Salgo de ver un documental sobre Pauline Kael, What She Said: The Art of Pauline Kael (Rob Garver, 2018). Salgo pensando que es buenísimo, por la riqueza del material de archivo y porque ofrece no sólo la oportunidad de ver y escuchar a Kael sino también la de leerla (creo haber oído por ahí que Emiliano Jelicié está trabajando en la traducción de sus obras al castellano, lo que sería todo un acontecimiento). Pero sobre todo salgo pensando que el documental es buenísimo por las puertas y ventanas que abre. Dos de las tantas películas que se mencionan me quedan dando vueltas en la cabeza. Salgo pensando en ellas. Llego a casa y las busco. Las encuentro. Las dejo descargándose y me voy a dormir. Al otro día me levanto, me tomo un café a las apuradas y me pongo a verlas. Me veo las dos de corrido. No puedo creer lo bellas y tristes que son ambas -demasiado para esa mañana-. La primera de ellas –la película preferida de Kael, según sus propias palabras- es Ménilmontant (Dimitri Kirsanoff, 1926), un mediometraje francés de treinta y ocho minutos donde la poética del montaje vertiginoso, herencia rusa que el director trasladó a París, no escapa a las impurezas del realismo urbano, así como el realismo no elude los artificios del drama y la tragedia. Hay planos de calles profundas, hay paredes descascaradas, hay barro y una escena inolvidable en una plaza con un viejo y la protagonista muriéndose de frío y compartiendo el único pedazo de pan que les queda. Y yo que pensaba que no había en el cine mudo rostro más conmovedor y sufriente que el de Falconetti como la Juana de Dreyer. Por suerte, la condensación humeante del aliento en el aire y las lágrimas, pesadas como la orfandad, de Nadia Sibirskaïa estaban esperándome para derribar esa certeza y dejar grabada para siempre la imagen de su cara en mi memoria.

La segunda película es Christopher Strong (1933), traducida al español como «Hacia las alturas», donde Katherine Hepburn se lleva, como siempre, el mundo por delante lanzando frases como “No me interesa el futuro”, “Yo no prometo nada”, “Hoy sólo puedo decirte adiós” o aclarando que nunca ha amado a nadie, sencillamente porque no tuvo tiempo. El ritmo de la narración se corresponde con el paso demoledor por tierra y aire de esa mujer, pero la novedad pasa por el descubrimiento de quien dirige la película: Dorothy Arzner, una de las pocas que sobrevivieron a la transición del mudo al sonoro y una de las dos (la otra es Ida Lupino) que lograron filmar en el Hollywood clásico. No había visto nada de ella, así que me pongo a buscar otras películas. Las encuentro y las veo. El patrón se repite: mujeres fuertes que rechazan todo tipo de lujo y comodidad ofrecida por el hombre, a quien además le disputan su rol en el espacio público. Mujeres que son aviadoras o van a la guerra, pero no como como copilotas o enfermeras, sino para adueñarse del campo de batalla.

El hallazgo del cine de Arzner me deja extasiado. Qué bueno que fui a ver este documental sobre Kael, me digo. Qué buena película, qué bueno que un festival ofrezca este tipo cosas y que encima la experiencia termine prolongando el goce hasta el hogar. Qué buena es la programación del Bafici, pienso. Pero enseguida me doy cuenta que eso es una obviedad: claro que es buena, ¿quién puede decir lo contrario? ¿Quién puede decir que es mala, floja o insuficiente? No hay forma de comprobar eso. No dan ni el cuerpo ni el tiempo para justificarlo. El problema es otro. Y es grave.

El problema es negar lo que a todas luces se sabe; lo que es evidente y se intenta disimular descaradamente, como si no pasara nada -una de las principales características del actual partido gobernante-. El problema es callarse, o hacerse el boludo, que es peor. Y es peor porque en realidad pasa de todo. Entonces me pregunto qué sentido tiene cubrir un festival si dicha cobertura consiste en publicar día tras día notitas acerca de las películas que uno va viendo sin dar cuenta del marco y las condiciones enque esas películas son proyectadas. Me lo pregunto porque yo mismo he hecho eso en más de una oportunidad y ahora me doy cuenta que ya no me sirve.

Por eso me sorprendo gratamente cuando veo los tuits de Diego Batlle señalando el desfavorable cambio de sede del festival (de Recoleta a Belgrano), lo cual repercute negativamente en la cantidad de salas estables (12 contra las 20 del año pasado), y la cantidad de películas programadas (315 contra las 365 del año pasado, dato omitido en la presentación que también señala Batlle), sumado -por los motivos que sean- a la falta de un invitado estrella (todo bien con Julien Temple, pero De Palma es De Palma, amigo), cosa que no sucedió en años anteriores (Waters y Garrell en 2018, Moretti en 2017, Bogdanovich en 2016), aun cuando el festival ya venía dando señales claras de abandono.

Me sorprendo porque se trata de alguien que, ocupando el lugar que ocupa dentro del ambiente de la crítica (columnista en La Nación y director del sitio Otros Cines), podría haber tenido una actitud funcional al festival, celebrando una nueva edición y la fiesta del cine y bla bla bla, todo ese palabrerío de ocasión que no aporta nada (claro que es una fiesta ver películas, pero hay que tener en cuenta quién la organiza y quién la paga). En lo personal -nobleza obliga- podría decir que no comparto esa actitud, que repite año tras año, de adelantarse a publicar los anuncios del festival con tal de tener la primicia y ganarse unos likes. ¿Sabrá que los críticos no le importamos a nadie y que si algunos nos dedicamos a esto es por el placer de la escritura y por lo que ésta puede generar una vez que es volcada al mundo? ¿Sabrá que arriba no hay nada, que no hay gloria? Pero comprando eso con la posición verdaderamente crítica que ha asumido esta vez frente a un acontecimiento de tales magnitudes, no se trata más que de un detalle menor. Y aunque desconozco los intereses que lo mueven o las diferencias que pueda tener con Porta Fouz y el resto de la organización, el gesto de señalar con datos concretos la devaluación del festival, viniendo de alguien que ha hecho del ejercicio de la crítica una profesión (no es ese mi caso ni el de HLC en general), con todo lo bueno y lo malo que eso implica, es algo que merece ser destacado.

Sin embargo el comentario que me tuvo pensando estos días es otro, también de un colega. Una vez anunciada la programación, y casi en simultáneo con los posteos de Batlle, Diego Maté (Cinemarama, Perroblanco, A sala llena) publicó en su muro de Facebook lo siguiente: “Los que lamentan cada marzo que el Bafici “haya muerto” son los primeros que querrían que muriera. No sé si serán los mismos o si se renuevan, pero siempre hay una reserva constante de gente que sale a ñañanear temprano”. Yo no puedo saber, como él, quiénes serán esas personas y cuán grande es la pulsión de muerte que las habita, pero de ser así, en todo caso estaríamos ante una expresión de deseos de un grupo de personas que, se me hace, no tiene influencia ni decisión alguna en el armado de un festival como el Bafici. El deseo de muerte puede ser un sentimiento válido, pero creer que su mera expresión puede llegar a tener un efecto en las cosas nos acerca al terreno de la superstición más que al de la realidad. Lo realmente preocupante, me temo, es que ese sentimiento del que habla Diego habite al interior del festival, y con esto no me refiero tanto a su director y el equipo de programadores, de quienes ya me he expresado en notas anteriores y, aunque ideológicamente estoy parado en la vereda opuesta a la de ellos, me consta lo que saben y cómo trasladan ese conocimiento al armado de la programación, sino a los cargos públicos de los que depende la realización de todos los festivales que se llevan a cabo en la ciudad (y en ese punto sí convendría preguntarse por el grado de responsabilidad que les cabe, más que nada a Javier Porta Fouz, en tanto director artístico y cara visible del Bafici, a la hora de discutir y aceptar los términos y condiciones de la realización del evento. Porque, vaya otra obviedad, está claro que siempre se puede decir que no).

Qué ingenuidad la mía, me digo ahora que lo pienso un poco más, porque enseguida me acuerdo que, además de la simulación y el maquillaje improvisado, la otra característica que distingue al actual partido gobernante es la inoperancia, la desidia y el desconocimiento absoluto en todo lo que toca o interviene, en este caso un festival de cine, algo menor si tenemos en cuenta que las consecuencias de esas actitudes se extienden a terrenos sociales más sensibles que ni siquiera hace falta mencionar. Demasiado burdo y obsceno todo como para no notarlo o dejarlo pasar. Y si no me creen, pueden acercarse hasta Belgrano y sacarse una foto con Leia, Darth Vader o Spiderman, esos íconos distintivos del “cine independiente”.

Si te gustó esta nota podés invitarnos un cafecito por acá: