No le hago daño a nadie siguiendo los caminos que no conducen a Roma.

Georges Brassens.

Harto.

No sé si les pasa, pero lo que es yo, estoy harto de las series. Y no –si bien el término es de por sí un superlativo– un poquito harto, más o menos harto. No, estoy harto en grado sumo: hastiado del ciclo de expectativa y desencanto, de los chascos; agotado de las temporadas que se estiran o se achuran a conveniencia; de la anfetamina de bolos y cameos; de la resucitación oportunista de “mitos populares”; de la taimada noción de “franquicia”, que no hace más que igualar el acto de contar una historia con el de abrir locales de comida rápida. Hasta la coronilla de la jerga malamente anglo, teaser, spin-off, cliff-hanger, que ha colonizado nuestros consumos audiovisuales, desplazando la alta retórica de la crítica clásica, con su brocado de términos griegos y franceses, mise-en-scène, mímesis, raccord. C’est comme ça, compañeros, amigas, en la cósmica batalla por el corazón de las masas, se imponen las huestes de Kotler y la lengua del marketing, mientras Aumont y Aristóteles emprenden la retirada. ¿De qué estamos hablando? De Arte vs. Marketing. Cine vs. Serie. Crítica vs. Periodismo. Sé que, en un tiempo donde necesitamos la unidad más que nunca, vengo a proponerles un cisma, pero como ven, no hay rincón del universo donde no impere “la Grieta” (aunque algunas son bellísimas, siempre bienvenidas). Así las cosas, soy plenamente consciente de que la mitad de ustedes ya se me debe estar retobando en su fuero interno, barajando excepciones a toda velocidad, contraejemplos, mientras evocan un fin de semana frente al televisor, con pareja o frazadita. Quizás –también– me imputen el cargo de snob o de fariseo, porque no hay ofensa más personal que la crítica a nuestros consumos. Nuestra sensibilidad tiene la piel fina, pero si les sirve de consuelo, en ningún caso, es nuestra. Pertenece a la Época, que, inexorablemente, nos marca el cuero como ganado, y no estoy seguro, no sé si les pasa, pero ¿no están hartos de las series? Género de época, de la Época, si es que alguna vez hubo uno. Y entonces, se me ocurre que en la inactualidad y la abierta oposición al propio Tiempo –idea nietzscheana– posiblemente resida la última chance que le quede a nuestra generación de desarrollar una sensibilidad autónoma. Razón por la cual, después de haber consumido mi ración de series –sólo es santo quien conoce el pecado–, he decidido abstenerme. Paso, muchas gracias. La vida es breve y quisiera hablar de otros temas. De cine o literatura, para variar. Dense por avisados, esto es un brulote.

Falsas filiaciones.

Están quienes lavan sus culpas en la creencia de que las series vendrían a representar algo así como «un nuevo cine», la continuidad del cine por otros medios. Especie de malentendido alla Clausewitz, de cinéfilo embelesado por la pirotecnia digital que razona en términos monstruosos y monetarios: americanos. Desmalecemos. Caso atípico, el cine debe ser una de las pocas entre las Bellas Artes que ostenta una genealogía verdaderamente plebeya. A diferencia de la novela o la pintura, se gestó en las ferias ambulantes, lado a lado del títere, el espiritismo y el vodevil. Desde el punto de vista de sus posibilidades estéticas, es el sueño colectivo de tipos como Méliès o Murnau, del cual se apropió la Gran Industria, no sin sus iniciales titubeos. Es célebre la cita de los Lumière: “el cine es un invento sin futuro”. Y sensata: ¿en qué mente cabe que se pueda facturar con un aparato que no es más que la cruza entre el kinetoscopio y la rudimentaria fotografía de finales del siglo XIX? La historia quiso, sin embargo, que el cine se transformara en un negocio riesgoso e híperlucrativo, pero eso no quita que el vínculo que tiene con el comercio sea siempre problemático, comparable al del domador y las fieras de circo. El cine camina sobre un filo, de ninguna manera puede prescindir de su parte de la noche a la que, incluso en sus períodos más canallas, retorna para darse un baño lustral. De allí, Cronenberg y Cocteau. De allí, Ferrara, Ferreri y Fellini. De allí, Wertmüller y Verhoeven. Las semejanzas con las series –que, en rigor, son un Frankenstein entre televisión, cine e internet– permanecen en un nivel superficial de la materia. Es natural, por otro lado, que lo nuevo comience por imitar aquello que lo precede. Las primeras fotos usurparon los códigos de representación de la pintura al óleo; el cine, los del teatro; la televisión, los de la radio. En sus libros sobre mediología, Régis Debray se refiere a este fenómeno como el “efecto diligencia”, inspirándose en el hecho de que los primeros vagones de tren se asemejaban a las antiguas diligencias. Es por una simple cuestión de conveniencia que las series han adoptado las señas externas del cine, parasitado sus gramáticas y su prestigio, trasvasado sus audiencias y conseguido replicar, en cierta medida, su sistema de producción. Ruines, actúan como el vampiro y mucho me temo que una vez que hayan absorbido su élan vital, del cine, no nos quede más que una cáscara exangüe. No, las series no son hijas del cine, son su súcubo.

La edad de la inocencia.

Hagamos un desvío, ahora, por la historia de la televisión, la otra madre del borrego. Lejos estamos de aquella edad pastoril, postulada por antropólogos y demás cientistas sociales, cuando la familia se nucleaba en torno al televisor a la hora de la cena como si se tratase del fuego primitivo. Lejos de lo que Aníbal Ford denominó la “tribu televisiva”. Imagino que para la generación posinternet, las ficciones de esos años deben parecer algo casi artesanal, rudimentario. Pienso en enlatados como McGyver, La Doctora Queen o Los años maravillosos, en cualquier tira nacional de Adrián Suar o Cris Morena. Ni siquiera estoy seguro de que la categoría de “serie” les calce bien. Rara vez se las llamaba por su nombre. Se decía “prendé la tele” o “poné la novela” en términos genéricos, subsumiendo el mensaje en el medio, lo que era una manera de bajarle los humos a ambos. Todo el circuito de la comunicación (emisor, código, canal, mensaje) estaba caracterizado por una materialidad tosca, aparatosa, y por una rigidez en los modos de recepción que, lenta pero acumulativamente, iba siendo erosionada por el control remoto, la cinta de video, el cable, la multiplicación de las pantallas. No diré, nostálgico, que se trataba de una existencia idílica, pero sí, por absurdo que suene, que las restricciones alentaban una suerte de frugalidad en el espectador –limitada su ingesta, concentrada su atención– y de humildad en el medio, que no pretendía ser más de lo que había sido siempre: una “caja boba”, incapaz de proveer nada que no fuese entretenimiento ligero o, en el mejor de los casos, soporífera programación educativa. Mucho más modesta que la actual, a la televisión de antaño jamás se le habría ocurrido camuflarse de arte.

Género ruin.

Y entonces vino la revolución digital a poner el mundo patas para arriba, a alterarlo todo. Casi siempre, en base a inyectar guita, guita, guita. Las nuevas tecnologías posibilitaron nuevos esquemas de negocios que, a su vez, alumbraron el surgimiento de nuevos monstruos de la comunicación. Independizada de la tiranía espacio-temporal de la vieja TV, la atención de las audiencias batió sus alas un instante, mariposa a punto de arder en llama, y volvió a ser devorada por el mercado, que no tardó en desarrollar técnicas de manipulación incomparablemente más insidiosas. Y no me refiero solamente al cuco del algoritmo. En la misma medida en que, producto del avance tecnológico, mutaron las prácticas de consumo, se modificaron también el sistema de los géneros, la estructura de la narración y las estrategias narrativas. ¿No han notado cómo todas las ficciones que escupen las bocas de expendio de Amazon o Netflix exhiben un aire de familia? Cierto satinado de la imagen, cierta tendencia a apoyarse más de la cuenta en el golpe de efecto y, sobre todo, cierta impunidad para retorcer las premisas de una historia merced a los caprichos de las web stats, que son al antiguo rating lo que un rifle con mira telescópica a un cañón del siglo XVIII. Y es que, a diferencia del cine, la serie –o quizás debiera decir el par serie-streaming– es un artefacto carente de toda ética narrativa: su génesis netamente empresaria le impide tenerla. Formato dócil, que se acopla de maravillas con las necesidades de los especialistas en marketing, sus verdaderos creadores. Pródigo en soluciones de continuidad y deux ex machina. Elástico y compactable. Travestible de cualquier cosa –sci-fi, drama, humor, fantasy, bio-pic–, aunque siempre serie, definido más por sus argucias que por su contenido. Y, por sobre cualquier otra cosa, largo y vueltero al pedo, ya que su propósito no es contar una historia sino chupar todo lo que pueda de nuestro tiempo, como hijo dilecto que es de la nueva “economía de la atención”. El problema no son los trucos en sí mismos. No soy un puritano. Es imposible narrar sin artificio, sin masajear en algún grado los sentimientos del receptor. Sólo que no se trata aquí de presionar dos o tres botones “hitchcockianos”, de valerse de la magia del montaje, como pretendía el padre del suspense, para agitar los fantasmas latentes de las audiencias, sino del fetichismo total del efecto, de un pase libre narrativo que se escuda en la ligereza de la televisión, mientras se adorna hipócritamente con el aura del cine.

Matrix, Borges, en ese orden.

Al final de cuentas, la serie ha demostrado ser un género particularmente apto para hacer naufragar buenas historias. Cuenten sus desengaños y pregúntense si valió la pena comerse no sé cuántas horas de pantalla para asistir a la adulteración gradual de un relato, un personaje, una premisa. Paradójicamente, es la misma prepotencia económica que ha permitido a las plataformas de streaming prosperar entre los gigantes de Hollywood la que se da de bruces con el hecho elemental de que los arcos narrativos y los universos ficcionales no se pueden retorcer a discreción. Se asemejan más a una arquitectura que a una cinta de montaje. No obstante, la aparente flexibilidad de la serie, que carece de una duración y una tónica preestablecidas, en cierto modo, autoriza la confusión, la sanciona. Por supuesto que en el cine también pasa, aunque con menos frecuencia. Es lo que llamo “el síndrome Matrix”, uno de los casos más desdichados que yo recuerde, donde la primera entrega funciona como un thriller oscuro y enigmático, lleno de guiños cultos a la filosofía de Berkeley, una gema solitaria, casi borgeana, pero que con la segunda y la tercera parte, sacrifica el poderoso halo de misterio original para caer en la explicitud más vulgar. Como quien intenta explicar un chiste.

Ya que mentamos a Borges, quizás suceda con las series algo similar a lo que el Maestro reprochaba a la novela: el defecto del ripio. A diferencia del cuento, que por su brevedad puede funcionar como un aparato de relojería en el que cada pieza resulta imprescindible, la perfección formal estaría vedada a la novela, que, por su mera extensión, se ve obligada a contener pasajes más y menos relevantes. Transiciones, enlaces, tejido conectivo. Lo que Borges omite, picarón, es que los tramos en apariencia menos importantes, a menudo, reflejan el tedio y el sinsentido que caracterizan a la vida (verbigracia, Kafka). Cumplen un propósito. Más aún, un análisis sociológico del género probablemente descubra en ellos la traducción formal del universalismo burgués, de cierta ambición de fresco, de imitar el mundo o recrear una época (verbigracia, Balzac). Y así, si bien no existe la novela “perfecta”, el proyecto de la “novela total” ha convocado y seguirá convocando al gremio de los escritores. Me dirán que comparo peras con manzanas y mi respuesta es sí y no. Algo de las magnitudes y los recursos de la novela sobreviven en la serie. Poco y nada de su espíritu, de su afán de totalidad.

Azúcar.  

Una sospecha sobre la naturaleza equívoca de las series sobrevuela estas líneas y se cierne como una nube negra –informe, apenas formulada– sobre mis consumos desde hace tiempo. Una sensación de estafa al consumidor, de mala fe y violación al fair-play entre género y audiencia, que no acaba de explicitarse. ¿Y si los mecanismos utilizados para capturar nuestra sensibilidad utilizados por las plataformas de streaming tuvieran más en común con los de Silicon Valley y las redes sociales que con los de Hollywood y el cine clásico? ¿Qué opinar de un género cuya modalidad de consumo prototípica es el “binge-watching”, expresión que se traduce, literalmente, por “atracón”? De un género que tiene “fans” antes que “espectadores”. O peor aún, “serieadictos”, otro neologismo más que elocuente que anda circulando por Internet, orgulloso de su estupidez y sus cadenas. Perdón por el lapsus marxista –sé que no está muy de moda últimamente–, pero también los géneros poseen una ideología, responden a ciertas condiciones históricas de producción (en este caso, simbólica) y promueven sensibilidades y modos de recepción que le son específicos. Bajo el influjo de este nuevo paradigma, evolucionan las formas de narrar y las expectativas del gran público, que con cada serie que consume ve minado su umbral de tolerancia para cualquier relato que no lo provea de un goce neto y reincidente, de su chute azucarado. La aparición de súbitas corrientes de unanimidad en torno de ficciones pasatistas, arquitectónicamente endebles, narrativamente falaces, sin alma –no mencionaré ninguna en particular para no herir susceptibilidades–, deberían habernos puesto en guardia. La cantidad de veces que me habrán venido con una serie “imperdible” que acabó siendo un bodrio, con un “no te preocupes, levanta en tal temporada”. También como con los adictos, el daño suele ser autoinfligido y hay un fervor por militar la sustancia entre amigos y allegados. Y no sé ustedes, pero lo que es yo, estoy harto de las series. A esta altura de mi vida, preferiría tener un vínculo más saludable con mis consumos. Relacionarme de igual a igual con un relato, sin recelar que en mis tiempos de ocio anide una variante de la explotación a través del entretenimiento.

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