La edición del libro El rostro de Cristo en el cine: Una lectura cinematográfica del Evangelio ofrece su prólogo a modo de adelanto para introducirnos en el exhaustivo estudio de ese cruce recurrente entre la iconografía cristiana y la memoria cinematográfica. Aquí el texto para ir entrando en su universo y preparase para lo que nos revela:

«Por razones estéticas o comerciales, la traspolación de textos emblemáticos de la historia de la literatura (o de éxitos editoriales más prosaicos) ha sido un recurso habitual en la historia del cine. De tal premisa no ha quedado exento el que es tanto el libro sagrado de la literatura occidental como el mayor best-seller de la industria editorial: la Biblia.

La industria cinematográfica ha sabido extraer de ese vasto volumen una prolífica iconografía que opera a la vez como ilustración y como exégesis, para pasar erigirse una suerte de Biblia pauperum del siglo XX. Y en sintonía con su antecedente pictórico, también las escenas más trajinadas han sido las narradas en los evangelios. Salvo que si la pintura sacra ha sido copiosamente glosada, poco o nada se ha escrito sobre la representación de Cristo en el cine.

Puestos a conjeturar acerca de este vacío teórico, podría apelarse a un prejuicio académico. Pese a que se lo nomine séptimo arte, el cine no goza del prestigio artístico de otras disciplinas. Se lo entiende un pasatiempo, se lo asocia a la cultura del entretenimiento. Y, en parte, se lo merece. El grueso de su producción está destinado a esos fines. Sin embargo, no es suficiente motivo para obviar el examen de la iconografía que su factoría promueve. Y mucho menos, de la plataforma ideológica que difunde. Precisamente por su capacidad de penetración social, el modo en que el dispositivo cinematográfico traduce en imágenes los evangelios debería diseccionarse con esmero. Al menos, como una vía de autoconocimiento. Porque cuando la sociedad contemporánea proyecta su texto sagrado en las pantallas del mundo, da cuenta del modo en que interpreta y difunde su fe.

Curiosamente –salvo una breve mención de Isaías– no hay en toda la Biblia referencia concreta a la fisonomía de Jesús. No obstante, existe un poder simbólico de ciertos rasgos que remiten inequívocamente a su figura. Se trata de una tipología devenida en tópico por la prepotencia de los signos que se repiten. Este recurso semiótico ha promovido que en la historia del arte –aun estando su representación inscripta en cánones estéticos y étnicos de culturas tan distantes como la helénica, la semítica, la china, la africana, la americana o la centroeuropea– su estampa prototípica pueda delatarse de un modo inmediato.

Para galvanizar esa efigie, la tradición pictórica fue recalando en variados paradigmas: de la simbología del pez (ichthys), el Lábaro (chi-rho) o el ancla de los primeros cristianos a las figuras incrustadas de paganismo, como el joven imberbe con vara de mago y testa rodeada por el halo de Apolo que pobló las catacumbas, o el viejo barbado investido de toga real, sentado en cátedra, que emulaba la autoridad majestuosa de un Zeus o un Júpiter, con su variante: el pantocrátor imperial en actitud de soberano todopoderoso. También, la mansa imagen de “el buen pastor” con el cordero extraviado sobre sus hombros, a la manera del Moscóforo o el Hermes Crióforo, o incluso la Santa Faz, Santo Rostro o Volto Santo con que las distintas tradiciones piadosas designarían a las estampas fraguadas a imagen y semejanza del Sudario de Turín o el Mandilyon de Edesa. Han debido transcurrir varios siglos de disputas para que el rostro de Cristo finalmente cristalizara en un icono unánime.

Claro que para que un retrato conmueva no basta que sus rasgos remitan a unos símbolos. De lo contrario devendría en mero grafismo. Y el caso de Cristo detenta una cualidad singular, por cuanto conjuga a la vez atributos humanos y divinos. He ahí un interrogante clave para su corporización: ¿cómo conferirle cualidades mundanas y carnales a una dimensión celestial? El enigma se complementa con la sentencia del salmo 45: “Eres el más hermoso de los hombres”, apotegma que implica otro desafío sideral: ¿cómo dar en el baricentro de un canon estético universal?

Examinar la manera en que la filmografía ha interpelado su figura es el propósito de este libro. La labor carece de veleidades iconoclastas: lejos de poner en trance su condición de emblema religioso, busca blandir un repertorio de especulaciones acerca del trato brindado por el séptimo arte –desde sus inicios a la actualidad– al ícono mayor de Occidente. Y por propiedad transitiva, aventurar al lector hacia una catequesis secular. Porque el abordaje de las escenas litúrgicas impone –de facto– una lectura cinematográfica del Evangelio.

Huelga aclarar que la representación de los evangelios no es materia excluyente del devoto. También el ensayista secular puede emprender esa labor. La razón es sencilla: no se precisa abrazar una fe para conmoverse con sus manifestaciones. De primar tal prejuicio, se estaría obligado a creer en Viracocha para apreciar la Puerta del Sol o practicar el zen con entusiasmo antes de contemplar el Buda de Kamakura o una xilografía de Bodhidharma meditando. La misma lógica se aplica al caso: no hace falta ser un fervoroso cristiano ni mucho menos exhibir una credencial de fe para estremecerse ante un ícono del Giotto o de Andréi Rubliov o ante la Pietá de Miguel Ángel. Menos aún, para conjeturar por qué esas obras emanan una trascendencia de la que otras representaciones sacras carecen. En suma, nada impide a un laico advertir si un ícono es apenas la efigie pétrea de un crucificado o si en él habita un espíritu acuciado por un hondo dilema.  Tampoco, si una pietá prescinde de la pompa dramática del llanto y logra transmitir con respeto y compasión el dolor íntimo y silencioso de una madre que sostiene en su regazo a su hijo muerto.

Como la tradición pictórica, también el cine ha promovido retratos del personaje que oscilan entre la zozobra metafísica y el padecimiento pedestre. A los Cristos de intensidad ontológica se superponen otros en los que prima la afectación lacrimosa o el efectismo estridente, los predicadores de una ética se intercalan con los meros hacedores de prodigios, y los profetas íntegros y sutiles conviven con otros abocados a una plétora de poses y muecas destinadas a acentuar su majestad, su éxtasis o su calvario en impostaciones dignas del folletín. Y no han sido menores las fluctuaciones en torno a su doctrina, abarcando tanto aquellas versiones que se esmeraron por ser literalmente fieles al relato evangélico como las que procuraron lealtad a sus postulados mediante innovaciones estilísticas. Hay estampas para todos los gustos en la viña del Señor. Baste con transitar ese mosaico elemental que conforman, entre otros, el hechicero todopoderoso de De Mille, el asceta melancólico de Wiene, el monarca en trance de Dreyer, el autómata impasible de Duvivier, el predicador carilindo de Ray, la estampita extática de Zeffirelli, el joven insurgente y ecuánime de Pasolini, el mesías íntegro de Rossellini, el hippie anodino de Jewinson, el mastodonte impertérrito de Stevens, el mártir cutáneo de Gibson, el esquizo-paranoide de Scorsese, el muñeco pedagógico de Hayes & Sokolov, el galancito melodramático de Spencer o la actualización iconoclasta de Arcand para advertir las múltiples variantes con que la historia del cine –cual velo de Verónica– ha dejado la fisonomía del Redentor impregnada en el celuloide».

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