La película comienza con el viaje de Sofía hacia Los Toldos, el único universo que será conocido por el espectador, universo que la protagonista (re)conoce, y al cual vuelve en busca de sus raíces. Casa Coraggio, la funeraria, se erige como bastión familiar que representa, pero a la vez supera, a quienes la trabajan. Vivir de la muerte se solventa en los lazos familiares que construyen el entramado motor de la narración.

El camino se representa como un momento en la vida de sus personajes en el que buscan entender su historia, sus orígenes. En ese trayecto, la narración muestra a su protagonista deambulando entre la vida y la muerte sin grandes sobresaltos, simplemente recorriendo lugares que le son propios y a los que vuelve a reclamar su lugar. El caminar cansino de los (no) actores se traslada a la cadencia de un relato que por momentos se vuelve tedioso, por la repetición propia de aquello que es hábito desencantado.  Y en esa cotidianeidad la muerte lo rodea todo, sin congoja ni censura, sin temor ni pena que espante.  La muerte es incorporada con naturalidad, como parte de la vida y, sobre todo, como forma de vivir. No sólo los personajes la toman sin pánico, sino que la cámara también la capta con naturalidad plenamente documental.

Mientras se trabaja en Casa Coraggio los personajes ríen, bromean con lo truculento del oficio, contando historias de fantasmas, así como anécdotas que rozan la leyenda, las mismas que dan origen a la familia en cuestión. Esas narraciones dentro de la narración, ese juego metalingüístico, pone de manifiesto la ficcionalidad, la intención misma del relato documental como cuento, brindando opacidad a la supuesta transparencia siempre ponderada dentro del género.

La muerte se hace constitutiva de esa familia. Desde sus inicios, narrados por la abuela poco más o menos en forma de fábula, se marca la afinidad hacia lo tanático casi como designio divino. Pero en la película, el ritual mortuorio tiene su contrapartida en la celebración planeada para el cumpleaños de quince de la hermana de Sofía, un choque que además se encuentra representado de manera genérica: el mundo de los hombres generalmente se sumerge en la muerte (se abocan a la funeraria), mientras que el de las mujeres se inscribe en la viva (planean el cumpleaños). Mientras lo laboral se relaciona con la muerte, el ocio inspira a la vida. Esa categorización deja de ser taxativa gracias a la abuela que reconstruye el árbol familiar en base tanto a fallecimientos como a casamientos, y a Sofía, quien se mueve entre ambos mundos, conociendo y disfrutando tanto uno como otro.

Al filmar la muerte se hace uso de tomas que pueden o no ser guionadas pero que desde el registro se muestran respetuosamente documentales, manteniendo los adornos al mínimo: planos que se resisten al corte, que se mantienen cerca del cuerpo ya sin vida, fragmentándolo de manera tal que logran abstraerlo, dejando afuera la identidad del rostro, y donde el sonido se limita a la toma directa, que deja percibir por lo bajo las acotaciones de quienes manipulan el cadáver cumpliendo con su trabajo. El shock de mostrar con la crudeza del registro algo que nuestra sociedad tiene como tabú (la muerte, los ritos funerarios), hace que la tensión busque sosegarse en aquellas tomas que indefectiblemente pertenecen al registro ficcional, donde la estetización formal apacigüe los sentidos. Lamentablemente, en ese caso la tranquilidad esperada, la placidez, es cambiada por la burla, en una forma que termina siendo parodia de sí misma, fundamentada en el uso sensacionalista de la música y planos que buscan la afectación de la inmensidad. Sin embargo, estos embates amarillistas no ocurren en los momentos en que se representa la muerte, sino en los que aflora la cotidianidad. Es lo cotidiano lo que necesita aditamentos para resaltar(se), no la muerte. Por el contrario, las tomas documentales se mantienen cada vez que se filma la casa funeraria, sus servicios, o siquiera sus historias contadas por los personajes.

Casa Coraggio no cae en la abyección que tanto ha preocupado a críticos y cineastas desde hace medio siglo, pero sí se roza con el ridículo, puesto que esa ampulosidad en la forma no encuentra simetría desde el contenido, quedando injustificada y cambiando la extravagancia por jactancia innecesaria.

Casa Coraggio (Argentina, 2017), de Baltazar Tokman, c/Sofía Urosevich, 88’.

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