Desolación es el nombre de una isla que, como se señala en la película, cuesta encontrar en los mapas. Un espacio de tierra glacial cercano a la Antártida, deshabitado y cuyo dominio ningún país reclama. Pero también es, al final, la definición más apropiada para el sentimiento que alcanza al cineasta Mirko Stopar al elaborar una posible hipótesis a partir de los lazos que va estableciendo alrededor de la historia de la isla. La desolación como idea superadora de la soledad o lo inhabitado, implica algo cuyo destino está trazado sin retorno posible. Una predeterminación que se abate sobre el espacio de una isla para darle el nombre más preciso que se le puede dar y que desde allí parece irradiarlo a cuanta persona se acerque a ella.
El acercamiento de Stopar a la isla Desolación tiene algo de azaroso. Una noticia en internet se convierte en el impulso inicial: una expedición científica a la isla, el retorno a Canadá, la cuarentena obligada de los expedicionarios por una rara enfermedad. Más que recuperar la historia de la isla, Desolación parece señalar desde un principio que la historia le ha pasado por el costado: expediciones de diferentes países en el pasado no alcanzaron para convertirla en una pieza más del colonialismo de siglos anteriores, como si en ese desplante histórico estuviera sugerido su estatus de territorio maldito.
En todo caso, lo que le importa a Stopar son los datos de una expedición argentina en la década del 50, que incluía el proyecto de instalación de una estación meteorológica al mando de un noruego, Knut Rasmussen. Lo que parece un simple apéndice, un desprendimiento de su anterior película (El arponero), con la cual mantiene puntos de contacto -no solo por el momento en que regresa a la fiesta de los arponeros en Noruega, sino en esa pregunta que recorre su filmografía sobre qué es lo que lleva a determinadas personas a irse de sus tierras hacia lugares remotos-, cobra su propio peso cuando esa pregunta se convierte en el nudo de su búsqueda. La pregunta por Rasmussen se coloca en el centro del relato como un misterio que se sitúa más allá de su viaje.
El eje sobre el cual se articula la película son tres relatos que, por motivos diferentes, aparecen como voces en off. Lo que lleva, por otra parte, a que la imposibilidad de contar con las imágenes, permita reconstruir la historia desde el encadenamiento de otros materiales -que van desde la puesta en pantalla de lo escrito a la animación, de la recurrencia a la imagen de un reproductor de cinta abierta a los del entorno natural donde se realiza una entrevista. El primer relato es la entrevista que Stopar realiza al ingeniero Azorín en su casa del Delta. Azorín es el único sobreviviente de la expedición que llevó a Rasmussen a Desolación y desde su perspectiva se reconstruye el viaje inicial y su característica de misión secreta. En ese relato, Rasmussen forma parte de un misterio sin resolver. Azorín no puede hablar de un personaje que se volvió esquivo y cuya misión en la isla se vislumbra, por lo menos, difusa. El relato se suma a la extrañeza: no puede aclarar ni explicar, solo concentrarse en sí mismo y en el misterio que lo rodea.
El segundo relato es el que surge de la lectura del diario de Rasmussen que le entrega la nieta al director. La lectura de algunas de las anotaciones en orden cronológico da a entender los cambios que se van produciendo en el personaje. Lo que relata es lo que ve, y esto parece anudarse con la referencia que de él hizo el ingeniero (“Tenía un ojo especial para ver otra cosa donde nosotros veíamos niebla”). En este relato, la transformación de Rasmussen se asocia a la del espacio que lo circunda, como si fueran fundiéndose uno en otro con el paso de los días.
El tercer relato es la grabación del alférez Dalman, que fue parte de la misión de relevo que llegó a la isla un año después, para no encontrar rastros de Rasmussen. Los tres relatos se unen para trazar un recorrido que, desde diferentes miradas completa los hechos de la “misión”. Pero el interés de Stopar es, en todo caso, lateral. Los hechos y su reconstrucción le sirven para reponer en el escenario a un personaje que sale de Noruega en 1948 tras haberse afiliado al Partido Nazi y colaborado con la ocupación, para llegar a la Argentina. A diferencia del arponero, la misión de Rasmussen en Argentina parece más limitada y lo lleva a volver, aparentemente, sobre sus culpas y la necesidad de redimirse de su pasado. Pero también, para conectar el pasado y el presente desviando la centralidad de la resolución del misterio de la misión secreta -que sigue permaneciendo como misterio en tanto ninguno de los tres relatos puede revelar los motivos que la impulsaron- hacia la hipótesis que deriva de la noticia original de la misión canadiense.
Si Desolación le da la chance a Stopar de fluctuar entre una realidad al borde de lo incomprobable -cuya apoteosis se marca con la distancia que se establece entre el ¿apócrifo? noticiero francés y la carencia de archivos para verificar el brote de la enfermedad que se menciona en él- y la hipótesis de una ficción que se apoya sobre ella -la idea del posible suicidio enmascarado por lo sobrenatural en Rasmussen y del relato del cuaderno como versión mejorada de su único cuento publicado-, lo más interesante es que este juego le permite a su vez correrse de lo que puede ser el corset del documentalismo más estricto para elaborar paulatinamente una película de ficción fantástica. Si algo parece anticiparse en la referencia a la leyenda yamana que consideraba a la isla como una entrada al infierno, el relato del cuaderno parece reafirmarlo. Rasmussen en su permanencia parece abrir esa puerta para asomarse a algo que se vuelve incomprensible y que lo lleva a perderse. Más que la fiebre polar, que la enfermedad posible, lo que toma el relato por asalto es la forma en que el espacio se transforma “de la pureza de lo blanco a lo siniestro”. El glaciar emite sonidos, se mueve, se va transformando progresivamente en la encarnación del mal (“El maldito me llama y voy a salir”; “Voy a aniquilar ese mal”). El glaciar, para Rasmussen, late y tiene vida propia. “Nos tiene a su merced” dice, después de tres semanas de convivencia. La hipótesis de Stopar -que ese mal alude a la sombra pasada del nazismo proyectada en el personaje- no es desacertada, pero abona la idea de un Mal que no puede mensurarse, de la emergencia de lo monstruoso, que no puede sino devorar al personaje o llevarlo a la autodestrucción.
Desolación (Verdens ende), Mirko Stopar, Noruega-Argentina, 2021. 42’.
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