inscribe la búsqueda constante del shock emocional y, para conseguirlo, se utilizan puntos de giro sobre la trama que en varias ocasiones terminan evidenciando sus propios engranajes. Como esos monstruos construidos a base de piezas disímiles, heterogéneas, así la película se construye en base a elementos genéricos dispares: desde el drama que se corta con pinceladas de comedia hasta una ciencia ficción que se retrae a la estética del cine de terror, sobre todo en el uso del claroscuro y el fuera de campo. Vale como ejemplo la escena en que la habitación donde se esconde la niña se ve invadida por la sombra de un dinosaurio al acecho.

Los intentos de parodiar la épica de cotillón y los giros afectados propios del género no terminan de anclarse lo suficiente como para que sea efectivo, y por momentos peca de aquello que con sorna intenta criticar (la peripecia del personaje drogado que intenta escapar de la lava basta de muestra). A esos elementos se le suma el de la nostalgia, que se pone el funcionamiento a través de citas a la película iniciadora de la franquicia, Jurassic Park (Spielberg, 1993): el uso de una cabra atada como señuelo para controlar al dinosaurio; una escena del espejo de la camioneta que indica que los objetos pueden estar más cerca de lo que aparentan; otra escena en que los personajes se esconden de un velociraptor en la cocina… y a esto se le suma que la película empieza con un dinosaurio acuático imitando la imagen más pregnante de Tiburón (Spielberg, 1975), en que una toma cenital muestra las fauces abiertas dispuestas a engullir con mil dientes a su víctima. El mundo termina siendo jurásico -declaración hecha por uno de los personajes- porque se deja que el pasado vuelva a calar sobre el presente, pero ese aspecto gótico es precisamente el que encarna la película de Bayona rindiendo homenaje a la de Spielberg.

Más que rendir culto, citar para honrar, mencionar honoríficamente, la película de Bayona se resuelve en forma de panegírico, donde la mercantilización -que la propia película encarna dado su carácter de tanque- es mostrada como aparato de explotación, tortura y muerte. Y donde la primera aseveración que se establecía en Jurassic Park sobre los riesgos de la tecnología termina siendo socavada ante una nueva era de aceptación.

La película comienza retomando el final de su predecesora, Jurassic World (Colin Trevolow, 2015), en la que el monstruo termina muerto. “Relájate, aquí cualquier cosa ya debe haber muerto”, se enuncia a los pocos segundos del comienzo. Todo está muerto y no podría ser de otra manera; en tanto se gira en torno a fósiles es el reino de la muerte. Una muerte potenciada siendo que corren el peligro de volver a extinguirse. Es ahí donde se instaura el debate sobre la vida y el respeto por la vida. La extinción, por designios de la biotecnología y caprichos del hombre, se torna porosa, haciendo que de la muerte pueda resurgir la vida. Esta intervención por parte del hombre en las leyes naturales, más allá de la cuestión panfletaria de los diálogos de Goldblum, se muestra laxa a la hora de bajar línea. Algo que termina resultando de alguna forma honesto, siendo que atacar a los avances tecnológicos utilizándolos en el medio que denuncia su negatividad ostenta cierta hipocresía. Las otrora intenciones de bajada de línea moral se tornan en planteamientos de reflexión ética. Esto se fracciona en dos posibilidades bien marcadas dentro del argumento, cuyo eje se divide a la mitad: en la primera parte de la película la intención es salvar a los dinosaurios de su nueva extinción debido a un volcán en erupción. La idea es la de una naturaleza indómita que se revela tanto en forma de volcán como en forma de dinosaurio. La primera, incontenible y victimaria; los segundos, domados y víctimas. Ahí aparecen los humanos como salvación o destrucción de la naturaleza. En la segunda parte, la idea es salvar a los dinosaurios de convertirse en mercancía. Desde el comienzo quedan delimitadas las cuestiones que fundarán el relato: derechos animales y la cuestión moral. Las empresas se presentan en la película pagando indemnizaciones por los daños ocasionados, bajo la denuncia de “un mundo contaminado por la avaricia y la megalomanía política”, según el discurso puesto en boca de Ian Malcom (retorno de Jeff Goldblum al mundo jurásico que reafirma las intenciones de rendir homenaje).

En esa reinvención de los clásicos científicos locos, el peligro no es la ciencia en sí y su falta de límites, sino la ciencia reducida a elemento corporativo, algo que es natural desde la película de Spielberg. En esa primera película los dinosaurios se descontrolan por culpa de una suerte de desertor que vendía información con el objetivo de enriquecerse. John Hammond (Richard Attenborough) era la contracara de ese impulso ávido de generar ganancias, estableciendo la supremacía de la maravilla de la vida -clonada-, por sobre los réditos posibles. En ese caso, el empresario capitalista era bueno: un viejito afable y abuelo protector. En este caso, la familia es otra cosa muerta que se intenta reconstruir a través de la biotecnología. El abuelito no sólo muere, es asesinado a sangre fría por una nueva generación de agentes financieros. La otredad absoluta que resulta en el enemigo no son los dinosaurios sino los hombres de negocios sin escrúpulos. Mientras en Spielberg la amenaza estaba conformada por los dinosaurios, solapando el peligro del avance de la biotecnología, en Bayona esos seres se encuentran victimizados -basta recordar la escena del braquiosaurio perdiéndose en el humo-, e incluso el dinosaurio Blue termina teniendo acciones y emociones que lo emparentan con los seres humanos. Quienes no tienen chance de empatía son quienes utilizan a los animales para obtener ganancias. Ahí se manifiesta el Mal: en el afán de convertir todo en mercancía.

En la primera entrega de la saga, la vida en su naturaleza más salvaje se revela como creación indómita de tal manera que no queda otra escapatoria que huir y ceder el terreno, porque no había forma de coexistir con esos (re)inventos de la ciencia. En la entrega de Bayona, hay una aceptación de ese Otro casi como par – homologación puesta de manifiesto por el personaje de la niña-. Aparece un giro discursivo que niega la etapa del escepticismo ante los avances tecnológicos, para así abrazar a esa nueva era que nace de la mano del pasado resurrecto artificialmente -válido tanto desde el argumento para con los dinosaurios como para las recurrentes citas al cine de Spielberg-. Se plantea, en definitiva, que el cambio ya está en marcha y que no queda otra alternativa que tener en cuenta nuevos peligros. Cambio que queda explicitado en una de las tomas finales, que funciona de manera especular con la de Spielberg: donde aquella mostraba pelícanos, acá ya son pterodáctilos. Es así que la bajada de línea presenta rugosidades: por un lado, se advierte sobre los peligros del uso -y abuso- de la tecnología sobre la vida mientras que, por el otro, el producto de esa intervención termina siendo mostrado de forma más empática que los verdaderos monstruos: quienes manipulan la vida para obtener ganancias. Una ambición de lucro que la película encarna en sí misma como producto del mercado hollywoodense. Finalmente, el reino que cae es el de las propias estructuras que la película trata de montar.

Jurassic World: El reino caído (Jurassicworld: Fallen kingdom, Estados Unidos, 2018). Dirección: J.A. Bayona. Guion: Derek Connolly, Colin Trevorrow. Fotografía: Oscar Faura. Edición: Bernat Vilaplana. Elenco: Chris Pratt, Bryce Dallas Howard, Jeff Goldblum, Rafe Spall, Justice Smith, James Cromwell, Daniela Pineda, Toby Jones. Duración: 128 minutos.

Si te gustó esta nota podés invitarnos un cafecito por acá: