verdad-o-consecuenciaEl mismo año en que me topé con Vil romance también me impresionó Por sus propios ojos, una ficción de la directora cordobesa Liliana Paolinelli que jugaba ligeramente a no serlo contando la historia de unas chicas que filmaban un documental sobre las mujeres –madres, hijas y parejas- de presos, asunto sobre el que había filmado un corto –¡Motín!– de matriz documental en 1996. Eran épocas en que el sacudón de la muerte de Fabián Bielinsky y las extravagantes Historias extraordinarias de Llinás me hacían pensar que la etiqueta ‘Nuevo Cine Argentino’ estaba más vencida que nunca y preguntarme qué venía después, o sea hoy. Si Por sus propios ojos no quedó opacada ni mucho menos frente a la (pre)potencia material de la película de Campusano, se debió en principio a la escena en la que una de las dos protagonistas es revisada cuando entra a la cárcel a visitar al hijo de una mujer que está dando testimonio para la película.

Lo que se jugaba allí la directora era muy fuerte porque el desnudo nada tenía que ver con el placer sino con el control institucional puro y duro, y exponía por completo un cuerpo manipulado con profesionalismo pero también nuestra mirada, que corría el riesgo de ser representada por la de esa funcionaria de vigilancia que lo auscultaba todo, única mirada en plano que tenía objeto, ya que la de la chica revisada no tenía escapatoria, punto fijo donde posarse, ni forma de competir contra el cuerpo dado a las miradas de la guardiacárcel y las nuestras. Como no había subjetivas de ninguna de las dos mujeres, el plano fijo a distancia prudencial de ambas nos hacía testigos del procedimiento sin otra opción que abandonarnos a su pretendida impersonalidad.

Esa mirada impersonal era violenta porque nos despersonalizaba también a nosotros, y esa violencia simbólica, unida a la exposición física, era tremendamente efectiva porque implicaba una distancia inhabitual en el cine siempre apurado por identificarnos confortablemente, y porque su aparente neutralidad competía no sólo a la institución carcelaria sino también al cine como forma de institucionalizar la mirada. Mucho antes de que ese personaje estuviera allí, exponiendo su propio cuerpo al trato y el espacio ocupados regularmente por aquellas a quienes filmaba para su propia película, las mujeres que esperaban entrar a ver a sus presos les gritan a las dos protagonistas que dan vueltas por el lugar tratando de recoger testimonios para el documental: “¿Por qué no se meten la cámara en la concha?”

De inmediato vemos los títulos impresos en la pantalla –Por sus propios ojos– y la coincidencia de lo escuchado y lo leído nos avisan que estamos ante una película con mirada genital (la importancia de la cuestión de género en el cine de Paolinelli, y de Paolinelli para la cuestión del género en el cine argentino, es evidente por el lugar fundamental que ocupa el lesbianismo en sus películas). Si bien la expresión es proferida como un insulto por esas mujeres -que se sienten invadidas por otras que son vistas como intrusas dispuestas a reducir a imágenes su realidad obteniendo un provecho simbólico sin pagar siquiera un precio físico por ello, y tienen relaciones con el sexo masculino tan poco convencionales desde la más ramplona moral burguesa como incómodas para el progresismo liberal- la película y los personajes entienden esa agresión como un desafío a desplazar la mirada de su lugar de confort.

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La que lleva la cámara sobre los hombros en esa película y carga sobre sí buena parte del peso de la filmografía de Paolinelli es Mara Santucho, gran presencia de su cine, chica robusta no muy alta, de caderas anchas, ojos claros inmensos y mirada ora triste ora imponente. Escribí ‘chica’ aunque se trata de toda una mujer porque su poderosa presencia no excluye cierto aniñamiento y porque ya estaba, siendo adolescente, en Verdad o consecuencia (como también encabeza el reparto de Amar es bendito, eso significa que la cámara de Paolinelli nos ofrece versiones sucesivas de ella con 20 años de diferencia entre sí), película en video de 1992 en la que su personaje oficia de nexo entre un chico de su curso que a todas luces le gusta y una amiga, con la salvedad de que la aparición de esta última es diferida hasta la segunda mitad y, aún cuando aparece, su existencia no deja de estar entre paréntesis.

Paolinelli hace mucho con poco y en esa película hasta se da el lujo de materializar las campañas de independencia argentinas y del sur de América con un puñado de planos que un chico imagina mientras estudia su lección, sentando las bases del clima enrarecido que construye con el imaginario de unos pibes que cursan la secundaria, el social de una localidad cordobesa y el meteorológico de otoños o inviernos escarchados. Me resulta imposible dejar de pensar que el nuevo cine argentino todavía no existía como tal (¡Que vivan los crotos! de Ana Poliak, me parece otro precedente clave de esa prehistoria que todavía tiene que ser reescrita más allá de Rejtman y Perrone) y que menos de diez años antes la dictadura legislaba esos mismos espacios, y aunque en esa temprana película nadie se ocupa de otra cosa que de tratar de ser, tarea poco menos que exclusiva del adolescente, la historia pesa desde el fuera de campo sobre ese presente árido y desolado en el que la familia es apenas una presencia dudosa detrás de una puerta de calle cerrada y el único adulto que aparece fugazmente es una maestra, la representante de un rol.

la-botella-1El dolor es parte del cine de Paolinelli a pesar de la energía que despliegan sus personajes, o acaso se hace evidente justamente por el esfuerzo (diría que es un cine sufrido si eso no diera a entender que carece de humor y si esa expresión nuestra tan familiar no conllevara una dosis de autocompasión y condescendencia considerable que la mirada de esta directora no despliega), y no solamente de aquellas películas en las que aparece la cárcel –al menos tres si contamos el uso que hace de un plano de ¡Motín! cuando los personajes de Amar es bendito van al cine y alcanzamos a ver la imagen del penal incendiándose- sino también en las que los personajes juegan los juegos del deseo a lo largo de toda su vida. El que da título a Verdad o consecuencia es relevado un par de años más tarde por el que juegan el protagonista colectivo de La botella, adultos mayores de 50 en lugar de adolescentes, y Amar es bendito es una comedia de enredos que empieza con una confesión de infidelidad poco menos que solicitada por la víctima y recuerda las infinitas variantes de la farsa sexual burguesa, muchas de ellas amargas y cínicas, sobre la naturaleza mudable del amor y las contradicciones emocionales, que no pueden ser otra cosa que dolorosas miradas a la distancia.

La mirada de Paolinelli no abandona a sus personajes ni se desliga radicalmente de los mecanismos convencionales de identificación pero genera efectos de distanciamiento, ya sea por la falta de música que deja a los concretos diálogos cotidianos resonando huérfanos en un vacío que recuerda al de una sala de ensayo, por el costumbrismo teatral de alguna performance expuesto como negativo de la potencia documental en Por sus propios ojos, o hasta por la resistente textura del video que resalta en vez de menoscabar la iluminación inteligente y los encuadres de Verdad o consecuencia. La acústica general de sus películas, esa sonoridad que incluso transforma a los exteriores menos controlados en interiores aunque más no sea por la claridad con que se escucha lo que dice cada personaje –señal de respeto hacia la palabra dramática- me hacen pensar en una especie de laboratorio teatral, un marco de experimentación controlada cuyo ejemplo más claro acaso sea el de La botella.

Allí un grupo de hombres y mujeres, la mayoría en pareja por no decir casados, aparecen en un living burgués dispuestos a jugar el juego que redundará en un beso, una bofetada o ambas cosas entre la pareja elegida al azar por el giro del envase. En sólo catorce minutos, pero con una variedad elocuente de medios, accedemos a las vidas y los sentimientos de unos personajes que no conocimos antes ni seguiremos después de esa noche, salvo durante el regreso en auto en el que estos adultos amanecidos siguen representando un papel para quienes tienen a su lado, o para sí mismos en el caso de los que viajan solos, mientras la puesta en escena de Paolinelli hace de parabrisas, fisonomías y paisajes de color, decorados significativos en los que explorar discursos estéticos y psicológicos.

Aquí pueden leer la crítica de Amar es bendito escrita por Gustavo F. Gros.

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