A los que vivimos lejos de Hollywood y a los que estamos de este lado de la pantalla, nos gusta pensar que todavía existe una Industria del Cine, un centro financiero, estético y de producción que funciona como el vértice del “cine comercial”. ¿Con cuánta facilidad y cuántas veces hablamos y escuchamos hablar sobre “las estrellas de Hollywood”, “los tanques de Hollywood”, etc.? En un mundo globalizado y en crisis (el cine como industria viene en crisis desde bastante antes que se cayera la bolsa), las cosas ya no son como eran antes. Como pasa con la mayoría de los conceptos y palabras que usamos sin siquiera reflexionar en ella, esta forma de pensar ya no refleja la realidad del cine.
No hace falta escarbar demasiado: un star system que se presta a producciones de todo el mundo; películas a todas luces estadounidenses financiadas por Abu Dhabi; infinidad de pequeñas productoras internacionales que juntan hombros para sacar cualquier película adelante. Un espectador promedio puede comprobarlo con solo entrar a una sala: en vez del clásico cartel de la gran productora (“Paramount presenta” et al.) antes de que se inicien los créditos de apertura de una película de hoy en día va a encontrar por lo menos tres logotipos de productoras ignotas que se apilan una sobre la otra. Parecería que casi cualquier película que se produzca hoy en Los Ángeles puede ser calificada en mayor o menor medida como independiente, mientras surgen nuevos engendros engendra tanques, como los Estudios Marvel. ¿Qué significa “Hollywood” hoy? ¿Existe todavía ese corazón que bombeó cine a todo el mundo durante casi un siglo?
La respuesta es relativa. Todavía existe un pedazo de terreno en el suroeste de Estados Unidos donde probablemente se concentra la mayor cantidad de productoras de cine del mundo. Todavía existen los Oscar, aunque ahora parece que hay que llamarlos “Premios de la Academia”. Todavía existe una idea difusa, contradictoria, esencialmente falsa de lo que es un “cine comercial”. Pero el cine verdaderamente industrial dejó de existir hace mucho, mucho tiempo. Aquel que se hacía como se hacen los chorizos en una fábrica, aquel que los cinéfilos llegaron a amar, incluso a pesar de su naturaleza industrial, aquel que un espectador hoy no conoce ni de lejos.
Contra ese telón de fondo que todos conocemos, aunque no lleguemos a reconocer de forma conciente, se recorta de manera evidente una figura como la de Jason Statham. No es el nostálgico “espíritu del cine clase B” lo que impregna todas sus películas, que, por otra parte, sin ser grandes tanques nunca tienen un presupuesto realmente modesto. Es en realidad el aire del auténtico cine industrial: uno que se fabrica sin pausa, siempre para adelante, casi sin prestar atención a las variaciones de argumentos o a los artesanos de turno a los que les toque manejar cámara, luces o decorado. Prácticamente no hay pretensiones en este cine que, con altos y bajos, funciona siempre como vehículo más o menos explícito para esta última gran figura del cine popular.
Lo que permite este microclima de industria en un cine ya desarticulado es el éxito moderado pero seguro que viene garantizando el género de acción en la taquilla actual. Casi parece que este cine de acción es el último de los géneros (en un sentido estricto) que subsiste y permite hacer predicciones de tipo industrial. Lo demás es puro azar: las comedias pueden ser un éxito inesperado, pero en su mayor parte ni siquiera llegan a estrenarse en los cines de Buenos Aires; el musical cada tanto produce un bastardo ampuloso que desembarca en estas costas, pero no tiene continuidad ni público; el melodrama ya está casi muerto; la ciencia ficción se ha vuelto un género de nicho excepto en producciones ampulosas, que, de nuevo, son la excepción. Posiblemente sea solo el terror el otro género que garantiza esa producción industrial: alguien que invierte en una de terror (como en una de acción) no puede esperar ganancias gigantescas, pero sabe que por lo menos va a hacer negocio y a lo mejor termina pegando un batacazo. Pero el terror actual tiene un problema: basado como está en la necesidad de impacto y sorpresa, sobrevive gracias a las convulsiones con que intentan sacudirnos. Ese género epiléptico no es capaz de engendrar una verdadera estrella que pueda navegar de una película a la siguiente y construirse como una fuerza mayor. La acción, sí. Es más, la acción (el último género en el que todavía es importante el cuerpo del actor) prácticamente lo exige: un protagonista de una película de acción debe poder hacer ciertas cosas. Y no cualquiera puede hacerlas. Y nadie puede hacerlas como Jason Statham. La singularidad del cuerpo de Statham (que incluye su pelada) es la que lo convierte en una auténtica estrella del cine, posiblemente la última que tiene la industria del cine occidental.
Claro que esta condición de cuerpo entregado a una serie infinita e indiscriminada de películas lleva invariablemente a una consecuencia: la mayor parte de las películas en las que participa no están a su altura. Mal concebidas, mal ejecutadas y mal editadas, el corpus de películas de Statham nunca llega a ser realmente malo, simplemente por el hecho de que cuentan con su presencia. Cada tanto una de ellas supera al promedio, pero no es ese el pasto del que se alimenta su estrellato. Cualquier actor -incluso uno que actúa una sola vez- puede caer en buenas manos, pero pocas espaldas pueden cargar con una carrera tan incansable (y cansadora): en 15 años Jason hizo 38 películas, de las cuales la última, Parker, se estrena ahora en Buenos Aires. La matemática es simple: 38 películas en 15 años quiere decir que viene filmando a razón de dos películas y media por año, un número ridículo para los actores en el siglo XXI. ¿Es Parker una película de la que valga la pena hablar demasiado? Más o menos. No sorprende, no fascina, tampoco aburre y no resulta un desperdicio. En definitiva: un eslabón más en la cadena que hace de Jason Statham lo que es: la última estrella del cine industrial hablado en inglés.
Si te gustó esta nota podés invitarnos un cafecito por acá: