Comenzó una nueva y especial edición del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. En la soledad de mi habitación la única compañía plausible es la de los pájaros que yacen alegres en los árboles del jardín, los mates calentitos y algún que otro snack o bizcochito casero. Como me sucedió a lo largo del año, la pandemia me obligó a controlar la luz y acomodar varias veces el televisor para poder disfrutar las películas de la mejor manera posible. El silencio de la humilde sala de proyección que construí en mi habitación marca un anacronismo, un destiempo propio de los duelos afectivos. Estoy cubriendo un festival de cine que suele ser presencial, para el que se arman filas largas y a veces interminables de gente que saluda a otra gente, y se abrazan y se comparten catálogos y se muestran credenciales y se ríe y se mira una y otra vez el reloj para controlar un tiempo que se escabulle impune para llegar temprano a la función de otra película que queda en una sala lejana a la actual. El encanto hechicero de los festivales es el conglomerado de personas celebrando cual brindis un evento único e irrepetible. Se celebra que el cine y sus mensajes están vivos y tienen mucho para decir. El formato virtual, solitario, wi-fi engañoso intensifica un anacronismo que no se avienen a los tiempos eufóricos ni a las condiciones esperables. El duelo así deviene evidente y me empuja a transitarlo en soledad.

Para mi asombro, la primera película que decido cubrir es la ópera prima de Sol Berruezo Pichon-Rivière, Mamá, mamá, mamá. Un coming-of-age que hibrida entre el drama familiar y el terror. Un día de verano, una niña se ahoga en la pileta de su casa. Cleo, de doce años, afronta la pérdida de su hermana en un mundo sin adultos y en compañía de sus tres primas. El solsticio de verano trae consigo los molestos, absurdos e inoportunos zumbidos de los mosquitos, de los ventiladores, de cortadoras de pasto que interrumpen la placidez de la siesta. El sol y su calidez aparecen desdibujados ante la presencia inquietante del duelo. “Todo el mundo conjetura el grado de intensidad de un duelo. Pero imposible (signos irrisorios, contradictorios) medir hasta qué punto alguien ha sido alcanzado”, dice Roland Barthes, uno de los que mejores leyó e interpretó el proceso del duelo. En los últimos años, películas como Midsommar (Ari Aster, 2019) o Azul, el mar (Sabrina Moreno, 2020) han logrado representar el duelo –amoroso, familiar, íntimo, personal– dotándole un aura de extrañamiento a su grado de “cotidianeidad”. Si el duelo en su hacer cotidiano es un estado que atravesamos todos los seres humanos cuando despedimos a un difunto/a o “nos separamos de la especie por algo superior”, estos directores/as deciden enrarecerlo construyendo atmósferas oníricas y siniestras.

En la composición de imágenes, Sol Berruezo traza tableau vivants de verdes intensos contrastados con la dulzura de rosas, blancos y celestes. Ella escribe un duelo dentro de un sueño profundo. La historia de la niña que se ahoga en la pileta casera empapa a Cleo y a su madre con una mojadura desgarradora que convierte la cualidad bautismal del agua en algo peligroso y amenazante. El verano, en las películas de Aster, Moreno y Berruezo no es alegre ni benevolente sino extraño y terrorífico. La imagen del cuerpo de Ofelia –pintura de John Everett Millais– flotando sobre el río, rodeada de hierbas y yuyos, adornada con flores y portando un semblante de profunda angustia es la referencia principal a partir de la cual se construye todo el universo de Mamá, mamá, mamá. Esos vestuarios pasteles, tortas de cumpleaños de crema y frutos del bosque, bitácoras de niñez con stickers de felpa e injertos de bombuchas explotadas son sublimes. Representan un horror enmascarado de fascinación, al mismo tiempo que nos atraen y convocan no dejan de atemorizarnos. La torta es tentadora pero las hormigas que caminan sobre ella la vuelven desagradable. Berruezo logra construir lo sublime a la manera de Everett Millais en su pintura de Ofelia. Algo parecido a decir “show must go on” matizado con el dolor.

El pasaje de la niñez a la adolescencia posibilita el auto-descubrimiento del cuerpo propio, individual, desenlazado ya del ropaje materno. En este sentido, el título “mamá, mamá, mamá”, llamado solícito que suelen hacer los/as niños/as, funciona como un catalizador de duelos, descubrimientos, contradicciones y complicidades femeninas. Berruezo apuesta con fuerza a los planos fragmentarios de los cuerpos de las niñas que protagonizan la película en su totalidad. Piernas cruzadas, pies descalzos, brazos contornándose, labios besando frutas maduras, manos que tocan cosas son fragmentos íntimos de cuerpos en estado de exploración. Y la adolescencia conlleva un duelo, empezando por la llegada de la menstruación, que en palabras de una de las niñas se trata de “bebés que no vienen al mundo y caen”. En la película, los duelos adquieren el potencial de los “líquidos”. La pérdida de la hermana se produce en una pileta y se expresa en lágrimas presurosas y vómitos nocturnos de Cleo; mientras que el “duelo de la niñez” se figura mediante la sangre vibrante de la menstruación. Y, como esta última implica “la pérdida de bebés que no pudieron ser” –siguiendo los dichos de la niña–, se vela en un ritual de despedida entre primas que leen un testamento y entierran la bombacha manchada en un lugar secreto.

Lo terrorífico que atenta con ese estado de plenitud femenina, de explorar el cuerpo y descubrir zonas de placer, es la leyenda de un chofer de autobús escolar que captura niñas y las hace desaparecer. Las niñas crecen con ese discurso y esa señal de advertencia. En cualquier momento de descuido pueden ser raptadas por el monstruo. La desprotección de las primas aumenta cuando vemos que en el escenario veraniego de su hogar los adultos están ausentes. Las figuras masculinas que aparecen son las de dos jardineros mientras que las madres y la abuela hablan y se mueven en fuera de campo. La madre de Cleo, luego de la pérdida de su otra hija, queda en un estado de shock permanente, paralizada en una cama mirando televisión casi sin pestañear. El uso del fuera de campo para construir la ausencia del mundo adulto es maravillosa en ese sentido. Son como seres que están omnipresentes pero que rara vez vemos frente a cámara. Ahí los gritos que claman “mamá, mamá, mamá”son más solícitos que nunca y parecieran emular a quienes llaman a otro/a en un juego de escondidas.

“Dime chiquitita, dime la verdad si te casarías con ese animal. No, mamá. No, papá. Soy muy chiquitita para ser mamá”, cantan las niñas en un juego infantil. Lo siniestro del mundo adulto atenta contra la inocencia de la infancia. Berruezo filma a las niñas desde un punto de vista voyeurista lo que permite intensificar esta idea de que el monstruo no sólo frecuenta los exteriores de la casa, sino también los interiores. Como niñas ya saben que “hacerse señorita” implica una pérdida y que sus progenitoras están solas. A lo largo de la película, no aparecen personajes masculinos que encarnen la paternidad. No sabemos si las niñas tienen padre o no, si sus madres están solteras, divorciadas o son viudas. Se trata de mujeres adultas que se las arreglan solas con sus hijas mujeres como pueden. Por tanto, el ingreso al universo femenino es casi el de un sumergimiento como el de la hermana de Cleo en la pileta. Fascina, da placer, pero puede ahogar por lo siniestro del afuera. El miedo que genera contradicciones o que pretende limitar la libertad femenina sólo se vence mediante la empatía. Las niñas y sus madres que se abrazan, se acompañan, se piden perdón y no se abandonan. Sumergirse en las profundidades del agua no tiene que provocar miedo al desborde, sino placer a la libertad. Berruezo apuesta a ese mensaje y el resultado final es una piel que se eriza de emoción.

Mamá, Mamá, Mamá (Argentina, 2020). Dirección: Sol Berruezo Pichon-Riviere. Duración: 65′. Competencia Argentina. Disponible: 23, 24 y 25 de noviembre.

Estreno disponible en la Plataforma virtual Puentes de Cine.

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