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Por Marcos Rodríguez.

La ceremonia de clausura y entrega de premios del 28 Festival Internacional de Cine de Mar del Plata empezó con un pequeño número musical. Mientras la gente se iba acomodando, buscando lugar, charlando con amigos y conocidos de los que uno inevitablemente se cruza en un festival, sobre el escenario se veía, delante de las grandes cortinas de terciopelo cerradas, una silla y un perchero “de época”. Cuando todo estuvo listo, todos sentados, se apagaron las luces y apareció una mujer por el costado del escenario cantando un tango. Traía una boa, zapatos de taco, todo el uniforme de bataclana. El número era simpático pero aun así me invadieron dos ideas incómodas: primero, la evidencia de mi ignorancia al no poder reconocer el homenaje que se estaba haciendo a una figura de la cultura nacional; segundo, la conclusión (bastante evidente, pero bueno, uno llega cansado al final del festival) de que ese número venía a cerrar una idea más grande.

No hablaría ahora de mi ignorancia si no fuera porque sospecho (con buenas bases) que, más allá de mis faltas, esa ignorancia tiene por lo menos algo de generacional y, sospecho de nuevo, probablemente abarque varias generaciones. No pude reconocer a esa actriz y cantante del cine clásico argentino porque probablemente nunca vi una película suya. El nombre seguro lo ubico, pero no su cara, sus canciones, sus posturas y su personaje en la pantalla; en definitiva, lo importante.

Por supuesto que es normal (o, por lo menos, común) que las nuevas generaciones pierdan la memoria de las viejas estrellas de cine, pero en Argentina la situación es todavía más complicada: incluso si uno quiere ver el cine clásico argentino, es muy difícil conseguir copias de las películas para verlas y, cuando se consiguen, a veces lo impide su estado de conservación.

Una de las secciones fundamentales de este Festival de Mar del Plata fue Cine Argentino Siempre, dedicada al cine clásico argentino. Si bien ya hace años que el Festival viene siguiendo una política de proyectar películas clásicas argentinas restauradas (y, en muchos casos, recuperadas del olvido y la destrucción), este año el paso fue fundamental: una sección propia y la proyección de 18 películas restauradas. Las películas fueron donadas el año pasado por Turner Internacional Argentina como parte de una gran colección que la empresa le legó al INCAA, que a su vez comenzó la tarea de restaurar ese material; las películas que se proyectaron en la sección fueron aquellas que pudieron restaurarse en el transcurso de este año.

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La importancia de esta sección del Festival hacía eco, entonces, con el pequeño número musical que estaba viendo sentado en el Auditorium y (como me di cuenta en el máximo de mi poder asociativo) con las grandes fotografías de las estrellas del cine clásico argentino que decoraban la entrada al Auditorium, y que se reproducían también en forma de postales gratuitas a lo largo y ancho del festival. Así como el color celeste marcaba el tono de todos los carteles, catálogos y papelería de esta edición, de pronto comprendí que el festival quería asociarse también a ese cine de antaño, con esas imágenes esplendorosas de un esplendor pasado, pero no por lo que tuvieran de glamorosas (el Festival de Mar del Plata, por suerte aunque no siempre por voluntad propia, no puede asociarse al glamour) sino por lo que tenían de “nacionales”. Claro, otra asociación: los hermosos (y, muchas veces, involuntariamente cómicos) fragmentos de noticieros cinematográficos de época en los que se habla de las primeras ediciones del festival. El Festival de Mar del Plata buscaba (creo que por primera vez de forma tan explícita y coherente) inscribirse en una tradición, resaltar su “argentinidad” como cara visible e identificatoria (identitaria), en un mundo (cinematográfico) cada vez más globalizado. Pero, ¿cuál es la cara de esa identidad? Entrada ya la segunda canción, yo seguía sin saber a quién se suponía que estaba escuchando.

Hugo_del_carril_1952En un país sin memoria, siempre es loable el esfuerzo (gigantesco, cuesta arriba, casi absurdo frente a la dimensión del olvido que lo va disolviendo todo) por recuperar aquello que no debería perderse. En un país sin una cinemateca nacional es fundamental el trabajo de aquellos que trabajan contra todo por preservar un cine que es fundamental no por ser el nuestro, sino porque es un gran cine. Pero una cosa es el pasado y otra cosa es querer vestirse de él.

En 1939 Hugo del Carril se quejaba en Gente bien de que ya nadie baila el tango; la gente bien te baila cualquier cosa que venga de Estados Unidos, pero si tocás una milonga, la pista se queda vacía. Todos hacen como que no saben bailarlo. Cuestiones clasistas de lado, es evidente que en la época de esplendor del cine clásico (ese esplendor que el Festival buscaba como vestidura) el tango era algo viejo o, mejor, una imagen cristalizada, algo que ya no se baila, algo nacional y vivo, pero de otra época (la época, dicho sea de paso, en la que se ambienta la primera película de Del Carril como director, Historia del 900, que también se proyectó en el festival). Si en la década del 40 el tango ya sonaba como de otra época, ¿qué nos queda para el 2013?

Por otra parte, el trabajo de los programadores del festival se mostró alejado de esa exploración del pasado y, más allá de las retrospectivas de Rossellini, Jancsó y Étaix, apostó fuertemente por las óperas primas, por la diversidad, por la dispersión geográfica. En su programación (que es lo que es un festival), el Festival de Mar del Plata busca una perspectiva global y fresca. Por sobre ese trabajo se posó la identidad institucional que, como toda identidad institucional, resultó ser una cosa diferente: linda, sintética, fácilmente definible, nacionalista.

El homenaje era a Tita Merello.

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