Recuerdos de familia.

La joven directora Sol Berruezo Pichon-Riviére ya había sorprendido con su opera prima, Mamá, mamá, mamá (2020), donde los juegos y lo onírico eran la estrategia para dar tratamiento a lo traumático del despertar de la pubertad y del primer encuentro con la muerte en un grupo de niñas. En su segundo largometraje de ficción, Nuestros días más felices (2021), que contó con el sustento del Biennale College Cinema para su realización, se adentra en el otro extremo de la experiencia vital, es decir en la vejez, y refina aún más su búsqueda formal. El resultado es un drama, donde la narrativa en clave de fantástico y la delicada puesta en escena están al servicio del cine como experiencia poética.

En el comienzo la directora nos introduce en dos universos: el de Agatha (Lide Uranga), una mujer viuda y solitaria a quien la entrada en la decadencia de su vitalidad y autonomía la vuelve excesivamente demandante respecto de su hijo; y el de Leónidas (Cristian Jensen), el hijo atento y complaciente respecto de las demandas maternas. El plano detalle es uno de los elementos de puesta en escena que emplea la directora para adentrarnos en este vínculo. De esta manera, evita el subrayado y la explicación mediante el diálogo, y a la vez va cargando de una particular poética a objetos del orden de lo kitsch o lo irrisorio. Podemos situar, por ejemplo: la gotera, signo de la detención en el tiempo del trauma de la disolución familiar, que regresa una y otra vez y que hay solucionar de alguna manera; los típicos souvenirs marítimos sobre la mesa de la sala de espera, antesala de la consulta médica, que sitúan a ambos personajes en el monótono provincianismo marplatense; y también los peluches que acomoda Leónidas en el estante de la juguetería donde trabaja que lo representan -mediante el color celeste y el tamaño, en medio de dos peluches rosas más grandes- entre la madre y la hermana mayor ausente, símbolo de la recomposición familiar que se añora.

El drama familiar se sitúa temporalmente en el albor de un nuevo cumpleaños de Agatha, pisando ya los 74 años. Se trata de una fecha cargada de la anhelante expectativa de un llamado, signo de la amorosa presencia de la hija, que nunca llega; y que precipita, durante la cena, la indisposición de esa madre que parece detenida en el tiempo, que no ha podido seguir adelante con su vida tras la disolución familiar, tan afincada en su tiránica demanda de amor y que muy lejos está de poder preguntarse qué papel cumplió en el alejamiento de su hija Elisa (Antonella Saldicco) -¿acaso desplazada, por el armonioso vínculo con el maravilloso falo que encarna para la madre su tierno y condescendiente hijo? ¿acaso agobiada por las incansables demandas maternas que no dejan vivir?-. Madre e hijo viven juntos, pero sus rostros traducen infelicidad y hastío, como también lo reflejan la paleta de colores apagados, los interiores en penumbras, y la perturbación sonora que irrumpe en determinados momentos. Entre madre e hijo, se configura un vínculo denso (que se sostiene en las demandas maternas) y poco comunicativo en lo que hace a la vida interior de cada uno, como lo puntúa las cabeceras de la mesa en las que se sientan durante la cena en la vaciedad del hogar. 

El programa de televisión del gurú Toni Reynolds (Claudio Martínez Bel) es el refugio de Agatha, con el que intenta mitigar su ánimo depresivo y su enojo. Y el de Leónidas es la reclusión adolescente en su habitación, espacio privado donde sueña a través de la computadora y de un cuaderno de recortes y collage, con el escapismo de las lejanas tierras de Islandia, territorio gélido y a la vez volcánico que lo representa en su desierta soledad y en la fogosidad inactiva de su homosexualidad. Este elemento simbólico del volcán va reaparecer en las imágenes de televisión de un volcán islandés, ahora activo, puntuando el despertar a la sexualidad para Leónidas en la escena del kiosko de la estación de servicio, donde también es interesante el uso del subtitulado, que expresa las sensaciones que no pueden traducirse en palabras, en el momento del flechazo entre Leónidas y Azu (Herman Langlous).

El elemento fantástico, de influencia lyncheana, que va ganando terreno al realismo naturalista con que suelen narrarse los lazos de familia, es el gran acierto novedoso de Berruezo en esta película. Tanto el elemento kitsch del programa de TV del gurú como el mundo privado de Leónidas, en el comienzo están al servicio de traducir mediante imágenes el pasado familiar y las ensoñaciones deseantes de Agatha y Leónidas. Pero lentamente van cobrando autonomía en el relato y devienen en elementos fantásticos, y también poéticos, que van guiando y ordenando de manera hipnótica y onírica, los avatares de la narración, para el espectador. 

La marca de lo fantástico se ubica en el detalle del conejo blanco que identifica al canal de TV donde los personajes depositan y dejan volar sus fantasías, pero también en ese que vemos saltar por la playa (en varias ocasiones) y que no deja de evocar al Conejo Blanco que sigue la Alicia de Lewis Carroll para caer en la madriguera de las maravillas. Este divino y pequeño detalle anticipa la irrupción directa del fantástico, cuando al regreso de la consulta médica por unos mareos y desmayos -que establecen la entrada en la enfermedad- Agatha se transforme en una niña. Maniobra brillante por parte de la directora (que evoca a El increíble hombre menguante – JackArnold, 1957- o al El extraño caso de Benjamin Button –David Fincher, 2009-) y que consigue traducir mediante imágenes el aspecto infantil de la vejez, con su falta de autonomía, sus despóticas y caprichosas demandas y, al mismo tiempo, el retorno de aquellos sueños perdidos de la infancia, sepultados acaso por el proyecto de familia, que expresa la malla de gimnasia artística que usa la niña-madre.

En este punto, es digna de destacar la interpretación de Matilde Creimer Chibrando, que logra componer con su porte, las inflexiones de su voz y su gestualidad a esa niña adulta, entre lo grotesco, lo duro y también lo tierno, aportando cierto toque de humor en medio de la triste realidad. Es la inesperada conversión de la madre en niña y la imposibilidad de que esto trascienda el exterior, lo que conduce a convocar a Elisa, quien retorna al hogar. Es entonces la ocasión para sanar viejas heridas entre la madre y la hija, y para Leónidas la posibilidad de aventurarse más allá de los dominios de la casa familiar.

Más allá de lo odiosa que pueda resultarnos la madre, reacia a aflojar con su resentimiento y los reproches hacia su hija, Berruezo no juzga nunca a su personaje, y nos permite comprender que para una mujer viuda, ya entrada en años y con hijos, a veces puede resultar difícil rehacer la vida sentimental. En este punto, es interesante el uso del faro como aquello a lo que la madre-niña pide regresar en el tramo final, claro símbolo del falo erecto, que da cuenta de la nostalgia por la intimidad que no ha sido posible recobrar y también elemento tercero y separador en la burbuja asfixiante en la relación madre e hija. Al mismo tiempo, la directora le concede a la madre un momento de redención en el acto de no decirles a los hijos la noticia de que tiene un cáncer cerebral. Es esta dignidad del amor materno lo que permite que esos días puedan constituirse como los días más felices, como reza el título, y que sean precisamente esos momentos cotidianos de vida compartidos los que estén destinados a ser recordados, con poética trascendencia, cuando la madre ya no esté.

Aquí resulta importante prestarle atención a la entrada de la luz en el hogar, que se cifra en el gesto de Elisa de quitar los papeles con que se habían tapado las ventanas para evitar las chismosas miradas de los vecinos, que anticipa una mayor luminosidad en el tramo final, consistente con la poética partida, pero también con la posibilidad de un reencuentro conciliatorio en lo familiar, a pesar de los resquemores y las imperfecciones. Este uso de la luz se acompaña de un mayor uso del plano general en exteriores, aportando la idea de liberación y apertura, en contraposición a los planos cerrados del encierro en los lugares fijos de la relación madre-hijo. Otro elemento  en el cual vale detenerse es en el uso de la música y del sonido. Se abandona la monótona letanía del comienzo, o la perturbación sonora de los latentes  reproches, enojos y sinsabores, para dar paso a la entrada de los momentos de exultante felicidad (que traduce la música pop o electrónica) y a la sensibilidad de la pacífica despedida, transmitida por la música melódica, de corte melancólico pero armoniosa. También es interesante el tratamiento que la directora realiza de la muerte. El uso de las campanadas que llaman a la cita con la hora de la verdad, las elipsis temporales puntuadas mediante la intervención de flechas de avance y retroceso (que ahorran al espectador el encuentro directo con la muerte) y la asociación que propone con el arullo sonoro del mar, construyen el momento de la muerte como una experiencia poética y trascendental.      

Entre la delicada combinación de ideas visuales que asumen un riesgo y la sensibilidad de los pequeños detalles, Sol Berruezo teje en Nuestro días más felices la singularidad de una propuesta estética que, sin dudas, continuará fulgurando y resonando en el cuerpo del espectador por largo tiempo.  

Nuestros días más felices (Argentina, 2021). Dirección: Sol Berruezo Pichon-Rivière. Duración: 100′. Sección Fuera de Competencia.

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