94243204De las cinco películas que J. J. Abrams ha dirigido hasta el momento, cuatro se inscriben dentro de sagas inspiradas en series o seriales. Súper 8, la mejor de todas ellas y la única escrita sólo por él, se sale de ese esquema. Considerando que ha sido, además, creador de una serie  fundamental para la primacía del formato como Lost, queda claro que ocupa un puesto superior dentro del nuevo imperialismo narrativo estadounidense a escala global.

Misión imposible III empieza con una declaración tajante: “La familia es todo”. Ver el resto de las películas de Abrams confirma que ese lema define el horizonte ideológico de su cine. No por nada esa tercera parte es la peor, la más grave, lo que provoca serios desajustes entre el pretencioso “naturalismo” de su dramaturgia, tan barato como el de todo el mainstream, y el verosímil lúdico de la saga.

En este caso la misión, la “aventura” es amorosa, no sexual pues el cine de Abrams es extremadamente puritano. Ethan Hunt deja a su esposa para ir a salvar a una colega iniciada por él en la agencia. El castigo por ese adulterio simbólico, casi que estrictamente laboral, es el riesgo que corre la vida de su mujer. Una y otra, sin embargo, encarnan la “inocencia”. La esposa es doctora, salva vidas, y la agente le recuerda a Hunt los ideales de origen que guían a quienes deciden trabajar en el servicio secreto. No hay forma de expresarlo que no suene obscena, todavía más en el contexto actual.

El esquema de la mujer como idealización también se manifestará en las otras películas de Abrams, revelando sin sutileza alguna su fundamento edípico nueva y especialmente en Súper 8, pero también en Viaje a las estrellas.

Alfred Hitchcock es la gran figura tutelar de la saga desde que Brian De Palma filmara la primera. Aquí, sin embargo, la manipulación del punto de vista no se manifiesta en la escena sino que obedece a las arbitrariedades del guión, que no son pocas ni sutiles. Tampoco hay metafísica religiosa que las sustente, aunque no faltarán críticos que se la inventen.

Abrams despliega una gran variedad de encuadres y velocidades. Comienza con un prólogo filmado según el nuevo estándar del plano fijo camuflado bajo un movimiento horizontal levemente pendular de la cámara, pero afortunadamente luego encuadra -y diseña- con claridad durante el resto de la película. El montaje es legible y en los momentos de acción los planos duran cada vez menos para transmitir vértigo: puro y duro funcionalismo audiovisual contemporáneo, pero mucho más comprensible que en la generalidad de los casos y con tiempo suficiente dedicado a los personajes.

Súper 8 podría ser asociada, gracias a su título y nuestra generosa liberalidad asociativa con 8 y medio. Un par de grúas inspiradas las emparenta, además de que dentro del  funcionamiento de la industria del espectáculo Abrams se vale de la puesta en abismo para reflexionar sobre el esquema en el que inscribe su película. Pero allí se acaba toda relación con Fellini. En esos primeros minutos Abrams deja en claro que el cine, tanto para los chicos de la películas como para los “grandes” que filmaron Súper 8, no es otra cosa que convencional, groseramente narrativo y que este tipo de relatos son organizadores ideológicos, psicológicos y afectivos, dispositivos de poder simbólico usufructuados sin escrúpulos alrededor del culto regresivo a la infancia y la fascinación tecnócrata.

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El Poder es objeto positivo central del discurso. Que los militares ocupen un lugar negativo no lo altera, y esa operación también está matizada. Al erigir como villano individual a un sargento queda en buena medida salvaguardado el orden militar o, al menos, justificado en su accionar ante la existencia de un poder extraterrestre voraz (los camiones que se desplazan por la ciudad jamás tienen la dimensión ominosa de las películas de George Romero a las que  refieren). Además de que el padre del protagonista es policía y de la omnipresencia del ejército, el discurso del poder se manifiesta hasta en una escena íntima. Cuando las filmaciones caseras del protagonista con su madre cuando era bebé, que traen el pasado idílico al presente, comienzan a ser proyectados ante la pareja de enamorados el pibe le pone palabras a sus sentimientos y la chica revela un dato ignorado de la historia. Todo tiene que ser dicho, entonces, y no puede haber siquiera un plano habitado porque sí, que no responda al ordenamiento del relato en función de información fáctica. Nada debe escapar al control de la norma narrativa, nadie debe sentir algo que no haya sido programado. La música, como en las películas de Spielberg, es dictadora aunque no parece brutal –como la propuesta ideológica general del neoliberalismo estadounidense contemporáneo que las financia- y esto es todavía más notable en los continuos estándares que suenan de fondo y se combinan con los movimientos de cámara para dar fluidez y ocultar los cortes.

La ambientación durante la década del 70 recupera cierta materialidad de la imagen y del mundo, aunque los efectos digitales no son pocos, entre ellos los destellos (lens flare) –rayos de luz que simulan dar contra la lente- que inscriben hasta el hartazgo un orden óptico artificial. Lo impecable de ella, sin embargo, le da un aire de museo que igualmente funciona como confirmación del idealismo armónico dispuesto. Ese idealismo se manifiesta cromáticamente en la omnipresencia del amarillo en el vestuario y el atrezo, que es El Dorado, la caja de película Kodak con el fílmico familiar (para las películas caseras) y la dominante étnica anglosajona encarnado sobre todo en la chica rubia de piel blanca y ojos claros.

Pueden advertirse dos líneas referenciales diferenciadas que, por más intento de uniformidad manifiesto bajo la tutela de la industria del espectáculo, no son idénticas: en la pieza del nene que comienza siendo una figura subalterna del rodaje y termina protagonizando Súper 8 está colgado el afiche de La guerra de las galaxias; en la del gordito que empieza dirigiendo la película dentro de la película y termina relegado en ambas pueden verse parcialmente los afiches de Noche de brujas y de Amanecer de los muertos. George Romero y John Carpenter, los cineastas que estuvieron lo más a la izquierda que se podía estar dentro de la industria estadounidense y representaronn el ala contracultural del Nuevo Hollywood, contemporáneo del tiempo de la diégesis de Súper 8, son relegados por George Lucas (y Steven Spielberg), el statu quo imperialista neoliberal que reconoce la existencia de los marginales para refrendar –y gozar de- su centralidad.

Esa misma estructura se advierte en la caracterización de los padres de la pareja protagonista: uno es policía y el otro es un (obrero) borracho. El alcohol, a diferencia del lugar que ocupaba en directores tan industriales y conservadores como John Ford (capaces de filmar Viñas de ira), es sinónimo de cobardía, debilidad, impotencia y la muerte de un tercero de índole sagrado, por lo que también hay que añadir la herejía a la lista de sus pecados. La reunión final de ambos padres no desbarata ese discurso sino que viene a confirmar la superioridad del representante del orden, que condesciende al perdón no como liquidación sino como afirmación de la jerarquía dada y del lugar superior –activo- que ocupa en ella.

El tratamiento condescendiente de todo aquello que diverge del orden conservador dominante también se manifiesta a través del personaje del empleado de la casa de fotografía, definido por su obsesión sexual y su afición a la marihuana. La película refrenda el estereotipo del fumón como inútil, vale decir improductivo, y obseso sexual.

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El primer plano de Súper 8 anuncia el orden reaccionario de la película toda, del universo Spielberg al que pertenece y de la entera filmografía de Abrams hasta el momento, con un cartel que dice: “Safety is our primary goal”. «La seguridad es el objetivo principal» tanto aquí como, por ejemplo, en Puente de espías, cuyo protagonista es un abogado de seguros. La seguridad como valor absoluto propicia la tiranía del guión como garante económico y de la tecnología como ostentoso «valor de producción», pero aquí también es portador del más peligroso discurso político: aquel que endiosa tradición, familia y propiedad, que rinde culto al monopolio de la violencia de no cualquier Estado sino precisamente de aquel que ha hecho de la invasión militar su argumento principal. Nos acuna con las representaciones ideales de la seguridad prenatal o de la infancia en un pueblo chico en el que se puede salir a jugar en la calle de noche, equivalente a la del cine de género como institución familiar en el que nuestras expectativas se ven colmadas, las sorpresas son ficticias y las transgresiones refuerzan el orden, a las que les adosa los eufemismos colonialistas de Seguridad o Defensa.

En una escena de Eternamente joven, una de las tres películas escritas por J.J. Abrams sin participación declarada de ninguna otra persona, Mel Gibson le dice a su novia que guarde un secreto por razones de Seguridad Nacional. Ello sucede en un marco de juego y buen humor, pero aquí el chiste no funciona como disparador de una verdad oculta, sino como elogio consciente del aparato institucional en el que se inscribe la producción de la película antes que la trama, gesto de exhibicionismo, canchereada usual del cine estadounidense que molesta menos en el héroe o antihéroe individualista que en ficciones apoyadas sobre el orgullo del aparato corporativo-estatal de poder. No contento con ello, el personaje de Mel Gibson le pide que le prometa no decir el secreto si la torturan, incluso si la tortura es increíblemente dolorosa. La película pertenece a un género híbrido, el romance con elementos fantásticos (en donde se destacan al menos dos obras maestras: El fantasma y la Sra. Muir, de Joseph Mankiewicz, y Jennie, de William Dieterle), que es uno de los que menos necesita referirse al marco político diegético o extradiegético. Si lo hace es porque quiere hacerlo, porque se muere por hacerlo, del mismo modo en que es muy difícil no pensar en la espada láser detenida en el aire que aparece en El despertar de la fuerza, el lens flare definitivo de Abrams, como otra cosa que un signo de autoría en tanto que autoridad, exhibición fálica del portavoz de una industria. El guión de Eternamente joven, con la crioperservación de su protagonista, anticipa el interés de Abrams por la ciencia ficción, género tecnológico por excelencia, además de ponerlo en relación simbólica con Disney, productora de la séptima entrega de La guerra de las galaxias, a través del mito aquel según el cual el viejo Waltz permanece congelado a la espera de que lo resuciten.

Las dos Viaje a las estrellas de Abrams sorprenden por su velocidad. Da la impresión de que el cine mainstream la exalta de manera inversamente proporcional al modo en que buena parte del modernismo contemporáneo que circula sobre todo en festivales exalta la lentitud, por no decir la inmovilidad, y el vacío tras ellas. La velocidad a la que nos referimos no sólo tiene que ver con desplazamientos rápidos de objetos y cuerpos al interior de los planos y con personajes que resuelven eficazmente una multitud de dilemas en segundos, lo que ya implica un elogio brutal del pragmatismo y búsqueda de rentabilidad, sino también con la acumulación de planos cada vez más breves y de conflictos cada vez menos habitables.

Si en los de Abrams eso se nota más que en otros mainstream se debe a que en ellos subsisten personajes y situaciones dramáticas tópicas, pero más o menos convincentes, que parecen ir desvaneciéndose hasta desaparecer bajo el culto de la acción, ya no física sino virtual, y de la propaganda, porque de eso se trata el actual régimen audiovisual mainstream, cuya actividad principal sino única consiste en difundir la mayor cantidad de información simbólica favorable a la identificación inmediata (muerte, amor, poder, como universales útiles al discurso tecnocrático, global e intrascendente), pero fugaz para minimizar siquiera el riesgo de identificación demasiado aguda, no ya de distanciamiento, que entorpezca la decisión de consumo.

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