“- Pero es un hecho que desde Tiki no se pudo viajar a la Polinesia porque su pueblo no tenía barcos.
–Pero tenían balsas. Tenían balsas ligeras».
En 1947, Thor Heyerdahl no puede publicar la tesis de su libro, porque se la considera ridícula, tan ridícula que uno de los editores -su última oportunidad de ser publicado- le suelta una ironía al pasar: «Ok, ¿querés que tu teoría sea aceptada? Hacela bien. Navegá desde Perú hastala Polinesia en una balsa ligera”. Los ojos de Thor se iluminan en la epifanía, acaba de tener la ridícula idea de confirmar con una tesis de campo su teoría: como los Tiki lo hicieron antes (esa es su arriesgada hipótesis), él también cruzará el océano en una endeble balsa de madera, sin otra guía que las estrellas, para confirmar con el experimento quela Polinesia fue poblada desde el este por esa cultura preincaica.
Joachim Rønning y Espen Sandberg se impusieron la difícil tarea de representar lo que vivieron personajes comunes, humanos que no bajaron del Olimpo ni de la imaginería heroica de la leyenda, en circunstancias épicas. Porque la reconstrucción de un suceso real considerado épico plantea una problemática a distintos niveles de la configuración del relato audiovisual.
Desde Perú se hace a la mar una escueta tripulación de cinco hombres que apenas pueden dormir apilados uno junto al otro, como los troncos sobre los que flotan y que en la fricción pueden desgastar y cortar las sogas de la balsa. Es una embarcación donde no hay lugar para el amotinamiento, pero sí para la crisis de fe y la desesperanza que cuestiona el propósito de haberse adherido a esa expedición extrema. Ante cada atisbo de duda, Thor mira el estandarte en la vela donde ondea el Dios Tiki. En ese atado de troncos, durante 100 días, esos hombres no pudieron ver su propia sombra. “La moral está alta”, repite Thor –sin saber si es escuchado- por la radio, única tecnología moderna que permitió acoplar a su tesis de campo. Un día más sin que la balsa se haga añicos es un voto más de fe en el probable desembarco de los Tiki enla Polinesia, y en el suyo propio.
Y aunque Thor no naufraga y alcanza la gloria, sucumbe como personaje. Ese es el tema con los biopic o las reality film (basadas en una historia real), que el personaje haya sido protagónico en la realidad no lo hará más interesante que otros en la ficción. El personaje del entomólogo o el del ingeniero devenido vendedor de heladeras son más auténticos que Thor. Aunque sea éste quien lo tiene todo para quedarse prendido de la retina del espectador, fracasa empantanado en el género. Thor deja atrás una mujer que ama y que le es compañera, deja hijos, deja un nombre en juego, tiene una misión suicida tan osada como la tesis antropológica que quiere probar, pero así y todo queda plano. Lo tiene todo para ser un personaje inolvidable, pero no lo consigue porque se acercó demasiado a una complexión rígida y convencional, sometido por el tono épico y el modelo de género, y lo que no es menor, por la destreza actoral. Pienso en su sonrisa de cara a la arena, a contraluz del sol imponente, que firma el logro de su hazaña, y se me hace excesivo ese subrayado, ese primer plano glorioso y exultante. Antes de ese primer plano Thor contempla, después de cien días, su propia sombra, cae de rodillas y se aferra con las uñas a la arena, después de haber sido expulsado del mar hacia la costa. Ver su sombra y aferrarse a la arena es un índice de consumación de la empresa y de alivio mortal que se eleva a la condición simbólica. Ese explorador está viendo la sombra de su empresa sobra la tierra que lo hará memorable. Era un plano no sólo más bello en elaboración, sino en toda su expresión, porque se revela también contradictorio. Todo, todo eso, para poder volver a ver su propia sombra, su proyección sobre la tierra, su huella visual, ¿su logro? ¿Es que antes no era capaz de ver su sombra o simplemente no valía la pena mirarla? Y esa es una contradicción que la película no trabaja porque se sume en el relato de la empresa épica con el tono de la aventura, limando las aristas de los personajes, que se hacen romas y se quedan sin ángulos dramáticos. Tampoco alcanza con añadir un llamado y una carta de la esposa al final.
No hace mucho, el cine nos trajo otra historia épica de un hombre en alta mar. Se trataba del Capitán Phillips, cuyo barco primero y luego él fueron secuestrados por piratas somalíes. ¿Qué es lo épico en ese caso? Sobrevivir, que ya no es poco. Pero en la circunstancia y en el modo y la capacidad de su supervivencia reside el componente que eleva su condición de rehén a hazaña épica. Salvó su barco bajo esa consigna legendaria (y poco razonable) en la logia del hombre de mar: el capitán se hunde con su barco. Pero además de la responsabilidad ordinal del Capitán, Phillips asumió una responsabilidad humana y paternal (cargada en los hombros de Tom Hanks, al igual que en Rescatando al soldado Ryan) para con sus hombres a cargo, pero también con la coyuntura. En todo momento intentó evitar la irrupción de la violencia en una situación que se define en sí misma por la aplicación de violencia en el sometimiento del otro.
El estilo de Greengras (del cual se ha dicho hasta en la venta de la película lo eficaz de su tratamiento realista, sello de la casa) evita el tono épico cuando tiene que evitarlo. Y si comparamos los dos finales, es superior el final de la película yanqui, aún ideológicamente, con marines y todo, porque la película va de Philips y no del ensalzamiento de la Marina, que debe ser de temer, seguramente, pero esa exhibición de la operatoria infalible del cuerpo de marines, no deja de exponerlos como lo que son, personas que le dedican la vida y el cuerpo a la precisión fría del combate, y si algo los humaniza (muy poco) es el agradecimiento que sentimos por Philips, y si algo los vuelve a deshumanizar es que no sabemos qué harán con Muse, el líder pirata somalí que tiene en su humanidad desgarbada, en su cuerpo famélico lleno de resentimiento, todo lo que falta en medios de entrenamiento frío y calculado. La mera presencia desvalida y torpe de Muse en el buque de guerra rodeado por soldados de musculatura y corporeidad desmesurada, bacteriza por sí misma ese estilo de vida: abocarse deliberada y premeditadamente (sus cuerpos son la evidencia de su febril vocación militar) a la guerra. No abogo el secuestro tercermundista de un barco primermundista, solamente apunto que en la puesta en escena, en el plano, hay contriciones y fricciones ideológicas que se mantienen irresueltas.
En el caso de Kon-Tiki, la puesta en escena corre menos peligro de traspiés ideológico y a menor riesgo, menor probabilidad de una puesta jugada. Es una película que no cuestiona nada y que pone al nivel de la aventura (el género cinematográfico) una peripecia cargada de rispideces. Después de verla tuve la sensación de que me la podrían haber contado y hubiera escuchado menos violines. Pienso que la escena que delata toda la puesta en escena de la película es aquella en la cual la cámara se va literalmente a las nubes. Con la intención de dimensionar en su justa medida (que parece ser el universo mismo), el director elige alcanzar el plano más macro que puede, entonces la cámara se aleja en una toma cenital al cielo y no basta, debe alejarse todavía más. ¿Hasta dónde? Hasta el espacio, y todo modificado, en un sentido adverbial, por la música incidental que busca erizar la piel. Eso es épica manipulada. En esa decisión se lee la incapacidad técnica o la torpeza ideológica. O sea, no basta con cinco tipos (uno solo de ellos es verdaderamente marinero, el capitán no sabe nadar) en una balsa cruzando el océano; hay que irse por el carajo (en el sentido náutico) hasta la madre Dios para exponer cinematográficamente que la empresa que están haciendo esos hombres es gigantesca. El paradigma de comparación en literatura sería un poeta sin recursos que compara lo más pequeño del mundo con lo más grande del mundo. Más allá de que ese plano está habilitado por el productor y no por la diégesis, como espectador quiero ver qué pasa con esos cinco tipos y no sólo cómo hicieron lo que hicieron, sino como fue la cosa entre ellos, y quiero ver los demonios de Thor. Thor no se lanzó al mar por jodón, porque no sabía nadar porque de chico casi se ahoga. Thor tenía convicciones y contradicciones que friccionaban como los troncos de esa balsa que puede naufragar de un momento a otro con el mundo que le tocó vivir, con su vocación en ese mundo, con la necesidad de justificación a que lo compelía ese mundo, y con el oxímoron esquizoide de un explorador familiar.
En el final, Kon-Tiki busca lo que en los manuales de guión se define como un final irónico, esto es, el personaje gana y pierde a la vez. Pero ese personaje poco perdió. Porque la figura de la esposa entra forzada por una licencia similar al plano estelar. La cámara salta al otro lado del mundo y nos muestra a la esposa que mira el mismo sol que Thor; digo ‘el mismo’ porque ese salto de montaje pretende hacernos creer (otra vez poéticamente) que los dos personajes, separados por medio planeta, están mirando en ese mismo instante el sol, ella en la nieve, él en la playa. Una de las prerrogativas del cine es no limitarse espacialmente, ya lo demostró y parodió Vertov en 1929 con El hombre de la cámara. Esa facultad omnívora del cine les juega una mala pasada a Joachim Rønning y a Espen Sandberg porque hacen exactamente lo que sus personajes no pueden hacer, lo que menos pueden hacer. Con su cámara domina el espacio a nivel planetario, mientras que sus personajes están a merced de un atado de troncos, sin ningún tipo de control sobre su entorno inmediato. Más aún, en el final Thor se impone definitivamente al firmamento, la puesta de sol se esconde detrás del personaje. Se sobredimensiona en un plano épico.
El análisis de Kon-Tiki contrapuesto a Capitan Philips no pretende más que recordar una verdad ya demostrada con el mismo énfasis por Godard y por Serge Daney: todo plano es ideológico. No es necesaria su adscripción política evidente. Con marine o sin marine, encuentro más reprobable la puesta en escena de Kon-Tiki porque no subscribe al relato que intenta articular; es más, lo contradice fuertemente. Por otra parte, creo que el gran acierto de Greengrass en Capitan Phillips, algo que no sé si pasó un poco desapercibido, está el final de la película. Allí Greengrass trabaja el mecanismo estético del cine desde una elección narrativa, decide hasta dónde contar. La película no tiene -lo que en guión se denomina como- resolución, ese metraje que se añade luego del clímax, el momento más álgido de la trama, cuando el nudo del conflicto ya se desató. La resolución es una herramienta de guión que se utiliza para cerrar subtramas, para puntualizar el tema de la película, pero también tiene un uso paratáctico, un uso que excede, digamos, a la película en sí misma y que apunta a la emoción del espectador. En ocasiones la resolución se utiliza para apaciguar la turbulenta conmoción al término de una película intensa, a modo de descanso, para bajar decibeles y salir de la sala. No obstante, Capitan Phillips, siendo intensa, termina y termina a secas, el personaje de Tom Hanks es rescatado, confirman que está sano y salvo, que la sangre desparramada por todo su cuerpo no es suya, se lo asiste emocionalmente y ya. La cámara (pudiendo hacerlo como en Kon-Tiki) no salta desde la costa somalí hasta tierra firme, a Estados Unidos, hasta Catherine Keener, la mujer de Phillips, ni hasta sus hijos, tema de preocupación del personaje en el comienzo de la película. No. En Capitan Phillips ocurre todo lo contrario. Mientras el espectador sigue en shock y espera por el llamado de Catherine Keener o por las noticias en tv que le relatan al mundo el suceso, el director elige no distanciarnos de ese momento de conmoción emocional que sufre el personaje. Y entonces aviene un momento inverso y contrario a una resolución clásica: una paramédica chequea los signos vitales del capitán (y lo hace con la misma frialdad profesional con la que actuó la Marina, no hay un dejo de emoción, es pura técnica conductista) y comienza a tratarlo para que salga del estado de shock. Si la paramédica contesta “de nada” a las diez veces que Phillips agradece, es para seguir con su trabajo y hacerle sentir a través de ese mínimo contacto que acaba de ingresar a una zona segura (geopolítica y psíquica). Entonces, mientras ese ejercicio paramédico frío y preciso como un escalpelo, como un marine en el gatillo, trae desde la conmoción emocional a Phillips, el espectador no puede salir de ese estado. La película termina en shock con el personaje siendo tratado para que recupere un equilibrio que extravió en su peripecia, a la vez que esa regresión a la estabilidad emocional se le niega al espectador. Y ese es un acierto, porque el director no se corre de la posición que tomó durante todo el relato para contar la historia del secuestro de ese capitán. En el final, el estado de vulnerabilidad de ese personaje no puede ser mayor. Pero eso no desmerece ni atenúa el arrojo y la valentía de lo que hizo. Simplemente exhibe su humanidad. Demuestra que es un humano que se expuso a una dimensión que sobrepasa la media de las facultades y posibilidades humanas. Cuando le cortan con tijeras esa remera totalmente manchada de sangre y lo van desnudando, Philips tiembla en toda su humanidad, tiembla en cada terminal nerviosa, porque la parte emocional de su cerebro no puede asimilar la experiencia que acaba de vivir y por eso, en un mecanismo de protección, anula la comprensión. Esa tarea -la de elaborar la respuesta emocional una vez que el personaje finalizó la hazaña- es responsabilidad del espectador.
En la butaca hay tiempo, tiempo emocional, tiempo mental para amortiguar el golpe, para aguantar el trauma. No puedo evitar pensar en dos finales de Hitchcock. En Vértigo veo a Scottie parado en el borde del campanario y veo que evidentemente superó y venció su acrofobia, pero que ahora mira con mirada alucinada el abismo. Y en el clímax de Psicosis ¡qué patadón (año 60), qué descarga eléctrica sobre las buenas intenciones de los espectadores moralmente desprevenidos, así y todo compensado luego con una resolución explicativa (escena que divide las aguas de la crítica: si el maestro debió o no haber quitado la disertación clínica sobre la condición ex-céntrica de Norman Bates)! Pienso en esos golpes eléctricos, esos rayos fulminantes que si no se aproximan al estado de shock, por lo menos sí a un desconcierto y extravío de coordenadas tan espontáneo que nos deja boyando en la salida del cine. El shock se define como un aflujo de excitaciones excesivo que resulta intolerable para el psiquismo. Un acontecimiento en la vida del sujeto, una experiencia vívida que produce en muy poco tiempo un aumento tan grande de excitación a la vida psíquica que fracasa toda posibilidad de elaboración. En el caso de Kon-Tiki el final no es menor, el cerebro de Hayerdahl debería estar dando chispazos cuando acaba de naufragar en la playa (el personaje no sabe nadar, secuela de un traumatismo ocurrido en su infancia, lo que no es para nada menor), acaba de lograr lo que parecía irrealizable y ya se sonríe para la foto. Va a leer la carta de su esposa buscando la intimidad del mar (puede ser, el mar es propicio a la soledad), pero el plano otra vez es el delator. La cámara lo toma otra vez en primer plano con una mirada entre melancólica y desafiante, incluso al sol. Y para dar punto final a su relato, parado de espaldas si bien con los brazos bajos, a los costados, rendidos después de leer la carta la que se lo abandona, su pose sigue siendo dominante aún frente a la inmensidad del océano. Lo que hizo Thor es épico pero los sentimientos que expresa están lejos de serlo. En todo la película sus emociones son retratables, modulables, ensayadas, programadas, la antinomia del gesto, del arrebato, del frenesí, del furor épico. De ese ardor psíquico que, por arrojarlo a la empresa heroica y sostenerlo en ella, es imposible de procesar.
Bajtin encuentra la condición novelesca en la distinción con la épica. Según su tesis, las acciones épicas están separadas (y segregadas) del tiempo emocional presente por una línea divisoria ancestral, un tiempo perfecto, circular, sellado. Por lo tanto, las elevadas acciones de los héroes épicos enfervorizan pero no se comparten. En la novela, el protagonismo emocional del lector es mucho mayor porque es capaz de involucrarse en una intromisión empática, y la experiencia de cercanía con el personaje es mucho más intensa. La épica en el cine puede ser tendenciosa, cuando no manipuladora, eficaz y artera. La pantalla de cine es de por sí convocante, nos posee. Hay herramientas técnicas y estéticas de distanciamiento, pero también hay mecanismos que pretenden hacer pasar lo que sucede en la pantalla como una proyección sin mediaciones de la realidad, como una mera reproducción visual de lo que sucede en el entorno vital. Y no es así. Llevó décadas de aprendizaje perfeccionar ese artilugio narrativo. Y como espectadores, tanto ante la hazaña mayor como frente a la minúscula, disponemos de un lugar vicario, somos delegados en la aventura. Y a pesar de todo, activos. Aún en el cine tenemos que elegir a qué héroes (y a qué villanos) secundar.
Aquí pueden leer un texto de Luciano Alonso sobre Capitán Phillips y otro de Gustavo Gros sobre Kon-Tiki.
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