La Gomera se ve, ya desde su mismo comienzo, como una evidente apertura de su director Corneliu Porumboiu hacia un modelo de producción internacional que excede sus parámetros previos, más relacionado con el circuito de festivales. No se trata solamente de la elección genérica –una apuesta decidida por los códigos del policial- ni de la coproducción que lo lleva a filmar en territorio español una parte del relato. También está la disposición a dejarse atravesar por una serie de referencias puramente cinematográficas que por momentos asoman como simples homenajes –la escena en que Cristi se encuentra con Magda en el cine donde están proyectando una película de John Ford; la reconstrucción de la escena de la bañera de Alfred Hitchcock en Psicosis– y en otras remiten a un clima que parece interesado en crear alrededor de su historia. Si esas primeras secuencias en las que Cristi viaja a La Gomera recuerdan el cine de los 60/70 en su tratamiento del color y en la amplitud de los encuadres, otros momentos parecen aludir a las formas del cine policial francés en los que se apela a cierta sequedad tanto de los personajes como de los planos y las situaciones y otras remiten al cine de espías –el control mayormente analógico que se hace de los espiados parece un elemento definitivamente retro que lo emparenta con el pasado-.
Pero quedarse con esos elementos es rozar la superficie. Y mantenerse en ese lugar transforma la mirada sobre la película, la deja en un espacio en el que no sería más que otro policial común y corriente. Pero son justamente los detalles que se van trabajando sobre esa superficie -más porosa de lo que parece a simple vista- sobre los que conviene detenerse. Porque esa idea de la superficie y la profundidad, de los dos niveles en los que se mueve la película son una representación de su tema central. Se trata en definitiva de lo que el espectador quiere o no quiere ver, como forma de replicar lo que ocurre dentro de la trama. Es la sala del interrogatorio policial como metáfora que contiene a la película: el que está adentro no puede verlo todo, aunque sospecha que detrás de los vidrios y las paredes hay algo (como detrás del cuadro en el departamento de Cristi), y el que está afuera puede –o parece poder- verlo todo. Lo interesante es que a pesar de ello, la misma idea de “ver todo” es lo que se cuestiona en el interior de la película. Hay algo que siempre se escapa a la mirada omnipresente, como ocurre en esa escena en la que después que Cristi interroga a Zsolt, su jefa Magda expone sus sospechas, pero más que sus certezas aparecen sus dudas (“Casi me lo creí”, dice, remarcando que sus suspicacias no vienen de esa escena, sino de la sospecha previa). La idea de que siempre hay algo que escapa a la mirada está en el centro del relato, como un leitmotiv que encuentra su cenit en el aprendizaje del silbido de los pájaros de la isla. Hay una conciencia creciente de una vigilancia que se establece en dos niveles: uno estrictamente visual –que se manifiesta tanto en la vigilancia física directa como en la utilización de cámaras legales o ilegales- y otro sonoro –relacionado con los teléfonos intervenidos y los micrófonos en ambientes cerrados-. Lo que cada uno hace es encontrar el espacio en el cual esa vigilancia puede ser burlada –el pasillo de la oficina policial, el cine-, pero por sobre todo, el silbido de los pájaros remite a un plano aún mayor de esa estrategia. Ya no solo se trata de utilizar un elemento de otro plano, sino que éste aunque pueda ser captado en su sonoridad, no pueda ser comprendido. El silbido funciona como un código que es indescifrable para quienes no lo conocen, como un lenguaje nuevo, solo que éste prescinde de la palabra para dar lugar a lo simbólico. Es como una afirmación de ese retorno al pasado que las imágenes de la película insisten en mostrar: en la escena de la prueba que le toman a Cristi después de un tiempo de enseñanza, el mensaje se transmite desde una montaña a la otra como un circuito de información, como en algún momento de la historia fueron las señales de humo o el sonido de los tambores, por ejemplo.
Lo que hace el silbido, en todo caso, es eso: funcionar como una suerte de correa de transmisión alternativa, que pone en movimiento un conjunto de elementos sin que el otro lo advierta. En ese movimiento, lo que se produce es un solapamiento continuo entre la realidad y la ficción, tomada ésta como una puesta en escena que se ejecuta sobre el fondo de esa realidad. No es casualidad, por tanto, que la escena en la que se resuelve la historia se produzca en un set de filmación abandonado: un espacio oscuro y espectral que esconde gente detrás de las paredes y que revela en sí mismo su condición de puesta en escena.
Y es que en la narrativa interna de La Gomera lo que predomina es esa simulación. Si por un lado el espionaje continuo intenta establecer una escena de realidad, por el otro los espiados intentan construir una ficción que les permita correrse de ese plano, ofreciendo una visión distorsionada que debe ser tomada por el observador como real. Cristi, el personaje central, comienza a moverse entre esos dos mundos, haciendo un equilibrio entre las tensiones que se generan, como una réplica de esa doble relación que lo vincula tanto con Zsolt, el contrabandista, como con su lugar como investigador policial. Aunque es Magda la que da la primera pista de cómo va a desarrollarse ese juego. Cuando Cristi llega a La Gomera y se reencuentra con ella, su primera advertencia es que olvide lo que pasó en Bucarest, que lo que hizo –y que veremos después en un flashback- fue solo para las cámaras de vigilancia. La construcción de ese espacio ficcional atraviesa a todos los personajes, en un juego en el que unos y otros intentan engañarse mutuamente. La ficción se construye alrededor de comercios, de hospedajes, de instituciones como la policial, y hasta de relaciones, en las que el concepto de traición no necesita especificarse, sino que se devela en algún momento como instancia resolutiva de la acción. El juego está, de nuevo, cifrado entre lo que se ve y lo que no se ve –por impericia o por conveniencia-, pero lo interesante es que toda la película gira alrededor del cuestionamiento de lo visual, de su puesta en duda permanente si no se conocen los códigos con los que opera quien produce la acción. De allí que sean elementos cada vez más abstractos los que permiten acceder al conocimiento, lo que no siempre está relacionado con lo que se “ve”.
Hay dos escenas notables en las que esa tensión se revela de manera contundente. La primera transcurre en el motel al que el compañero de Cristi ha seguido a Magda. Cuando le pide al encargado del motel ver las imágenes de la cámara de seguridad, lo hace pasar. Pero cuando se sienta y empieza a ver la pantalla, el joven encargado lo mata, en una escenificación extrema de la imposibilidad de ver. La segunda es cuando Magda se comunica con Cristi cuando éste está internado, en el final. El silbido no solamente les sirve para conectarse, sino para advertir la existencia de un peligro que no se ve. La escena se cierra de manera notable cuando Cristi está junto con el enfermero dentro de la habitación, presumiblemente mirando un western y se escucha un disparo. Disparo que él y nosotros sabemos que proviene de afuera, pero que se confunde, de nuevo, con los disparos de la ficción en la pantalla.
Es en esa exploración que La Gomera logra escaparse de las coordenadas del policial como género para postular una mirada más compleja, no solo de los mecanismos del género, sino por sobre todo de la narrativa cinematográfica. Un entramado en el que pone en juego, más que el destino de un grupo de personajes en un contexto determinado, la reflexión sobre la imagen, su articulación con el plano de lo simbólico y su puesta en duda continua como criterio de realidad o de verdad.
Calificación: 8/10
La Gomera (Rumania/Francia/Alemania, 2019). Guion y dirección: Corneliu Porumboiu. Fotografía: Tudor Mircea. Montaje: Roxana Szel. Elenco: Vlad Ivanov, Catrinel Marlon, Rodica Lazar, Agustí Villaronga, Sabin Tambrea. Duración: 97 minutos.
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