Esta vez faltan cosas. Faltan los rituales: el levantarse temprano, el café a las apuradas, el ir y venir de un lado a otro de la ciudad. Faltan los encuentros y desencuentros con la gente, las conversaciones durante largas horas y hasta bien entrada la madrugada, las cenas y el vino. Falta el viento del mar ahí cerca. Falta el cansancio feliz, placentero, que provocan las pocas horas que uno le dedica al sueño en días de festival. Sin embargo, las películas siguen ahí. Y aunque la tecnología y la virtualidad ofrecen ventajas (cada vez se hacen más películas y cada vez hay más plataformas para ver películas), también presentan una extraña paradoja: cada vez vemos menos películas. Entonces hay que afinar el ojo para no perderse en la marea. Pero también hay que guiarse por la intuición y aventurarse. Lo que antes era una emoción compartida en la sala, ahora es un mensaje eufórico al chat. Lo que antes era una huida ante la decepción, ahora es una minimización de pantalla y un cierre de pestaña -o de cesión-. Pero el cine no va a morir. En todo caso va a cambiar, va a mutar y se va a adaptar, como lo viene haciendo desde sus comienzos.
Eso es lo que ha hecho esta vez el festival de Mar del Plata y eso es lo que nos toca hacer ahora a nosotros, si es que aún creemos en el cine como cosa, como forma variable y siempre cambiante. El otro camino -menos feliz, y hasta un poco ingenuo-, es el de la conservación de la nostalgia y el lamento por lo que ya no es.
Mientras tanto, y hasta que podamos volver a vernos, Matías Piñeiro sigue haciendo lo que mejor sabe hacer. Es decir, crear imágenes inolvidables, inventar películas perdurables y llenas de futuro. Isabella es una película calculada y pensada al milímetro. De hecho, hay más de un momento en el que se hace mención a una obra de teatro llamada «Medida por medida». También hay espejos e inversiones. Pero, felizmente, y aun cuando todo haga pensar en una frialdad anti-naturalista de la forma, lo que tenemos es una puesta en escena geométrica que no está ahí para evidenciar una simetría invariable, sino para terminar perdiéndose en la profundidad de la puesta en abismo. Una película de cuadros dentro de cuadros, pero que invita al movimiento, a salirse.
El espíritu rivetteano de la repetición y el encuentro azaroso, el caminar una y otra vez las mismas calles y las mismas sierras, el subir y bajar escaleras, anda por Isabella. Pero a esa precisión matemática de los planos y el montaje, Piñeiro le agrega la fluidez y el paso del tiempo rohmerianos. La combinación es compleja y virtuosa. Porque la película no es lineal, pero a su vez está llena de líneas narrativas que la hacen avanzar lentamente como un río, como un día de verano. Con sus vientos suaves y sus pájaros. Con sus limoneros que hacen pensar -por el tipo de encuadre, por el sentido de la escena- en El sol del membrillo. Y con sus colores. Con todos sus colores. En vez de un “rayo verde”, un río púrpura. Eso es Isabella.
“Todo lo que se empieza hay que terminarlo”, dice el viudo del título. Y gracias a eso -y a Valeria Sarmiento-, sabemos que el último Ruiz es también el primer Ruiz. Y también, paradójicamente, que ese primer Ruiz es el Ruiz más moderno de todos y más moderno que todos. En los primeros minutos de El tango del viudo y su espejo deformante se habla de engaño, de misterio y de muerte. De sueños raros. Pero a Ruiz le alcanza con una peluca y un cochecito de juguete para introducir el surrealismo material, fundacional e identitario de su cine. No le hacen falta los efectos especiales ni revolear la cámara como un idiota. Le basta con acercarla lo suficiente a los personajes para que el fuera de campo se encargue del resto. Planos cerrados sobre los cuerpos, picados diabólicos y contrapicados divinos, más el formato cuadrado de la imagen, acentúan la lógica del encierro onírico del protagonista. La intervención de Sarmiento en el presente, doblando las voces originales y devolviendo, simbólica y literalmente, la película a su punto de partida, hace que ese paralelismo entre banda de sonido y banda de imagen, que podría parecer un gesto deliberado y distante en cualquier otro director, sea en Ruiz una forma de profundizar el extrañamiento, pero sin la necesidad de espectros o fantasmas.
Esa reversa que la película mete a la media hora no es un retroceso, sino un llamado a regresar y una afirmación. Con El tango del viudo…, Ruiz nos dice desde el más allá, anticipándose a “Lynches” y “Maddines”, que el cine no está en esas pesadillas livianas sino en la materia analógica de lo perdurable. En lo que pesa y se siente.
Buñuel también nos habla en esta película.
Isabella (Argentina, 2020). Dirección: Matías Piñeiro. Duración: 80′. Competencia Internacional. Disponible: 21, 22, 23 de Noviembre.
El tango del viudo y su espejo deformante (Chile, 2020). Dirección: Raúl Ruiz, Valeria Sarmiento. Duración:63′. Competencia Estados Alterados. Disponible: 21 al 29 de Noviembre.
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