Antes de entrar al cine, ir al baño es un resguardo y una precaución, deber de espectador responsable dispuesto a no perder ni un fotograma que altere la continuidad del relato. Si la vejiga se emancipa de la orgullosa voluntad cinéfila habrá que ir durante, afrenta a la cultura, vergüenza incontinente que con los años se vuelve hábito. Después del cine los sanitarios son la gloria, premio que el dios nefrítico otorga a la dilecta atención, a la atenta mirada de experto democráticamente igualada en el alivio de la espera al del espectador plebeyo en busca de entretenimiento.
Fue una tarde durante el Festival, yo terminaba de ver una película francesa en el Ambassador, tal vez fuera Les Salauds de Claire Denis, entonces estaría enojado, o quizá La Jalousie de Phillipe Garrel, entonces estaría contento. Lo cierto es que como siempre salí apurado, fui al baño, encontré un lugar libre y lo ocupé.
Pocos espacios de autoafirmación y disfrute iguales al mingitorio ofrece la modernidad al macho de la especie. Soledad compartida y respetada por iguales con las mismas necesidades. Ni viriles gritos de vestuario ni apremiantes llamados femeninos. Ser y estar, la pura esencia del tiempo dejándose ir a través de la humana medida de la uretra. Iguales ante el espacio vertical de la pared que sostiene a los mingitorios con cortesía de anfitrión, no hay allí diferencias de tamaño o gusto sexual. Dentro de esa primaria comunidad renal el más rústico varón marcado por la homofobia se iguala en el trámite al más lanzado de los gay. Por razones que me parece ocioso explicar desconozco los hábitos urinarios femeninos en ámbitos públicos. Mi ancestral cuota de misoginia me ha llevado a fantasear con alguna suerte de pacto, una masonería ovárica simétrica a la testicular pero resuelta en misteriosas excursiones comunes. Ninguna mujer va sola al baño público. Por alguna razón que imagino oculta en el atavismo del género, siempre lo hace junto a otra. No es necesaria la amistad o el conocimiento previo. Por ejemplo, si uno está en algún evento con su mujer, encuentra allí a una conocida y las presenta, en unos pocos minutos saldrá de alguna de ellas la invitación inevitable: -¿Vamos al toilette?- El subterfugio de denominar “toilette” al baño debe tratarse de una contraseña; las dos se levantarán en silencio y volverán al rato, buen rato, convertidas en amigas. La ceremonia urinaria femenina está revestida en los lugares públicos de un conspirativo aire de misterio y ocultamiento; imagino un territorio de cotilleos constantes entre incómodos sube y bajas de caderas y de susurrantes prendas íntimas. La austeridad masculina, en cambio, impone la excursión individual, el silencio recoleto; la única preocupación consiste en evitar la oprobiosa mancha en el pantalón según la máxima del sabio helénico.
No me hagan caso, soy un fauno frustrado, viejo y prejuicioso, incapaz de imaginar nada más allá de los límites de mi propia naturaleza; mala cosa para quien pretende ser escritor. Ni Orlando ni El silencio de los inocentes, limitado por mi género y edad sólo podré escribir menguantes cantos de macho anciano (según Pablo De Rohka), odas inútiles a ínfimas ceremonias masculinas, celebración de necesidades humanas elementales persiguiendo en vano el tono del maestro Junichiro Tanizaki, que en El elogio de la sombra rescata el íntimo momento de la defecación en contacto con la naturaleza, en medio del rocío de la madrugada, de cara al viento, modelo tradicional japonés de preguerra con que él enfrenta al modernismo de baños y bidets.
¿Cómo llegué hasta aquí? ¿Pensaba en todo eso mientras me aliviaba en aquella tarde marplatense? Seguro que no. Apenas practicaba el simple arte de orinar. Hasta que giré mi cabeza a la derecha. Allí estaba, empeñado en la misma tarea, apenas separado por la mampara de cemento que preserva la dudosa intimidad de cada mingitorio, abrigado por una campera gruesa de tela sintética y cubierto por un sombrerito, Víctor Hugo Morales. Tuve un impulso de reconocimiento al relator deportivo, al conductor de Bajada de línea, al compañero de ruta famoso, estuve a punto de palmearle la espalda; al fin y al cabo podía disponer al efecto de una de mis manos, con la restante era capaz de arreglarme para el menester que me ocupaba (el uso simultáneo es, en la mayor parte de los casos, un atávico reflejo tribal destinado a impresionar a la manada en un lugar y situación en donde la verdad es difícilmente verificable). A último momento algún resto de cordura me detuvo, el impulso de mi mano sobre la ancha espalda de Morales hubiera tenido consecuencias desagradables, a más de interpretaciones políticas y sexistas de peor efecto. Me resigné a terminar mi tarea, enfundé y me dirigí hacia los lavatorios. El oriental se demoró todavía un poco más, después repitió mi higiene y salió del baño. La leve frustración cholula no moderó mi ánimo, antes bien me llevó a meditar sobre el cine, la masculinidad y la incontinencia según lo he desarrollado hasta aquí. También a recordar situaciones similares. Como aquella tarde de 1975, debe haber sido en julio, un jueves soleado y frío.
Era el día del estreno de Amarcord en la Argentina. Fui al Gran Rex que en aquella época era una sala de cine, habrá sido la segunda función de la tarde. Un par de horas después salí de la sala envuelto en una solitaria nube de euforia, la lejanía del recuerdo no me impide evocar tal ánimo. Tampoco que crucé el hall del cine en diagonal y con apuro en dirección al baño, menos aún que vi entre el público que salía a Adolfo Bioy Casares; lo acompañaba una mujer joven, morena, alta y bella (mucho después he imaginado reconocerla en una escritora de actual renombre a la que Bioy apadrinó en sus comienzos). La joven enlazaba su brazo en el de Bioy e inclinaba su cuerpo hacia el de su acompañante con una discreción que no disimulaba la intimidad. Bioy se separó de ella con igual delicadeza y se me adelantó en el camino del baño, descendí las escaleras detrás de él hasta los mingitorios. Mi espíritu provinciano se regocijó, hombro a hombro con el maestro podía sentirme su igual al menos en la humana eliminación de los detritos. Ocupé uno de los lugares vacantes; el maestro en cambio siguió adelante, dobló en un recodo y bajó por la escalera hacia la oscuridad de la zona de los inodoros. Antes de que yo hubiera terminado volvió a salir, elegante y atildado como siempre, su espíritu aristocrático preservaba su intimidad como si de ella dependiera el secreto de su estilo. También aquella tarde salí del baño con un discreto desencanto ¿Qué otra relación tenía yo entonces con la literatura que aquella que me hubiera proporcionado la primitiva camaradería del orín con Bioy Casares? ¿Qué otra tengo hoy, me pregunto, luego de publicado un ignoto libro de ficción? La de algún anónimo y eventual lector, por supuesto. No desvalorizo esa visión romántica, solo se me ocurre equipararla con el humano rito masculino del pis. Leer y escribir son ceremonias solitarias, una invisible ligazón une a lector y escritor en un abrazo que trasciende tiempos y fronteras. La pausa de la micción no interrumpe ese vínculo. Quizá, si uno sigue a Tanizaki, puede incluso hacerlo más íntimo. Filmar y ver cine supone en cambio una primaria forma colectiva, una compleja trama de soledades compartidas de la cual la retardada ceremonia del orín es la instancia superior, la síntesis del juego dialéctico que reclamaban Einsestein y sus discípulos soviéticos de la escuela del montaje. Es preciso darle el lugar que ella merece. Dejo la posta en manos de quien quiera tomarla. Bioy ya no está para hacerlo y en verdad dudo de que si viviera hubiera avalado mi propuesta. Víctor Hugo sí, y en buena hora. Ojalá que su voz acompañe nuestra prédica.
(Agradezco a Marcos Vieytes el título de esta nota).
Texto publicado en la edición en papel de Hacerse la crítica (Año 1, Nº 1: Pampa bárbara).
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