La sensación que uno experimenta, luego de haber visto sus dos películas, es que a Seth MacFarlane, al menos por ahora, el cine le queda grande. Claro que, después de los múltiples éxitos televisivos (que incluyen Padre de familia, su spin-off, y American Dad, entre otros), la consecuencia lógica era que el director curta con alguna gran productora y se integre al mainstream hollywoodense, pero esa integración a MacFarlane parece haberle costado el sello de autor (que por lo menos en televisión parecía tener), tanto en cuestiones narrativas como ideológicas.
Tanto en Ted, su opera prima, como en A Million Ways to Die in the West, el director parece aferrarse con uñas y dientes a una estructura narrativa férreamente clásica para asegurarse la efectividad de la historia (tal vez por miedo a perder en algún momento el ritmo), y construye desde esa base los mundos anacrónicos y absurdos que sus personajes suelen habitar. El problema recae en que, al seguir al pie de la letra estos modelos de antaño, algunos sucesos que deben acontecer para llevar adelante la narración quedan desencajados del resto, sin que el director logre adaptar el tono de la película a cada una de sus partes, lo que genera un fuerte extrañamiento. Su última película sufre de este síndrome con creces.
A Million Ways to Die in the West, que comienza con una secuencia de créditos que homenajea a John Ford (y de quién no hereda más que eso), cuenta la historia Albert (el propio MacFarlane, que intenta poner en cámara un cuerpo que todavía no se ganó, considerando que venía escondiéndose cómodamente detrás de dibujos animados y osos de felpa digitales), un joven pastor de ovejas que al ser abandonado por su novia (Amanda Seyfried) encuentra en Anna (Charlize Theron), una misteriosa mujer recién llegada al pueblo, un consuelo y una excusa para buscar la felicidad, mientras ésta le enseña todo lo que sabe sobre armas y puntería, en preparación para un duelo armado en el que el propio Albert enfrentará al nuevo pretendiente de su (ex)amada (Neil Patrick Harris).
A este caricaturesco despliegue de personajes lo acompaña fielmente una gran variedad de gags autoconscientes, que en un principio funcionan pero comienzan a parecer banales una vez que la fórmula detrás de ellos se deja ver, producto de la repetición hasta el hartazgo. Por esta razón los chistes que mejor funcionan dentro de la película son aquellos que atentan contra ella, contra su verosímil y contra la convencionalidad narrativa que la viene rigiendo. Y lo más curioso de todo es que, aún siendo conservador dentro de sus propios parámetros (para complacer a los grandes estudios), el cine de MacFarlane es de lo más transgresor que el mainstream puede ofrecer en pantalla grande, por lo que no hay que restarle valor.
La película, que en su primera parte parece una comedia romántica y en la segunda intenta acercarse narrativamente al western y se queda a medio camino, parece encontrar respiro en la única secuencia donde la estructura de hierro no perjudicó al director: el viaje onírico-espiritual de Albert tras ingerir una sustancia símil-ayahuasca, cortesía de los aborígenes de turno. MacFarlane abraza el surrealismo en un montaje que primero, gag de por medio, narra aceleradamente los puntos decisivos de la vida del personaje para luego volverse un cuadro de Dalí (con cita directa) en el que todas las obsesiones y vivencias del personaje se ven reflejadas simbólicamente, para terminar con una epifanía decisiva.
Con un final igual de clásico que su estructura, MacFarlane concluye su experimento, que más allá de algunos aciertos poco corrientes, deja algo que desear.
A Million Ways to Die in the West (EUA, 2014) de Seth MacFarlane, c/Seth MacFarlane, Amanda Seyfried, Charlize Theron, Liam Neeson, Neil Patrick Harris, Sarah Silverman, Giovanni Ribisi, 116′.
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