Belushi está muerto.

Muerto para las generaciones más recientes que no saben quién es.

Para quienes pasaron los 40, Belushi es una marca registrada. Como Brando. Como Scorsese. No hay posibilidad de error. Cuando se dice Belushi se sabe de quién se habla (ni siquiera pensamos en el hermano menor que comparte el mismo apellido).

Algo que otros de su misma generación (pienso en Chevy Chase, en Dan Aykroyd) no pudieron lograr. El único es Bill Murray, que así y todo necesita el nombre adosado al apellido como marca.

A cada uno le traerá un recuerdo específico. En mi caso, decir Belushi es decir The Blues Brothers. Primero la película, la demostración perfecta de cómo hacer gran cine con materiales de segunda mano. Después, la banda.

Y no es casual que Belushi, el documental, empiece ahí, en ese lugar donde el éxito descomunal de la película y de la banda se unen.

Es 1978 y un estadio lleno recibe a los hermanos Jake y Elwood al frente de una banda grandiosa. El relato en off deja en claro que estamos en el punto en que la ola ha llegado a su altura máxima. Belushi es el número uno en todo lo que se propone: la televisión con Saturday Night Live, el cine con la sucesión de Animal House y The Blues Brothers, la música con la banda homónima.

Y entonces hay que ir hacia atrás. Tratar de entender el recorrido. Descubrir cómo Belushi construyó a Belushi.

El Belushi actor que desemboca en esa cima implica un recorrido vertiginoso que se resuelve en una década. Del actor que se presenta en una audición en Second City al que triunfa en el cine. De Chicago a New York y de allí a Los Ángeles.

En esa década, el documental encuentra el punto de perfeccionamiento del método Belushi, de esa esencia de su actuación que era hacer reír a la gente. De las rutinas en las reuniones familiares a las escenas en el teatro. Del teatro a la irrupción televisiva opacada primero por Chevy Chase (y no debe haber comicidades más opuestas conviviendo en un mismo programa que la de Chase y la de Belushi). De la televisión a la consagración como el símbolo de un humor cuya brutalidad iba de la mano del potencial de subvertir las estructuras simbólicas de la sociedad (Animal House era despiadada en su visión sobre las comunidades estudiantiles).

Belushi podía convertirse en la parodia más feroz sobre el sueño hippie de Woodstock encarnado en la figura de Joe Cocker. O en un desquiciado samurái fuera de época y de registro que se enfrentaba continuamente a un par negro interpretado por Richard Pryor. O en un actor que seguía trabajando en la silla de ruedas donde quedó reducido por una caída del escenario solo para pagar los honorarios de sus abogados.

Pero para entender a ese Belushi, el documental va más hacia atrás. Busca en la infancia y en la adolescencia, en esas décadas previas a la audición de Chicago. En la familia ya no como parte de un mojón biográfico que hay que respetar a rajatabla, sino para comprender que Belushi es algo más que un actor condenado a subir hasta la cima para terminar cayendo. Belushi es la encarnación del sueño americano.

El hijo de un albanés inmigrante que atendía una hamburguesería a la que la herencia familiar parecía condenarlo.

El chico ideal para una chica de principios de los 60 como su novia y posterior esposa Judy.

El hombre que se hace a sí mismo desde el momento en que decide que su lugar está arriba de un escenario.

El que necesita armar una familia en cada lugar al que va, como una señal de pertenencia.

El triunfo del hombre común, como lo ven los espectadores, esos mismos que les abren la puerta de sus casas para que duerma lejos del mundo.

El que consigue comprarle a sus padres el rancho prototípico, sueño del inmigrante que quiere ser un americano más.

Pero también es la encarnación de la caída de ese sueño.

Las drogas y el alcohol. Y las dudas sobre el talento propio.

Y la misma industria que lo llevó a ese ascenso vertiginoso, empieza a darle la espalda ante el primer signo de un posible fracaso (películas que eran un fracaso en su concepción como se advierte en la lucha entre Belushi y Avildsen por el tono de Neighbours).

Esa huida hacia adelante lleva solo cinco años, en los que solo parece empezar a sobrevivir el mito y la muerte ronda cada vez más cerca.

Es cuando el cuerpo desaparece. Y cuando Belushi comienza a convertirse en esa marca que las nuevas generaciones no reconocerán.

A Belushi, el documental, no parece interesarle recuperar ni el cuerpo ni el mito.

Parece conformarse con la memoria, como si en ella residiera la única posibilidad de que Belushi, el actor, vuelva a ser reconocido.

La memoria se articula entre sus cartas, que fluctúan entre el dolor y el amor más absoluto por su compañera, y que son la voz verdadera de Belushi que se quiere recobrar.

Y por el recuerdo de quienes lo conocieron. Voces identificadas con nombres que van surcando imágenes en las que Belushi vuelve a cobrar dimensión. Más que una biografía coral, lo que construye el documental es un recuerdo coral, hecho de pequeños fragmentos que van entrando en relación unos con otros. No es casual que esas voces provengan de otro proyecto, en tanto se trata de entrevistas que fueron realizadas para una biografía escrita. Lo notable es que esos mismos retazos sonoros permitan construir una obra cinematográfica, y que lo hagan con la potencia suficiente como para que su recorrido no se disocie de lo que hay en pantalla.

Belushi está muerto, nos dice el documental.

La paradoja es que también, al terminar de verlo, se comprueba que está vivo.

Belushi (Estados Unidos, 2020). Guion y dirección: R. J. Cutler. Montaje: Maris Berzins, Joe Beshenkovsky. Música: Tree Adams. Entrevistas: Chevy Chase, Bruce McGill, Dan Aykroyd, Candice Bergen, Jim Belushi. Duración: 108 minutos.

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